Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Carta de Desesperanza



Soy una minoría, pero nadie me ve, tal vez porque no estoy de moda, o porque luchar por mí es perder el tiempo. Pero ¿quién dictamina que está bien o que está mal? O ¿qué batallas se deben luchar? ¿Cuáles merecen la pena y cuáles deben ser desechadas como basura, acompañadas de burla?

Yo hago parte de esa minoría de la que todos conocen, saben, pero solo es un chiste, un cuento mal contado. Soy un bufón, un payaso sin nombre. Hago parte de una sociedad que se jacta de luchar por las minorías, pero a la que pertenezco la minimizan, la esconden, la desechan.

Nací en un pueblo pequeño donde todos se conocen, donde todos saben la vida del otro y donde, para bien o para mal, somos una gran familia. Soy el menor de cuatro hermanos y el único hombre. Mi padre falleció cuando era aún muy niño y fue mi madre quien, con su amor y su arduo trabajo, nos sacó adelante a mis hermanas y a mí.

Estoy casado con la mejor mujer que la vida me pudo dar; no la estaba buscando, pero llegó para hacernos felices, para formar una familia. Me regaló una hija, que, aunque no es parte de mí, sería capaz de poner el mundo de cabeza por ella.

Tal vez no tenga estudios, y no porque no tuviera la oportunidad, si no, porque prefería salir con los colegas y pasarlo bien en vez de hacer lo que se debía. Reconozco que le di dolores de cabeza a mi madre, pero ¿qué chaval adolescente no lo hace?

Por circunstancias de la vida, uno de mis riñones dejó de funcionar cuando apenas estaba entrando a mis veintes. Después de muchos estudios, médicos, idas y venidas, recibí un riñón nuevo, y el Estado me pensionó. Nunca he trabajado, pero no porque no quisiera, es porque no debía, pero ganas no me han faltado. Desde muy joven he amado a los animales y me habría encantado trabajar en algo en torno a ellos.

Una forma de invertir el dinero que el Estado me daba cada mes fue comprar un piso, algo que estuviera a mi nombre y que me diera la seguridad de un techo sobre mi cabeza. Lo alquilé durante mucho tiempo, porque irme del lado de mi madre no era una opción, o al menos, no lo era hasta que llegó mi María a mi vida. Entonces, decidí que ahora quería formar mi hogar con ella y la niña, pero no quería dejar sola a mi madre, así que vivimos en el mismo pueblo, mientras mi piso me daba la renta de un alquiler mensual.

Hace diez años optamos por regresar a mi piso. Si ya teníamos algo propio, ¿para qué pagar alquiler? Fue así que ocupamos nuestro nuevo hogar, con la suerte de tener a una vieja compañera de clases viviendo justo frente a nosotros. Fue ella quien nos ayudó a ponernos al día en las situaciones del edificio, y poco a poco, esa vieja amistad fue retomada.

Mi María y ella se hicieron amigas. Salían de compras, a comer y a pasear con sus hijas. Los meses pasaban y el buen rollo entre su familia y la nuestra era cada vez mejor, hasta ese día, donde una llamada a mi puerta mientras mi mujer trabajaba, me puso alerta.

Un viejo conocido, colega de infancia que ahora era policía, traía una citación para mí, y con pena me dijo "ten mucho cuidado, que la cosa se va a poner peor" y con la lástima pintada en su rostro, se fue, dejándome con el terror carcomiendo mi tranquilidad. Entre mis manos reposaba una denuncia por amenazas, agresión y acoso. La denunciante, mi vecina, mi amiga de infancia, la mujer que era amiga de mi esposa.

Fuimos a juicio; ella llevó testigos que aseguraban que yo la amenazaba, que aprovechaba cuando ella iba sola para increparla e intentar golpearla. El juez, sin pruebas, sin dejarme usar mi "presunción de inocencia" me sentenció; en mi expediente, limpio hasta ese momento, rezaba esa palabra que aún me persigue: MALTRATADOR.

Con una orden de alejamiento, la situación se fue tornando peor. Cuando me cruzaba con ella por la calle, se acercaba amenazante para que yo violara la orden de alejamiento. Tuve que abandonar mi hogar, y la mejor solución fue poner varios pueblos de distancia entre ella y nosotros. Salimos con nuestras maletas y nuestros perros, dejando atrás toda nuestra vida. Pasaron cinco años en los que recibía informes de mi amigo policía, diciendo que aquella mujer seguía poniendo denuncias, diciendo que yo aparecía por el pueblo para amenazarla de muerte. De un momento a otro, las denuncias desaparecieron, y todo parecía haberse calmado, pero lo peor aún estaba por venir.

Tuvimos que regresar a ese pueblo, pero ya no a mi piso, si no a la casa de mi padrino, que, por desgracia, quedaba a solo una calle de distancia. Pensamos que todo se había calmado, pero esa mujer venía cargada y con ganas de más. Las denuncias volvieron, el acoso; no podía salir de mi casa a pasear a mis perros sin ir acompañado, porque si ella tenía una oportunidad de encontrarme solo en la calle, se burlaba, bailaba frente a mí y me insultaba, pero en cuanto alguien venía, ella se tiraba al suelo y empezaba a gritar que la quería matar.

Los siguientes meses fueron peor. Me mantenía encerrado en mi casa, con los nervios y el estrés por las nubes. Los problemas con mi mujer no tardaron en llegar, discutíamos por todo y por nada, y poco a poco y sin saberlo me empecé a sumir en la depresión, misma que me llevó a estar recluido un mes en un psiquiátrico, donde me recetaron pastillas por montones, donde yo dejé de ser yo y me convertí en un ente. Solo el envoltorio de lo que alguna vez fui. Intenté suicidarme, dejar que el dolor desapareciera, ansiaba la muerte y rogaba por su compañía; quería que mi esposa dejara de sufrir y que todo se detuviera; quería desaparecer.

Luego, el delirio de persecución llegó, y con las persianas a medio bajar, vigilaba a la mujer, grababa sus andadas, como se paraba frente a la puerta de mi casa y se burlaba, como ella y sus amigas hacían mofa de mi padecer y celebraban sus grandes hazañas.

Un nuevo juicio llegó, y sus testigos se retractaron; ya ninguno quiso ser parte de su circo que poco a poco se iba desmontando, y para mi suerte, mi testigo sí era veraz, otra víctima como yo de ese ser que se dice mujer. Mis videos, mi testigo, una buena abogada y un juez sensato, destruyeron sus engaños; fui liberado, limpiaron mi expediente, me dieron una nueva y renovada tranquilidad, pero el daño ya estaba hecho, porque no es la sentencia lo que me destruyó; fue el maltrato psicológico al que fui sometido, fueron sus acusaciones, sus mentiras... A pesar del tiempo que ha pasado, de que puedo salir a la calle con la frente en alto, que todos saben que soy inocente, ella sigue acosando, y nadie me escucha.

A pesar de que todos saben que ella le ha hecho lo mismo a otros, aun me siguen señalando.

Soy víctima del neofeminismo, ese mismo que dice luchar por la equidad, pero que se convirtió en lo que juró destruir. Cuando un hombre cuenta su historia, no tardan en llegar el comentario de: "algo hizo para que ella le denunciara". La maldad no necesita un detonante, solo una víctima. Este es el momento en el que sigo preguntándome ¿Por qué yo? Y sigo sin saber cuál fue su motivación.

Soy víctima, no victimario, pero no tengo voz, no tengo derechos, solo soy el violador, el maltratador, el asesino ante la sociedad. Mi dolor y sufrimiento es una burla, un chiste para los demás; no soy nadie, solo una estadística más de hombres violentos y misóginos, porque generalizar es hermoso, sin importar destruir a una persona inocente y de paso a su familia.

Ser hombre es sinónimo de vergüenza, de silencio. Me juzgan sin antes entender o conocer la situación. Me juzgan solo porque soy hombre.

Y con esto no quiero decir que no se escuche a las mujeres que son víctimas, porque lo que sucede con ellas me parece aberrante. Al igual que me parece aberrante que mujeres usen su condición de mujer para dañar y destruir, me parece aberrante que gasten recursos en denuncias sin pruebas con el único emblema de "soy mujer, créeme", cuando una mujer está siendo realmente maltratada, violada o asesinada, pero nadie la escuchó, porque la policía prefirió creer en la denuncia que no tenía ni pies ni cabeza.

Mi hija dice que "el feminismo es mujeres y hombres trabajando hombro con hombro por un presente y un futuro mejor", y mi suegra siempre decía que "ni las buenas son tan buenas, ni los malos son tan malos", y que razón tienen las dos.

La maldad y la violencia no tiene género, edad, color de piel o nacionalidad.

Mi nombre es David, tengo 52 años, hago parte de una minoría, pero nadie me ve. 

Mi mayor delito fue haber nacido hombre.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro