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El cuervo

En cuanto entro a la librería, mis piernas flaquean. Me veo forzada a sentarme en el suelo. Me cuesta un poco respirar. Me arden los músculos de las extremidades y estoy temblando. Es como si hubiera hecho ejercicios de alto impacto durante largo tiempo. «¿De verdad corrí y escalé una montaña de huesos? ¡No, eso es imposible! Algo así solo pudo ser un sueño o una visión», me digo, pero sé que es mentira. El dolor que siento en todo mi cuerpo no tiene nada de imaginario. Estoy agotada.

—Señorita, ¿se encuentra bien?

Las palabras del encargado del local acallan la lucha de mis pensamientos. Levanto la cabeza para mirarlo a los ojos. Tiene una expresión amable en el rostro y me está brindando su entera atención. Parece estar genuinamente interesado en mi salud.

—Se me bajo la presión, pero no es nada grave.

El ruido que hago al hablar se parece más a un gruñido que a la voz de una mujer. Sueno muy ronca, estoy casi afónica. Pongo la mano izquierda sobre mi cuello e intento masajearme. No obstante, la piel de mi palma está tan áspera que por poco me arranco el pellejo. Aparto el brazo de forma brusca, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Mi interlocutor me observa con extrañeza. En sus ojos hay tintes de preocupación, pero también de cierto recelo. No lo puedo culpar por ello. Yo también estaría un tanto a la defensiva si se invirtieran nuestros papeles.

—¿Me ayudaría a levantarme, por favor?

Mi voz se escucha aún más desafinada que antes. Sé por qué me está ocurriendo eso, pero me rehúso a admitirlo. No quiero ni pensar en el asunto. Eso solo haría más real la pesadilla y no estoy lista para enfrentarme a nada relacionado con ello.

—Por supuesto, permítame.

El hombre extiende ambos brazos hacia mí para que sujete sus manos. Libero un largo suspiro justo antes de hacerlo. Cuando intento ponerme de pie, mis tobillos no colaboran. Se tambalean hacia los lados, desequilibrándome. Siento una llamarada en las rodillas cuando el peso de mi cuerpo recae sobre ellas. Trato de dar algunos pasos, pero el mareo me ataca. Parezco un cervatillo recién nacido. Estoy hecha polvo. Aunque quiera soltar al librero, no estoy en condiciones de hacerlo.

—Debería sentarse a descansar un rato. Podría caer y hacerse daño si se esfuerza demasiado. —No opongo resistencia cuando el hombre me guía hacia una butaca cercana y me hace sentarme allí—. Si necesita algo, solo avíseme.

Asiento con la cabeza y a duras penas sonrío. En cuanto él se da la vuelta para irse, mi cara se llena de arrugas. El malestar que tengo en el pecho me produce náuseas. Acaricio mis sienes con los dedos, cierro los ojos e intento enfocarme en respirar despacio. «No pasó nada, lo imaginé todo de nuevo. El estrés y el cansancio me ponen así», susurro para mis adentros. Poco a poco, las ganas de vomitar pierden intensidad. El ardor de mis músculos es mucho menor. Casi logro convencerme de que tengo razón. No obstante, cuando abro mis ojos otra vez, la realidad me da un puñetazo certero. En mi índice derecho veo un agujero con sangre seca.

«¡No!» Un retortijón inesperado me hace doblarme sobre mí misma. Aprieto la mandíbula y me abrazo con fuerza. Mi saliva de pronto sabe a bilis. Lágrimas amenazan con salir, pero las obligo a quedarse conmigo parpadeando sin parar. Cuando el dolor pasa, intento volver a una posición un poco más normal. Al levantar la cabeza, noto que varias personas no están ojeando libros, sino a mí. Algunos lo disimulan, pero otros son bastante descarados. Arqueo una ceja y, con cara de pocos amigos, paseo mi vista por los mirones hasta que los fuerzo a dejar de verme.

Dejo pasar unos minutos sin hacer nada más que estar sentada. Antes de intentar levantarme, necesito asegurarme de que ya no soy el centro de atención. No quiero que ninguno de los presentes esté pendiente de mis movimientos. Tampoco deseo responder a preguntas incómodas, de esas que son hechas por puro morbo y no por un sincero interés de ayudarme. Detesto a la gente entrometida.

Inhalo hondo antes de ponerme de pie. Al darme cuenta de que lo he logrado sin marearme, sonrío. Aunque todavía siento que mis músculos están magullados, trato de dar algunos pasos. Para mi buena suerte, ya no tambaleo, sino que lo consigo sin problemas. De inmediato pienso en abandonar la librería, pero la angustia me ahoga como un tsunami y desecho la idea en segundos. ¿Adónde voy a ir ahora? ¿A mi apartamento? En definitiva, no estoy preparada para hacerlo. Pasar la noche allí a solas no es una opción. Después de lo que acabo de experimentar, me aterra imaginar que algo similar vuelva a ocurrir.

Mientras pienso en dónde voy a quedarme más tarde, decido deambular por las estanterías. Echarles un vistazo a estos libros tal vez me ayude a distraerme. Inicio mi recorrido por el pasillo de las novelas fantásticas y paranormales. Me doy una felicitación mental cuando me doy cuenta de que conozco muchas de estas obras. Algunas ya las he leído, otras están en mi lista de lectura para los próximos meses. Cuando no reconozco un determinado título, tomo el libro y ojeo la sinopsis. Pese a que no presto verdadera atención a lo que leo, este sencillo ejercicio me devuelve una minúscula dosis de tranquilidad.

—¿Supiste lo que ocurrió en la tienda de antigüedades Bleeding Heart?

—No, no me he enterado de nada. ¿De qué hablas?

A un par de metros de mí, dos muchachas están conversando en voz baja. Sé muy bien que no debería escuchar su conversación, pues es justo lo que odiaría que alguien me hiciera. Estoy siendo la clase de persona entrometida que hace apenas un rato me provocó tanto fastidio. Sin embargo, no consigo evitar curiosear. Aguzo mi oído y me concentro por completo en sus voces. La mención de esa tienda en particular despertó todos mis sentidos de golpe.

—Encontraron el cadáver de una chica en la trastienda. Al parecer fue asesinada.

—¿¡En serio!? ¡Qué horror!

La chica se cubre la boca con ambas manos y baja la vista. La otra suelta un resoplido lento antes de continuar hablando.

—Sí, es algo terrible. La cantidad de feminicidios por acá se ha vuelto alarmante.

—¿Cómo murió? ¿Qué le hicieron?

—Aún no lo sé, la investigación acaba de comenzar. Pero no me sorprendería si el dueño de ese lugar resultara ser el culpable de haberla matado. Nunca me ha dado buena espina.

—¡Oye! ¡Eso que dices es grave! ¿Por qué lo crees?

—La mirada de ese tipo da miedo. Es una mezcla entre pervertido, psicópata y excéntrico. En realidad, es difícil de describirlo con palabras. Solo sé que sus ojos me dan escalofríos. Tienen un brillo raro. Una sola vez entré en esa tienda y no volví más. Cuando alguien me da malas vibras, me alejo.

—¡Uy! Menos mal que nunca se me ocurrió ir a comprar ahí.

En ese momento, la chica que inició el diálogo toma un par de libros y se encamina hacia la caja registradora. La otra la sigue de inmediato, así que la conversación se detiene. Tras haberlas escuchado, creo que mi corazón también lo hace durante un segundo. Mis manos tiemblan y se me seca mucho la lengua. Ese hombre del que la muchacha hablaba me produjo las mismas sensaciones que a ella. No creo que eso sea una simple coincidencia, tiene que haber algo malo con ese tipo. ¿Será posible que sea él quien está detrás de todo lo extraño que me ocurre?

Me muerdo los labios y reprimo el deseo de ir corriendo tras la chica. Perseguir a una desconocida ya sería bastante malo en sí mismo. Pedirle información después de oír su conversación privada lo empeoraría todo. No puedo portarme como una acosadora, así que me limito a verla marcharse del local. Su cara luce relajada, mientras que la mía es una oda a la zozobra. Necesito encontrar respuestas o voy a terminar perdiendo la razón. La tienda de antigüedades fue el génesis de mis pesadillas. Por lo tanto, es probable que sea allí en donde halle al menos una pista.

Con un objetivo definido en mente, me dirijo hacia la puerta. En cuanto salgo, la temperatura del exterior me pone la piel de gallina. La calefacción del local me había hecho olvidar que afuera corre un vientecillo frío. Cuando me percato de que mi abrigo está abierto, se me revuelve el estómago. Casi me echo a llorar de puro miedo y frustración. ¡Lo llevaba cerrado, estoy segura! En ese instante, vuelvo a sentir los dedos del hombre pelirrojo desabotonándolo despacio. Un quejido de angustia brota desde lo más hondo de mi garganta.

Cada vez más pruebas de lo obvio se manifiestan frente a mis narices. No importa cuánto me niegue a creer en su verosimilitud. Todo cuanto vi y sentí en ese extraño sitio de alguna manera sucedió. Pero ¿cómo? No hay explicación racional alguna. Desafortunadamente, el hecho de que sea incapaz de darle sentido no lo hace menos real. El tatuaje, el mensaje bordado, el pinchazo en mi dedo, el dolor en mis músculos, mis palmas rasposas, mi disfonía, mi abrigo abierto... Cada uno de esos detalles apuntan hacia mis visiones, ¿o debería empezar a llamarles recuerdos?

Abotono mi gabán con absoluta torpeza mientras camino a zancadas por la ciudad. Mis entrañas se están retorciendo de ansiedad. Sé que debo ir hacia la tienda de antigüedades lo más pronto posible. Tal vez ni siquiera pueda entrar, pero necesito estar cerca de ese lugar. Tiene que haber alguna pista ahí, por ínfima que sea. Creo que el relato de la chica en la librería fue la primera señal de que estoy en lo correcto. Mi corazón late a toda velocidad debido a la gran expectación.

Personas y edificios se convierten en una mancha borrosa a mi alrededor. Solo puedo mirar el movimiento de mis propios pies apresurados. La distancia que debo recorrer no es larga, pero se me hace como una maratón debido a la impaciencia. Después de cruzar calles y doblar en muchas esquinas, el local al que anhelo llegar aparece delante de mí. Un escalofrío se pasea por mi cuerpo entero al contemplarlo. ¿Cómo es posible que no me percatara antes de su inquietante apariencia?

Las paredes grises y desgastadas le dan un aura deprimente al local. Sin embargo, es la forma de los elementos lo que genera incomodidad. Las ventanas parecen ojos molestos y la puerta es como una boca un tanto deforme. Las figuras dibujadas en la madera se asemejan a dientes sucios. Quien haya diseñado eso no tenía intenciones de que atrajera al grueso del público. Solo gente rarita como yo, a la que le atraen las cosas siniestras, se acercaría a un lugar así.

Si la extraña fachada no disuade a muchos de entrar, las cintas amarillas de rayas negras se encargarán de ello. El texto que exhiben es siempre una mala señal: «No pase. Escena del crimen. Precaución». Al mirar esos mensajes, siento un nudo en la garganta. Froto las manos a lo largo de mis brazos para aminorar el frío. Ojalá hubiera visto esas palabras antes de ingresar aquí. Debí haberle hecho caso a mi instinto en ese momento. ¿Por qué no me fui? Ni yo misma lo comprendo.

Muchos transeúntes cuchichean al pasar, pero solo unos cuantos se detienen. Algunos intentan tomar fotos y hacer vídeos del lugar. Sin embargo, la policía no se los permite. Varios oficiales repiten vez tras vez que se alejen. Manteniendo una distancia prudencial, me pongo de puntillas, ya que hay gente alta frente a mí. Me muevo de un lado a otro, incluso doy saltitos, pero no consigo distinguir nada útil. Resoplando con fastidio, retrocedo unos cuantos pasos. Reclinada en una farola, agacho la cabeza. Me froto la cara con ambas manos.

«¿Qué pensaste que ibas a encontrar aquí, Yingyue? ¿Creíste que eras especial como Sherlock Holmes o Auguste Dupin?» Me cruzo de brazos y aprieto los labios. Controlar las ganas de lanzar insultos mientras pateo objetos me cuesta cada vez más. Mi madre diría que esas son señales claras de inmadurez, que solo los niños hacen berrinches cuando no logran lo que esperaban. ¡No es justo! Los momentos de mierda en la vida nunca se acaban. ¿Por qué siempre tengo que reprimir las emociones que me producen? ¡Quiero vociferar y ser violenta al menos hoy!

Mis reflexiones se rompen de pronto. Dos puntos de luz me dan de lleno en la cara. Son bastante pequeños, pero parpadean, lo cual me obliga a mirarlos. La titilación proviene de una de las ventanas en la tienda. Parecen los ojos de un conejo blanco, pero en su versión diabólica. El hecho de que sean rojos y brillen me pone alerta enseguida. Todas las cosas raras que me han pasado últimamente tienen que ver con ese color. ¿Podría ser posible que se deba al abrigo que compré? Mis párpados se abren al máximo, la respiración se me entrecorta y el corazón está por romperme el pecho. ¿¡Por qué no lo pensé antes!? ¡Tiene que ser eso!

Con movimientos frenéticos, empiezo a desabotonar la prenda a toda prisa. Si no fuera porque estoy rodeada de gente, los arrancaría sin pensarlo, como una salvaje. Cuando llego final de la hilera, me saco el abrigo y lo arrojo al suelo de inmediato. El desagradable frío que siento tras quitármelo me hace tiritar, pero no me importa. No pienso volver a ponerme ese gabán nunca más. ¡Está maldito!

Dándole la espalda al lugar, comienzo a caminar. No he avanzado ni diez metros cuando siento unos dedos sobre mí. Un grito amenaza con escapárseme, pues el recuerdo del tipo de negro aún está muy fresco en mi memoria. Sin embargo, me contengo. No quiero llamar la atención de la policía sin tener un motivo de peso. Con el estómago revuelto, me volteo a mirar a quien me detuvo.

Una muchacha pálida sujeta mi brazo con la mano derecha. El gabán del que recién me deshice reposa en su izquierda. Al ver su rostro en detalle, la quijada me tiembla y mi temperatura corporal se desestabiliza. Siento que el piso bajo mis pies empieza a mecerse. El aire ya no me alcanza, estoy a punto de llorar. Los ojos carmesíes de Esmeray me observan fijamente. Su cara rígida se asemeja a la de un maniquí.

—Este abrigo es tuyo, ¿cierto? —pregunta ella, al tiempo que su agarre sobre mí se vuelve más firme, casi doloroso—. Póntelo, está haciendo mucho frío.

Intento zafarme de un tirón, pero es imposible. Sus dedos se entierran en mi piel, lastimándome. Me retuerzo sin cesar e intento empujarla. Nada de lo que hago la afecta. Sigue inmóvil, cual si fuera una estatua de piedra. El pánico se aloja en mis ojos llorosos y en mi boca pastosa. Sabiéndome derrotada, recurro a suplicar.

—Por favor, déjame ir —susurro y me inclino un poco—. Puedes quedarte con el abrigo si así lo deseas. Te lo regalo.

Mis palabras se unen al viento y desaparecen sin dejar rastro. Su rostro se mantiene igual de inexpresivo que antes. La presión de su mano se va haciendo más potente por cada segundo que nos miramos en silencio. Ya debo tener varios moretones. Antes de que las cosas empeoren, giro el cuello hacia la tienda y grito a todo pulmón.

—¡Auxilio, policía!

Mi ruidosa solicitud capta la atención de la gente de inmediato. Muchos pares de ojos se enfocan en mí. Sus ceños se fruncen y percibo extrañeza en las facciones de la mayoría. Cuando regreso la vista al frente, quedo boquiabierta. Ni siquiera puedo parpadear. ¡Mi brazo izquierdo está atado a la farola con las mangas del abrigo! ¿¡Cómo y en qué momento ocurrió!? Por si eso fuera poco, Esmeray no se ve por ningún lado. Tampoco hay alguien que se le parezca cerca de aquí.

—Disculpen —digo con timidez—. Fue un malentendido.

Sin tiempo que perder, suelto el nudo que me ata al gabán y me echo a correr. Pese a que escucho varias voces llamándome, continúo avanzando sin parar. Ya no sé en quién puedo confiar. Ni siquiera me fío de mis sentidos. Todo cuanto me rodea es confuso y peligroso. En silencio, elevo una plegaria a las decenas de deidades que conozco. Les suplico que me ayuden a terminar pronto con esta pesadilla. Quizás las cosas mejoren ahora que ya no tengo el abrigo rojo conmigo.

Cuando siento que ya no puedo más, me permito hacer una pausa. Estoy en una plaza repleta de palomas. Mi respiración agitada me fuerza a respirar por la boca. Miro hacia todas partes a fin de saber si alguien estuvo siguiéndome. A juzgar por la tranquilidad de la gente que veo, nadie parece prestarme atención. En otras circunstancias, estaría aliviada por ello, pero no es así hoy. Me urge un abrazo, una palabra de aliento o al menos una sonrisa honesta. ¡No quiero seguir luchando sola!

En ese instante, un ruido familiar se escucha cerca de mí. Me doy vuelta hacia la izquierda y noto que proviene de un árbol. Suena como un dedo golpeando un vidrio, pero pronto descubro que se trata de un cuervo. El ave está picoteando algo. Lo desconcertante es que no hay nada más que aire frente a él. Cuando percibe que lo estoy mirando, el animal bate sus alas y se marcha. Deja una lluvia de plumas negras tras de sí, las cuales viajan hacia mi cara con la brisa. Apenas me tocan, el mundo a mi alrededor se transforma una vez más.


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