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El gabán rojo

—Tu línea de la vida se verá truncada por una gran oscuridad —dice la gitana con voz enigmática.

«¿¡Qué!?» Un escalofrío me recorre la espalda como agua helada. Trago saliva espesa con dificultad. Parpadeo mil veces, estupefacta. Aparto mi brazo derecho con rapidez y niego con la cabeza. La adivina arquea una ceja y aprieta los labios, pero no me dice nada. Debe estar molesta porque la interrumpí en medio de su interpretación de mi futuro. Pero es que yo en ningún momento le pedí que me leyera la mano. Acepté que lo hiciera a regañadientes porque insistió demasiado.

Mi eterno temor a ser grosera a menudo me lleva por caminos que detesto. Durante mi niñez, mi madre siempre me repetía que ser amable es uno de los valores más importantes en la vida. A veces no estoy muy convencida de que sea así. Ya perdí la cuenta de las cosas horribles que he aguantado por mantener una sonrisa, guardándome lo que pienso en realidad. Hay gente que no merece recibir ningún tipo de gentileza. Yo tengo que tratar bien a todo el mundo, pero ¿qué hay de mí?

Resoplo con gran frustración, doy media vuelta y empiezo a caminar sin mirar atrás. Quiero perderme entre la multitud del Barrio de las Artes. Me urge olvidarme de la sentencia y de la aterradora mirada de esa extraña mujer. Aunque no creo en nada relacionado con la quiromancia, algo en esa desconocida me puso los pelos de punta. Desde que la escuché hablar, la ansiedad se rehúsa a salir de mi pecho. Necesito recuperar la calma cuanto antes.

—Tranquila, Yingyue, todo estará bien —susurro para mí misma.

Tras inhalar y exhalar despacio varias veces, me dirijo hacia una de las tantas tiendas de antigüedades que hay en esta pintoresca ciudadela. Rebuscar entre los anaqueles, las repisas y las paredes de dichos locales se me hace relajante. Además, necesito adornos para decorar mi nuevo apartamento. Tuve que dejar muchas de mis pertenencias atrás cuando me mudé porque no tenía dinero para pagar el transporte internacional. También puede ser que tenga suerte hoy y encuentre algún regalo para el venidero cumpleaños de mamá.

—Una linda porcelana francesa siempre arregla un mal día —afirmo en voz baja.

Limpio el sudor de mis palmas en la tela azul de mis jeans y empujo la puerta del negocio. El característico olor a añejo inunda mis fosas nasales. No sabría decir con certeza de qué se compone este particular aroma, pero podría reconocerlo en cualquier parte. Decenas de historias ocultas entre estatuillas, platones, muebles, cuadros y libros esperan por mí. Me pican los dedos por el fuerte deseo de hurgar entre los retazos de un pasado remoto. Conocer momentos de la historia que fueron inmortalizados gracias a las piezas artísticas es mi pasión.

Mis ojos recorren las estanterías con suma atención. Intento decidir por dónde empezar a buscar, ya que hay una enorme cantidad de objetos apiñados en todos los rincones. El amplio abanico de colores, tamaños y formas de pronto me abruma. Hay espejos, mesitas y lámparas en cada esquina. Pequeñas cabezas de cerámica se superponen en una caótica multitud sobre los estantes. No sé quién, en su sano juicio, colocaría objetos a la venta de esta manera. ¡Es un terrible desorden!

Cierro los ojos y me masajeo las sienes con los dedos. Intento restarle importancia a la nula capacidad de organización del dueño de esta tienda, pero no lo consigo. Nunca he podido soportar los lugares desordenados. Siento que no hay espacio ni para pensar entre tantos artículos desparramados sin ton ni son. Respiro profundo con la esperanza de reducir el estrés que siento. Sin embargo, consigo exactamente lo opuesto, ya que empiezo a estornudar como posesa al tragar el polvo que flota en el aire. Al dependiente se le ocurrió la brillante idea de sacudir una alfombra justo en frente de mí. ¡No lo puedo creer!

—Oiga, usted...

Trato de emitir un reclamo, pero una nueva seguidilla de estornudos me detiene. Mientras me froto la nariz y me limpio las lágrimas, el hombre levanta la cabeza y me observa. Si bien su rostro pálido no tiene nada que lo haga fuera de lo común, detecto un insólito brillo en sus ojos claros. Cuando me sonríe, lejos de parecerme cordial, causa en mí la sensación de estar frente a un psicópata igual a los de las películas. Sacudo la cabeza e intento devolverle el gesto. «No puedes pensar mal de todo el mundo solo porque tu imaginación está plagada de tonterías», me digo. Pese al esfuerzo, la alegría de mi mueca es más falsa que un billete de mil dólares.

—¡Discúlpeme, por favor, señorita! Estaba concentrado limpiando la mercadería nueva y no la escuché entrar. No fue mi intención arrojar polvo en su cara. —Frunce el ceño y junta las manos, como si me estuviera suplicando—. Permítame traerle unos pañuelos desechables para que pueda limpiarse, ¿está bien?

—De acuerdo —respondo con voz gangosa, ya que estoy moqueando.

El señor empieza a caminar a paso rápido hacia la trastienda. Intento no pensar en mi malestar mientras lo espero, pero es una misión imposible. Me arden los ojos y el escozor en mi nariz me obliga a rascármela incontables veces. Cuando por fin me detengo, me asalta un mar de dudas. «De tanto sacudirme la nariz sin mirarme, ya debo haber esparcido restos de mocos por mis mejillas, ¡qué genial!» Me dirijo hacia uno de los espejos más cercanos para revisarme el rostro. Suspiro de alivio al confirmar que mis temores eran infundados. Parece que lloré mucho, mis ojos lucen diminutos, pero no hay secreciones indeseadas que me hagan ver asquerosa.

Cuando dejo de concentrarme en mi cara, un punto rojo que se refleja en el vidrio llama mi atención. Me giro para ubicar el sitio exacto en donde se encuentra. Pronto noto que se trata de un enorme perchero repleto de abrigos y gabardinas. Aunque hay telas estampadas y lisas de muchas tonalidades, mis pupilas no se apartan del gabán carmesí. No tenía pensado comprarme ropa hoy, mucho menos si son prendas para el invierno, pues estamos en pleno verano. No obstante, ese abrigo tan bello me está llamando a gritos. Tengo que probármelo al menos.

En el momento justo en que mis manos tocan la tela, la suavidad de esta me provoca una sonrisa genuina. Remuevo la prenda de la percha que la sostiene para revisarla a fondo. Luce impecable, como si jamás hubiera sido usada. Los botones negros a juego con los vivos delgados en el cuello le dan un aspecto extraordinario. A mi parecer, es un abrigo digno de una princesa. Sin dudarlo ni un segundo más, meto los brazos en las mangas y cierro los botones. Camino de vuelta al espejo en el que me miré antes para dar mi veredicto sobre el ajuste del atuendo en mi silueta.

—¡Oh, por Dios! —exclamo, boquiabierta—. ¡Me queda perfecto!

Giro hacia los lados, me examino por delante y por detrás. No hay ningún elemento de este abrigo que luzca mal, ¡todo en él es una exquisita obra de arte! La hechura resalta las curvas de mi cuerpo como pocas prendas lo han logrado. El intenso color de la tela, junto a la blancura de mi piel y lo oscuro de mi pelo, crean una armoniosa mezcla. Siento que soy una integrante de la realeza china de antaño. ¡No me iré de aquí sin él! El momento mágico entre la prenda y yo de repente se rompe con una tos falsa del vendedor. Sin más remedio, me volteo para verlo a la cara.

—Perdone usted si le parece atrevido de mi parte, señorita, pero debo decirle que ese abrigo le sienta de maravilla. Parece que lo fabricaron a su medida. —El hombre asiente con un movimiento de cabeza—. Sería una pena si no se lo lleva.

—Sí quiero llevármelo, ¡me encanta! —Me muerdo el labio inferior y desvío la vista hacia el suelo—. El problema es que aún no me han pagado el sueldo del mes. ¿Ofrecen sistema de apartados en esta tienda?

—Oh sí, lo ofrecemos, pero ¿para qué esperar si es posible llevárselo de una vez? Le puedo dar un descuento considerable si lo paga en efectivo.

—¿¡Me habla en serio!? ¡Me interesa! ¿A cuánto dinero se refiere, señor?

—¿Qué le parece la módica suma de veinticinco dólares?

—¿¡De verdad me lo dice!? ¡No puedo creer que sea así de barato!

—Siempre hay excepciones. Existen algunas prendas que no están hechas para cualquier persona, sino para quien mejor las luzca. Me sentiría muy mal si ese abrigo no se fuera junto con usted.

Tras decirme eso, los ojos y la sonrisa del hombre adquieren otra vez el destello raro de hace unos minutos. En sus iris hay una pequeña línea plateada que se mueve. Casi podría jurar que sus dientes no son de tamaño normal... No, ya estoy imaginándome estupideces otra vez. Eso me pasa por andar leyendo tantas novelas paranormales y de terror como si no hubiera otras temáticas en la literatura.

No obstante, apenas el vendedor se acerca para darme los pañuelos desechables, las anomalías que según yo fueron imaginarias siguen ahí. Su presencia me intimida más que nunca. Siento ganas de salir huyendo, pero me obligo a aceptar su acto de cortesía sin chistar. Al tomar los pañuelos, los dedos de él reposan sobre los míos por un instante. Esos fugaces segundos bastan para que mi alma grite. ¡Mi mano duele! La piel del hombre es tan fría que me causa un estremecimiento instintivo. Carraspeo y doblo mi brazo de forma veloz. Acto seguido, me sueno la nariz con disimulo y guardo el papel sucio en mi cartera. ¿¡Qué acaba de pasar!?

Pese a que flexiono los dedos varias veces, la frialdad en el tacto del dependiente no me abandona. Una mueca de asco me traiciona de repente, pero la borro en un parpadeo. Me resulta bastante complicado ocultar que este sujeto me desagrada. Aun así, logro controlar mi mal comportamiento. La oferta que acaba de hacerme es demasiado buena para dejarla ir. Meto la incomodidad en una esquina apartada del subconsciente y pongo mi mejor cara de simpática.

—¡Acepto la oferta! Solo deme un segundo para buscar mi billetera.

—Tómese el tiempo que necesite. No hay prisa alguna, señorita. —Me mira de arriba abajo mientras su sonrisa de maníaco crece—. ¿Desea llevarse la prenda puesta, o prefiere que se la envuelva en una bolsa?

—Mejor me la llevo puesta.

Agacho la cabeza y me concentro en el interior de mi cartera. No quiero estar bajo el escrutinio de esos ojos ni un minuto más de lo necesario. En cuanto palpo mi billetera, la saco a toda velocidad. Mis manos tiemblan mientras reviso los billetes para darle la cantidad exacta. Esperar por el cambio me haría pasar por la tortura de estar más tiempo cerca de este hombre. Cuando encuentro dos billetes de diez y uno de cinco, se los entrego de forma tal que él no pueda volver a tocarme.

—Muchas gracias. Linda tarde —balbuceo, alterada.

—Igualmente. Esperamos que vuelva muy pronto, señorita —responde él en tono meloso.

Tras cruzar el umbral de la puerta de la tienda, libero un largo suspiro. Me doy un abrazo y echo a andar dando zancadas. El deje sombrío de la voz del hombre al pronunciar la despedida hace eco en mi mente, provocándome un nuevo espasmo. Regresar a este lugar sería lo último que haría. «Conseguiste un abrigo increíble por un precio ridículamente bajo», me repito en bucle para así calmar mis nervios. Cuando reciba cumplidos por el gabán, de seguro se me olvidará este mal trago.

El trayecto de regreso a casa transcurre en cámara lenta. Mis piernas se mueven con torpeza y mi corazón late desesperado. No dejo de sentirme observada hasta que cierro la puerta del apartamento detrás de mí. Después de poner todos los cerrojos, exhalo con pesadez mientras enciendo las luces y pongo la radio. Algo de música me hará bien para apaciguar la tormenta mental que me agobia.

Escuchando una famosa melodía de Bach, me dejo caer en el sofá de la sala. Cierro los ojos un rato y me concentro en el sonido. Poco a poco, la tensión y la paranoia abandonan mi cuerpo. Cuando mi respiración por fin se ralentiza, me percato de que tengo mucho calor, pues todavía traigo puesto el abrigo. Me lo saco con cuidado y lo pongo sobre mi regazo. Sonrío al verlo, ¡es una hermosura!

—¿Habrá algo en ti que me hable acerca de tu dueño anterior? —murmuro ante la prenda, como si esta pudiera contestarme.

Extiendo la tela para revisar el forro, ya que no tuve tiempo de hacerlo en la tienda. El tejido negro y aterciopelado acaricia las yemas de mis dedos. No hay marca alguna de desgaste. Tampoco tiene agujeros ni mal olor. En verdad parece nuevo. Mientras reviso el interior de los bolsillos, descubro un trozo de lino rojo doblado semejante a un sobre sellado. Uno de sus extremos está cosido al forro. Del otro lado, hay un broche dorado en forma de rosa. Intrigada, lo abro de inmediato. Cuando extiendo el tejido, encuentro un mensaje bordado en letras cursivas del mismo tono del broche.

—Tu alma será saciada con mi ceniciento corazón que de rojo se tiñe cuando del tuyo se nutre —leo en voz baja.

De forma involuntaria, tirito de pies a cabeza tras pronunciar la frase. Aunque no las comprendo, dichas palabras resuenan en mi mente como el eco de una melodía oscura. Estoy segura de que nunca antes las había escuchado, pero mi interior vibra como si pudiera reconocerlas. Hay algo en ellas que me resulta inexplicablemente familiar, pero ¿qué? Ni yo misma sé identificar lo que siento. Volteo el trozo de lino varias veces con la esperanza de hallar un remitente. Para mi mala fortuna, no hallo ningún nombre debajo del texto. No aparece nada que me haga saber quién escribió este críptico mensaje.

«¿Qué significa lo que leí? ¿Será parte de un poema, de una novela o quizá de alguna canción?» Mis pensamientos revolotean cual nube de mariposas traviesas en busca de néctar. Un inusual instinto inquisitivo se adueña de mí. Tengo hambre de conocimiento. Esta noche la voy a pasar en vela si es necesario, acabo de decidirlo. No me iré a la cama hasta que descubra qué es lo que se esconde detrás del pasaje bordado en mi abrigo. ¡Necesito saberlo ya!

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