El observador
Todo lo que veo a mi alrededor perdió su color. Contemplo siluetas grises que van y vienen sin prestar atención a mi lento transitar. Nada de lo que escucho en este pequeño pueblo tiene sentido. Solo llegan a mí fragmentos de palabras inconexas de conversaciones a las que no pertenezco. Camino sin saber hacia dónde me dirijo. No sé qué me sucede. Estoy entumecida por dentro y por fuera. Se supone que debería sentirme dichosa por las buenas noticias que recibí en el hospital.
«No hay señal alguna de que usted haya sido objeto de abuso sexual. Tampoco se encontraron rastros de drogas ni de ningún otro tipo de sustancia peligrosa en su sangre. El tatuaje en su hombro está hecho con tinta vegetal. No se identificaron alergias u otras reacciones adversas a dichas sustancias en su cuerpo. Vamos a llevar a cabo más exámenes en los próximos días. Sin embargo, por el momento, puede estar tranquila con respecto a su integridad física. Según lo observado a través de nuestros exhaustivos estudios, se encuentra en perfecto estado de salud».
Las palabras de la doctora que se reunió conmigo para darme los resultados de las pruebas aún resuenan en mi cabeza. Me parecen huecas. ¿¡Cómo es posible que no hayan encontrado nada!? Bajo ninguna circunstancia me habría hecho un tatuaje, mucho menos uno tan escalofriante como el que ahora tengo. ¿¡De dónde salió!? Es imposible que no me diera cuenta del momento en que me lo estaban haciendo. Algo así tarda varios minutos, quizás hasta horas. La inconsciencia es la única manera en que pudo haber sucedido algo así sin que yo lo supiera. ¿¡Qué rayos me hicieron!? ¿¡Por qué!? ¿¡Quién lo hizo!?
Se me cierra la garganta debido al cúmulo de gritos que contengo. Por un instante dejo de respirar. Hiervo de rabia e impotencia. Debí haberle hecho caso a mi madre. Ella siempre me insistió en que pusiera cámaras de seguridad en mi apartamento. Yo la llamaba exagerada. Juraba que no era necesario hacer tal cosa, que bastaba con tener buenas cerraduras. ¡Ahora más que nunca desearía tener las malditas cámaras! Estas largas horas de martirio sin saber qué pasó cuando me tatuaron no existirían. Tendría pruebas de que alguien invadió mi casa y me hizo daño.
—Esto no se va a quedar así. Voy a encontrar al culpable —susurro mientras coloco mi mano derecha sobre la marca.
Decido detenerme al llegar a una banca metálica. Tiro mi bolso con desgano. Tras sentarme, me deslizo hasta que puedo recostar la cabeza sobre el respaldo. Inhalo hondo y exhalo despacio mirando hacia el cielo nublado. En este lugar siempre parece que va a llover. Desde que llegué aquí, la luz del sol es casi una criatura mitológica para mí. Aun estando en verano, he visto muchas nubes y algo de lluvia. Rio sin ganas. «El clima de aquí es como yo: frío, sombrío y deprimente», pienso.
Mientras los nubarrones desfilan frente a mí, un sonido extraño y repetitivo me saca de mis cavilaciones. Suena idéntico a cuando alguien da varios golpes sobre un vidrio con su dedo. Giro mi cuello hacia el sitio desde donde creo que procede, pero no veo nada fuera de lugar. Frunzo el entrecejo al instante. En esta parte de la calle, ni siquiera hay ventanas, cristales o algo similar cerca de mí. Estoy detrás de dos edificios enormes, sentada justo en medio de ellos. Ninguno tiene aberturas entre sus largas filas de ladrillos. Niego con la cabeza y empiezo a observar a la gente.
Los transeúntes de esta zona lucen muy normales. Personas de distintas edades y atuendos variados caminan de un lado a otro sin prestarme atención. Nada inusual está sucediendo. «Otra vez estoy imaginando cosas... ¡Qué frustrante es! A este paso, voy a terminar internada en un manicomio». Me pongo de pie y froto mis ojos, dispuesta a marcharme a casa. Ya no tiene sentido seguir deambulando.
No doy ni tres pasos cuando vuelvo a escuchar el golpeteo. Esta vez suena mucho más fuerte. Me doy vuelta, sobresaltada. Miro hacia todas partes, incluso el suelo, pero no encuentro nada que pueda asociar con ese ruido. «Ignóralo, solo ignóralo y vete de aquí», me digo. Extiendo los brazos hacia los lados para luego bajarlos de forma enérgica. Con dicho ademán, intento dar a entender que deseo que me dejen en paz. No sé para qué lo hago, o debería decir ¿para quién?
—Voy de mal en peor —murmuro al tiempo que empiezo a caminar muy rápido.
Transcurren muchos minutos sin escuchar el golpeteo de nuevo. Lo que sea que estuviera produciendo ese molesto ruido, parece que ya no está cerca. Eso me hace sentir un poco menos intranquila, así que decido hacer una pausa para recuperar el aliento. Deslizo mi mano por mi frente y quito el sudor con el dorso. Respiro hondo. Mi estúpida mente tiene demasiada creatividad. Eso va a ser mi perdición si no la controlo. Estando más centrada, reanudo mi andar.
A fin de desestresarme, intento poner mi enfoque en lo hermoso de vivir en este pueblo. Dejando de lado el clima, se puede decir que es igual a un cuento de hadas. Adonde quiera que vaya, encuentro casas antiguas que colindan con pequeños castillos, abadías y monumentos. La civilización no ahoga la naturaleza, pues hay jardines, parques y mucha vegetación por doquier. El río que atraviesa la ciudad siempre está rodeado de diversos animales. Hay aves surcando el cielo. Tanto las calles como las viviendas están limpias. Este lugar tiene todo lo que siempre quise. ¿Por qué no puedo disfrutar de estar cumpliendo mis sueños?
—Yingyue...
Alguien desconocido susurra mi nombre a lo lejos. Paro en seco, estupefacta. Tuve que haber escuchado mal. ¡Aquí nadie me conoce! Sin pensarlo, acelero el ritmo de mis zancadas. Pese a que estoy cansada, empiezo a correr sin mirar atrás. Cuando llego a una intersección de calles, me acomodo al lado de un grupo de turistas y los sigo. Saco mi teléfono, les sonrío y hasta saludo a algunos. Finjo que me había quedado rezagada para que no desconfíen de mí. Quizás estando acompañada de toda esta gente haya menos posibilidades de que mi cabeza siga jugándome malas pasadas. No puedo permitir que las alucinaciones gobiernen mi realidad.
Al estar de última en el numeroso grupo, me resulta imposible oír la charla del guía. El ruido ambiental en esta zona es fuerte. Si tuviera un transmisor con auriculares como los demás presentes, podría simular que estoy poniendo atención. No me queda otra opción que comenzar a sacar fotos para disimular. Hasta me hago la sorprendida cuando llegamos a los principales puntos de interés para los visitantes. Si acaso alguien sospecha que no pertenezco a esta excursión, al menos no me lo dice en la cara, lo cual es bueno.
Mientras fotografiamos una escultura de sirenas y leones, se desata un inusual vientecillo helado. Muchos de los viajeros sacan bufandas y otras prendas de lana para combatir el frío. Incluso yo, que estoy más habituada a estas temperaturas, comienzo a sentirme incómoda. Abro mi bolso y saco el famoso abrigo rojo que conseguí hace poco en la tienda de antigüedades. Sonrío como una chiquilla al verlo. ¡Es realmente bonito! En un par de movimientos, me pongo el gabán. Este me arropa con elegancia. Aunque en estos días es raro que haga frío, lo llevo conmigo siempre, en caso de que se presente la oportunidad de usarlo, como hoy.
—Yingyue...
Al escuchar ese llamado, siento como si me hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Se me pone la piel de gallina, el pulso se me dispara y se me seca la boca. Lo que antes era un susurro lejano ahora es una voz masculina clara y fuerte. Me giro despacio para no llamar la atención de los turistas. Doy un recorrido visual y no tardo en descubrir una silueta que capta mi atención al instante.
Hay un hombre recostado contra un árbol que no me quita los ojos de encima. Aunque estoy a varios metros de él, puedo notar que es alto. No sé si es muy pálido o es que el exceso de negro en sus ropas lo hace lucir así. Lo anguloso de su rostro y la inexpresividad de este le da un aire intimidante. Me da la impresión de que ni siquiera parpadea mientras me mira. Está cruzado de brazos y trae puesto un sombrero que tapa su pelo. El tipo grita peligro por cada centímetro de su piel. «No le hagas caso, solo camina», me digo.
Pese a que le doy la espalda y avanzo, percibo el peso de sus ojos oscuros en mi nuca. Es como si me arrojara dagas. La sensación de frío en el ambiente aumenta a medida que me alejo de él. Un par de minutos más tarde, me aventuro a dar un vistazo hacia atrás. Enseguida me arrepiento de ello, pues descubro al hombre caminando. ¡Viene siguiéndome! Sus pasos decididos son cada vez más rápidos. Cuando nuestras miradas se cruzan de nuevo, una leve sonrisa de medio lado se dibuja en su cara.
La saliva de pronto me sabe a podrido. Mis manos se cierran formando un apretado manojo de tensión. Tengo deseos de chillar a todo pulmón, pero me contengo. Inhalo y exhalo hondo, cuento hasta diez, luego me aclaro la garganta. Acto seguido, toco el brazo de la chica que va delante de mí. Cuando se detiene para prestarme atención, una mueca de súplica se adueña de mi rostro.
—Disculpa que te moleste. Tal vez te parezca una tontería, pero ¿podrías, por favor, mirar hacia atrás un momento? —le pido en tono amable.
La muchacha esboza una sonrisa y me hace caso sin poner objeciones. Gira el cuello de un lado a otro y luego me ve a mí. Se encoge de hombros.
—¿Viste algo raro? —le pregunto.
—No. ¿Cómo qué? —Se voltea de nuevo y observa todo con más atención—. Solo veo mucha gente y ya.
Deslizo las manos por mi pelo y dejo salir un largo suspiro. Humedezco mis labios varias veces. La chica se inquieta cuando me inclino para hablarle más de cerca.
—¿No viste a un hombre vestido de negro allí?
—No.
La visitante niega con la cabeza. Con el ceño fruncido, se gira una vez más al mismo tiempo que yo. Para mi sorpresa, el tipo efectivamente no está detrás de nosotras. Ni siquiera hay otras personas que vayan vestidas como él por aquí. Parece que se lo hubiera tragado la tierra de un pronto a otro. Avergonzada por mi conducta paranoica, me apresuro a ofrecer una disculpa.
—Debo haberme confundido. Lo siento mucho.
—Descuida.
Aunque la muchacha me dedica una sonrisa despreocupada, la pena que tengo me impide permanecer a su lado. Empiezo a alejarme de ella con disimulo. Conforme me desplazo, no ceso de dar vistazos rápidos hacia atrás. El tipo de negro no está por ningún lado, pero no sé si eso debería tranquilizarme o asustarme. Llena de dudas, decido encaminarme hacia el local más cercano. En un sitio cerrado será mucho más sencillo pedir ayuda si vuelvo a topármelo.
Pongo las palmas sobre la puerta de vidrio de una librería y la empujo. Cuando estoy a punto de entrar, siento el agarre de unas manos grandes en mis hombros. Tiran de mí hacia atrás con fuerza y no puedo evitar que me arrastren consigo. Un alarido escala por mi garganta por el miedo y el dolor que siento en la zona de la marca. Sin embargo, mi voz es ahogada al instante cuando una de las manos me cubre la boca. Percibo el cosquilleo de una respiración fría rozándome la oreja mientras un dedo me acaricia el cuello.
—Ya deja de huir, Yingyue —asevera un hombre en tono meloso—. Quien inicia el pacto debe cumplirlo.
«¡Es el tipo de negro! ¡Es la misma voz de antes!» Sin darme tiempo a reaccionar, un potente destello explota ante mis pupilas, cegándome por completo. De pronto, siento que caigo en medio de agua helada, lo cual me produce escalofríos. Cargada de pavor, asumo que en breve me asfixiaré. Sin embargo, mis pulmones se cargan de oxígeno en vez de líquido cuando inhalo. No comprendo por qué puedo respirar aquí, pero es un alivio que así sea. Dado que no puedo ver nada, me concentro en apaciguar el ritmo de mi respiración. Muevo los brazos hacia todas partes, pero no palpo nada más que espacio vacío.
No sé cuánto tiempo transcurre mientras estoy flotando en este mar antinatural. Sin previo aviso, recupero la visión de golpe. Parpadeo muchas veces para aclarar la vista. Lo primero que logran captar mis ojos me descoloca. La ciudad que conozco no es lo que aparece ante mí, sino un escenario de pesadilla. Estoy de pie en medio de un lienzo dantesco. Hay enormes pilas de huesos mezclados con espinas y cosas podridas que lucen como restos exhumados. No hay luna ni estrellas en el cielo oscuro. Una tenue neblina envuelve el entorno, desdibujando el horizonte gris.
Mi cabeza comienza a dar vueltas, mis piernas se aflojan y siento que me falta el oxígeno. Estoy mareada, a punto de caer desmayada. En ese momento, las manos de mi captor surgen de la nada para sujetar mis brazos, lo cual evita que me desplome. El vértigo se transforma en temor mezclado con repulsión al saberme retenida por un extraño en contra de mi voluntad. Mi espalda está completamente pegada a su pecho que sube y baja despacio. Su aliento glacial me hiela la nuca. Poco después, él inclina su cabeza sobre la mía. Al ser mucho más alto que yo, su larga cabellera roja me cubre la cara como una cortina.
—Bienvenida —susurra él al tiempo que me besa en mitad de la frente—. Déjalo todo en mis manos.
De pronto, siento una imperiosa necesidad de cerrar los ojos. «¡No! ¡Tengo que aguantar!» Aunque me resisto con cada fibra de mi ser, el peso de mis párpados es abrumador. La piel de mi hombro arde de nuevo y me arranca un chillido. Tras gritar, se me van las fuerzas como a una vela a punto de apagarse. La poca energía que tengo es insuficiente para mantenerme despierta. El agotamiento termina por doblegar mi espíritu y sucumbo a la orden del hombre desconocido. Sin desearlo, me hundo en un abismo de negrura e inconsciencia en cuestión de segundos.
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