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En otra piel

La impotencia me estaba matando. Haber escuchado que asesinaría a la chica que amo me estaba comiendo por dentro, y mi estado de inconsciencia me impedía poderla ayudar. Solo podía rezar por un milagro, y mis plegarias fueron escuchadas.

Abrí los ojos y me incorporé, pero me sentía extraño, me había encogido y mi cuerpo era diminuto. Frente a mí dormía una mujer con el cabello desdeñado, en una de sus manos colgaba un relicario y sus ojos estaban inyectados en sangre cuando los abrió.

—Josito... —dijo al verme sentado sobre la cama— Estás despierto.

—¿Qué hora es? —dije poniéndome de pié— ¿Qué día es hoy?

En mi cabeza solo estaba la fecha que más importancia había adquirido durante cinco años, el cumpleaños de mi chica, el amor de mi vida, y el que me había atormentado desde que había escuchado la confesión de mi hermano.

—Josito hijo... estás despierto —dijo con lágrimas en la cara.

—¡¿Qué días es hoy?! —dije con voz aguda como si del llanto de un niño en plena rabieta se tratara.

La mujer se quedó anonadada con mi actitud, se llevó las manos al pecho y respondió:

—Hoy es trece de Noviembre y son las...

Pero no la dejé terminar, no quedaba tiempo, era el día preciso y con mirar el reloj de pared que había a su espalda pude ver que solo quedaban minutos para perder a Sofía y salí corriendo. La señora me gritó desesperada al verme salir, pero yo no la escuchaba. Corrí por todo el pasillo entre la gente que me miraba pasar sorprendida, muchos trataron de darme alcance ante los gritos de doctores que decían que me detuvieran, pero yo era más veloz, no podía perder tiempo. Subí las escaleras que me llevarían a la habitación de Sofía, mi despertar había sido perfecto, el mismo hospital, la hora adecuada, todo me revelaba que solo tenía un objetivo... salvar al amor de mi vida.

Frente a la puerta había un policía, era la vigilancia que le habían puesto luego del intento de asesinato que habíamos sufrido. Corrí hacia él y en un acto de audacia  tome el arma que llevaba al cinturón sin darle  oportunidad  a reaccionar y entré al cuarto. Ahí estaba mi hermano, con una almohada en las manos, a punto de sofocar a Sofía. La pistola se sentía pesada y con las manos temblorosas apunte el arma hacia mi hermano que solo atino a quedarse estático ante mi presencia.

La voz del policía me hizo mirar hacia atrás, me pedía que soltara el arma. La señora de ojos llorosos también estaba ahí suplicando, pero como podía explicar lo que sucedía, no había tiempo de explicar. Se acababa el tiempo de gracia que se me había otorgado, sentí que me desvanecía. Por última vez miré a Sofía, sonreí y antes de perder todas mis fuerzas apreté el gatillo.

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