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A trasfondo de una escena de amor.

Había llegado el momento esperado, perfecto. Damián la sostenía por el cuello, ambos tirados en el suelo sobre la hierba verde. Rodeados de cerezos en flor que dejaban caer sobre sus cuerpos una lluvia de pétalos, y conformaban un manto rosado a su alrededor.

Ella lo miraba como tantas veces a escondidas lo había hecho, con ojos cristalinos, humedecidos, junto al deseo de probar sus labios carnosos que cada vez se aproximaban cada segundo. El parque estaba lleno de espectadores, parejas, niños, ancianos, y hasta los caballeros vestidos de azul que lentamente iban llegando y se aproximaban donde ellos. Hasta que sus labios hicieron contacto. Era todo lo que había imaginado. Aquel beso le supo a miel, a vino dulce y se sintió tan embriagada como si hubiese bebido varias copas de cristal.

—Siempre te he amado, Dalila —dijo Damián cuando sus labios se separaron, también con ojos brillosos.

—Eso es todo lo que quería escuchar —respondió ella y esbozó una leve sonrisa.

La escena era ideal para una película de romance, pero aun así, nadie hablaba, no hubo una ovación, solo se dignaron a observar cómo la tarde rojiza caía lentamente sobre ellos enfatizando el momento de aparente suceso de amor. Pero menos rojiza que el rojo que cada vez fluía con más fuerzas, en forma de gotas de aguas de los dedos de Damián. Allí donde posaba su mano y sostenía a Dalila, la herida que había recibido no dejaba de sangrar y por más que hacía presión, se le escapaba la vida.

—¡Alza las manos! —gritó uno de los policías que ya tenía alrededor.

Damián alzó la mirada y sus ojos se encontraron, pero el capitán de la operación no veía en ellos ni el odio ni el aborrecimiento que esperaba. No podía comprender cómo habían tenido el valor de robar ellos dos solos el Banco Nacional. No encajaban en el perfil que se habían creado de ellos. Solo las bolsas con los billetes que también estaban esparcidos junto con los pétalos de cerezos los culpaban de ese suceso.

Damián volvió a mirar a su amada y ésta seguía mirándolo, pero se había transformado en una mirada fija, perdida. Los ojos de Damián pasaron de cristalino a humedecidos, y en fracciones de segundos las lagrimas surcaron su rostro. Era dolorosa la sensación que invadió su pecho, su primera pérdida e imaginando la segunda, agarró la pistola que había en una de las bolsas y se la llevó a la cabeza.

—¡No lo hagas! —gritó el capitán, pero fue demasiado tarde. El estruendo llegó a todos los presentes tras su orden no acatada.

La opresión de tristeza llegó a los espectadores, como una lluvia repentina e inesperada.

—No tenía por qué hacerlo —dijo uno de los guardias que se acercó al capitán—. ¿Por qué lo habrá hecho?

—¿Te parece poco perder a la persona que amas? —dijo el capitán, sin saber que sus motivos iban mucho más allá.

En un carro de ventanillas camufladas y a tan solo unos metros del suceso alguien gemía en llanto, de rostro pequeño, coletas con lazos de color azul, y facciones muy similares a los que la policía consideraba delincuentes, mientras le apuntaban con una pistola en la cabeza para que, entretanto miraba lo que había sucedido, no pudiera gritar. No solo había perdido a sus seres más queridos, también el rescate que por ella, tuvieron que buscar.

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