La marca escarlata
Un fuerte dolor en el cuello y en la cara me despierta. Levanto la cabeza a duras penas, quejándome como nunca. ¡Me dormí sobre el teclado de mi computadora! La terrible posición que adquirí para lograr tal hazaña está cobrándome la factura. Siento horribles contracturas en los músculos de la nuca, me hormiguean los brazos y me pica la mejilla. Cuando me palpo la piel, descubro un relieve en ella. A juzgar por la forma de las protuberancias, estoy casi segura de que las teclas quedaron dibujadas en mi rostro. Por si eso fuera poco, siento la humedad de mi saliva en las yemas. Miro hacia el teclado y bufo con fastidio. ¡Está todo babeado!
—¿Por qué no me fui a dormir y ya? ¡Maldición! —Me levanto para traer una toalla de papel y secar mis babas regadas—. No sirvió para nada pasármela en vela. ¡No encontré nada de nada!
Hago un repaso mental del montón de información inútil que leí en mis horas de vigilia. Desde enciclopedias acerca de civilizaciones antiguas, pasando por vídeos esotéricos hasta tweets conspiranoicos, mis ojos no pararon de buscar. Pero no logré encontrar ninguna pista concluyente acerca del mensaje en mi abrigo. No vi ni un solo fragmento que se pareciera por lo menos una pizca a las palabras bordadas. Investigué sobre los significados del color rojo, la simbología relacionada con rosas, hasta entré en páginas de moda antigua... ¡Nada, absolutamente nada!
—¿Cómo es posible que ni siquiera sepa quién hizo el suéter? Incluso cuando es ropa de mala calidad, toda pieza trae alguna etiqueta. Siempre dice quién es el fabricante y cuál es el país de procedencia —susurro mientras limpio—. Lo más raro de todo es que tampoco hay fotos de otros abrigos que sean como el mío. ¿Será posible que sea único?
Tiro la toalla sucia al cesto de la basura y camino hacia el cuarto de baño. Como hoy es domingo y no tengo que ir a trabajar, me gustaría usar la tina. Llenarla con agua tibia y aceites relajantes podría ayudarme a quitar las contracturas. Avanzo hacia allí con paso lento, procurando no mover mucho el cuello. En cuanto entro a la estancia, cierro la puerta tras de mí y empiezo a desvestirme despacio. Al terminar de hacerlo, me dirijo hacia la cómoda para sacar un frasco de esencia de lavanda.
Pongo la mano sobre el pomo de madera y tiro del cajón. Con una amplia sonrisa, tomo la botellita que necesito para mi baño. Doy media vuelta en dirección a la tina, pero mis movimientos se interrumpen de forma abrupta. Cuando me miro en el espejo de cuerpo entero del otro lado, suelto un chillido ensordecedor. La botella se me cae y se hace añicos sobre el suelo, al igual que lo hacen mis nervios. Tanto mi respiración como mis latidos se disparan en un segundo, lo cual me hace muy difícil llevar aire a mis pulmones.
—¿¡Qué!? —grito casi sin aliento.
Mi mano derecha viaja hacia mi hombro izquierdo. Deslizo las yemas por encima de la piel, como si intentara quitar una mancha. Y es que justamente es eso lo que trato de lograr. De manera mecánica, sigo pasándome los dedos por la zona, pero no hago otra cosa que irritar la piel. La horrible marca de color carmesí que cubre mi hombro no se borra. Giro el cuello para verla con mis propios ojos. Tras hacerlo, los cierro de inmediato. Empiezo a contar hasta cincuenta al tiempo que inhalo y exhalo lentamente. «Esto no es verdad. Haberme quedado sin dormir por tantas horas me hace ver cosas que no son reales», me digo.
Abro mis párpados muy despacio, como si estuviera saliendo de un largo trance. Repito en mi interior la misma frase una y otra vez. «No está ahí, es una ilusión». Apenas mis pupilas se enfocan en el reflejo de nuevo, las esperanzas de estar alucinando se marchitan. Niego con la cabeza, mi quijada retiembla. Me clavo las uñas en el hombro con rabia.
—¿¡Quién diablos me hizo esto!? ¿¡Cuándo!? ¿¡Por qué!? —exclamo al tiempo que se me nubla la vista por las lágrimas.
Decenas de pensamientos espantosos desfilan por mi mente. «Alguien se metió al apartamento anoche y me drogó. Eso tuvo que ser, no hay otra forma de explicar que no sintiera nada. Pero ¿cuál fue su motivación? ¿Se coló en mi casa y me sedó solo para hacerme esta horrorosa marca? ¿De qué le serviría? No tiene sentido, suena absurdo. Entonces, ¿acaso será que me drogó para poder abusar de mí a sus anchas? ¡Quiero morirme!» Me estrujo las sienes con los dedos y aprieto fuerte la mandíbula. Estoy al borde de un ataque de ansiedad.
Desvío la vista hacia la parte baja de mi cuerpo. Con manos temblorosas, palpo la zona y me reviso con ayuda del espejo. No siento dolor de ningún tipo. Tampoco veo moretones ni hallo rastros de sangre u otros fluidos. Aun así, mi llanto no cesa, sino que se intensifica. Voy a tener que ir al área de urgencias del hospital de inmediato. No voy a respirar tranquila hasta saber si estoy sana o no.
Pese a que odio la idea, recojo todas las prendas que traías puestas hace unos minutos y vuelvo a colocármelas. Por suerte, si es que acaso se le puede llamar así, no me había aseado al momento de destapar el horror: ¡alguien me hizo cosas sin mi consentimiento! Ni siquiera estaba consciente, lo cual es peor, porque así no pude ver el rostro del criminal. Si hay algún tipo de evidencia de abuso, ya sea en mi cuerpo o en mi ropa, confío en que el personal especializado la encuentre. ¡El culpable debe pagar por la atrocidad que me hizo!
Mientras busco mi teléfono para pedir un taxi, me permito un instante para pensar. Miro a mi alrededor con detenimiento. No hay nada que esté fuera de lugar en la sala. Extrañada, camino hacia mi habitación con rapidez. Tras revisarla, compruebo que también se encuentra intacta. Luego doy un vistazo en la cocina y en los demás recintos. Todas mis cosas están justo en donde las dejé ayer durante la noche. Como último paso a seguir, corro hacia la puerta principal. El cerrojo no muestra señales de forcejeo. Si alguien estuvo aquí, venía exclusivamente por mí y tenía una copia de mis llaves, ¡qué espanto!
En ese momento, mi hombro izquierdo comienza a picarme, lo que me hace pensar de nuevo en la marca roja. Muevo un poco mi blusa para descubrirme la piel. Quiero observarme con mayor atención esta vez. Al mirarme en el espejo de la sala, veo que hay un gran círculo con dos pequeños triángulos dentro. Uno de ellos apunta hacia arriba y el otro hacia abajo. Ambos tienen una línea horizontal atravesándolos cerca del pico superior. Además de eso, hay una enorme equis justo en el centro del círculo. Una especie de aguja pasa por en medio de esta. Cuanto más veo la marca, más confundida me siento.
No tengo idea de qué significa ninguno de los símbolos que me tatuaron, pero eso no evita que sienta pavor. Un mundo de posibilidades, cada una más horrenda que la anterior, hace que me estremezca. ¿Qué tal si el tipo que me drogó pertenece a una secta rara y quiere utilizarme como ofrenda para sus dioses? ¡Me dan ganas de vomitar de solo imaginarlo! El hecho de que alguien pueda haber abusado de mí ya es totalmente aterrador en sí mismo. Pero imaginar que lo haya llevado a cabo como parte de un sádico ritual lo hace aún más espeluznante. ¡Basta! No voy a pensar más en eso hasta que vuelva del hospital. Necesito mantenerme cuerda.
Desbloqueo mi móvil y abro una de las aplicaciones para pedir taxis. En menos de dos minutos, aparecen en pantalla los datos de la conductora que vendrá por mí. Agradezco en silencio a todas las deidades existentes por enviarme a una chica justo hoy. No salgo del apartamento hasta que el vehículo azul se detiene frente a mi edificio. Le envío un mensaje a la mujer para que sepa que ya voy en camino. Una vez que abandono mi edificio, no vuelvo a respirar hasta que me acomodo en el asiento del copiloto y cierro la puerta. A duras penas, me coloco el cinturón de seguridad. El automóvil se pone en marcha poco después.
Pese a que avanzamos a buen ritmo, los segundos pasan a cuentagotas desde mi punto de vista. ¡Quiero llegar ya! No puedo soportar la tortura de no saber qué sucedió conmigo. Sin importar cuán terrible pueda ser la verdad, debo conocerla. Me remuevo en mi asiento como si el respaldar tuviera púas. No encuentro ninguna posición que me parezca cómoda. Agito las piernas sin parar y me muerdo la punta del meñique derecho. Estoy viviendo uno de los días más tristes de mi vida.
—¿Se encuentra bien, joven? —La voz suave de la taxista me saca de la pesadilla por un instante—. Sé que no es de mi incumbencia, pero la noto nerviosa. ¿Desea comer o beber algo? Quizás eso la ayude a calmarse un poco. Todavía tengo algunos bocadillos y agua.
—No, gracias. Prefiero quedarme así —respondo a un volumen apenas audible.
Una molesta flema se cuela a mitad de la frase y me hace sonar desafinada. Me aclaro la garganta e inhalo profundo por la nariz. Suelto el aire por la boca.
—Si necesita hablar con alguien, soy buena escuchando —afirma la chica.
Veo su gesto facial a través del espejo retrovisor y se me hace un nudo en la garganta. Su sonrisa dulce, acompañada de una mirada comprensiva, me tienta a abrirme por completo ante ella. Sin embargo, muevo la cabeza para negarme y aparto la cara hacia la ventana. Me veo forzada a parpadear cientos de veces para no llorar. Nunca me ha resultado fácil hablar acerca de mis problemas con nadie. Aparte de eso, ¿qué voy a decirle? ¿Que pienso que fui drogada por un demente violador y sectario? No tengo pruebas de eso, solo vagas sospechas. Ni siquiera mi propia memoria puede ayudarme. Estoy a la deriva en las aguas de la paranoia.
—Ya llegamos. Sea cual sea el motivo por el que está acá, deseo que todo le salga bien. Cuídese —dice la taxista al tiempo que pone su mano sobre mi hombro.
La amabilidad de sus palabras se evapora en ese instante. Sin poder evitarlo, suelto un grito de dolor en cuanto ella me toca allí. Un intenso calor quema mi piel. Siento como si me estuvieran clavando varios cigarrillos encendidos. Cada centímetro de la marca arde y palpita sin control. Lo abrupto y dramático de mi reacción asusta a la conductora, quien ahora me mira con pavor. No puedo culparla. Haciendo de tripas corazón, me quito el cinturón y salgo del taxi. Murmuro una disculpa, pero no sé si la chica alcanza a escucharla. Echo a andar a toda prisa y no me volteo.
Una vez que entro al hospital, comienzo a deambular por los pasillos sin ton ni son. A pesar de que sé para qué vine, mi cerebro no logra coordinar nada debido al dolor. Elijo salir al jardín para serenarme. En este estado, no voy a tener fuerzas ni para hablar con el personal médico. Cuando por fin llego a la zona verde, me tumbo bocarriba sobre el césped al pie de un árbol.
—Aguanta, Yingyue. Tienes que ser fuerte —me digo casi sollozando.
Cierro los ojos para luego iniciar mis habituales ejercicios de respiración. El ardor en mi hombro sigue ahí, pero ya no es tan intenso como antes. Poco a poco, el caos va saliendo de mi sistema. Despego los párpados de manera lenta. Me recuesto en el tronco y me concentro en las hojas meciéndose con el viento. Es una escena relajante. Gracias a ello, recobro una ínfima parte de la paz que me arrebataron.
Cuando me pongo de pie, algo pequeño y muy ligero cae sobre mi blusa. Miro de reojo y descubro que es una pluma negra. Me dispongo a sacudirla con los dedos, pero apenas mi mano la roza, quedo paralizada. A mi alrededor ya no veo el edificio del hospital, sino un paisaje desconocido. Todo está oscuro hasta donde me alcanza la vista. Es como si hubiera anochecido en cuestión de segundos.
A lo lejos, se escucha un rápido golpeteo sobre el suelo. Suena igual que un caballo a todo galope. Me giro hacia la fuente del sonido, pero no distingo más que una silueta sin forma definida que se desplaza con rapidez. Un destello rojo en su pecho comienza a hacerse más y más brillante hasta que me ciega. Una debilidad repentina me embarga y caigo de rodillas. Tras golpearme contra el piso, vuelvo a ver el centro de salud a plena luz del día. Frunzo el ceño y me quedo boquiabierta.
—¿¡Qué acaba de pasar!? —mascullo en voz baja.
Sin pensarlo, empiezo a frotarme los brazos de forma vigorosa, pues creo que de repente se me bajó la presión. ¡Estoy tiritando! Pero ¿por qué? Hace un minuto estaba bien. ¡No comprendo nada! ¿Estaré enferma? ¿Será que estoy perdiendo la razón? Dadas las circunstancias, no suena tan descabellado pensar que todo este episodio terrorífico pudiera ser un producto de una mente desequilibrada. Suelto un resoplido entrecortado y me levanto otra vez. «¡No, no estoy loca! Tiene que haber una explicación racional y la voy a encontrar». Trago saliva y miro hacia delante. Una urgente consulta médica me espera. Quizás ahí halle algunas respuestas.
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