Seis
El dolor se volvía insoportable.
El androide me dislocó el brazo en su afán por salvarme; la chica me soltó, quedándose atrás.
Volteé hacia mis piernas para ver qué me arrastraba, pero la criatura levantaba fango y ramas, impidiéndomelo.
Las voces callaron.
Silencio.
Todo lo consumía el silencio.
A pesar de lo que sucedía a mi al rededor: ser arrastrado por algo, la neblina espesa, los gritos ahogados de dolor y pánico de víctimas de rostros anónimos, la lluvia que caía en el bosque y las indicaciones inentendibles del androide; a pesar de todo esto que sucedía a mi alrededor, tras un zumbido que culminó en un estallido dentro de mi mente, sólo escuchaba, por así decirlo, la ausencia de las voces.
–¡ME HAN ABANDONADO –grité!
El armatoste, enlodado y con rastros de nuestra sangre sobre sí, sujeto a un brazo desencajado de mi hombro, sostenido por mera piel y músculos retorcidos, me soltó de pronto y, al tiempo en que lo hizo, apoyando ambas extremidades inferiores, logrando una velocidad incalculable, se impulsó, en un salto potentísimo, y me sobrevoló, golpeando, secamente, lo que fuera que me arrastraba.
Un sonido lastimero, una especie de grito animal estridente y asqueroso sonó mientras lo que me sujetaba me apretaba fortísimo para luego liberarme y huir hacia las sombras que le recibían...
El zumbido, de nuevo.
La neblina, disipándose.
El frío, huyendo.
El estallido en mi mente.
Luego, todos los sonidos que no registraba me infectaron el oído de golpe.
BUM.
Las gotas de la lluvia que cesó se derramaban inquietas por sobre las hojas de los árboles en nuestro entorno, para luego formar charcos de cuerpos de nube y sangre y lodo y ausencia por el suelo.
Estábamos en el vientre del bosque.
La calma, pensábamos, había llegado.
Mientras el artefacto me levantaba; dijo algo muy quedito, apenas perceptible, pero que registré sin la menor duda:
–Yo sé tu secreto.
En ese momento, tras la reveladora observación, la chica risueña se barría sobre el suelo para llegar hasta mí y, con un abrazo insospechado, estrechó todas sus dudas confrontadas con las ganas consumadas de reconocerme vivo.
El androide me tomó del brazo y, sin decirme nada, de un jalón, lo acomodó en su sitio.
Al incorporarnos, y ya sin neblina ni lluvia ni fieras que nos arrastraran hacia sus mortales madrigueras, vimos en nuestro entorno ensangrentado, cubierto por extremidades sin torsos, cabezas sin cuellos y cuerpos sin almas, por todo el suelo, a los demás.
A nuestro alrededor, apenas adelante de los árboles que nos custodiaban, haciendo frente hacia nosotros, una mujer enigmática junto con otros campistas, mirándonos con despreció, se hizo de palabras con el androide; luego, repartiéndose nuestros destinos, acordaron cada quien seguir un rumbo aparte; los campistas nos reagrupamos escogiendo bando.
Ella, otros más y yo, seguimos al artefacto andante quien, aprovechando un nuevo momento de cercanía, volvió a proferir hacía mí, con absoluta discreción:
–Yo sé tu secreto. Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue.
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