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Capítulo 41

El pesado libro con título doradas y cubierta de cuero rojiza descansa en mis manos mientras subo en ascensor hacia la casa de Gertrudis. «Reglas» es todo lo que dice el encuadernado y uno creería que un genio no debería tener limitaciones, pero los cientos de páginas me indican lo contrario.

El tomo me quema al tacto y el corazón me late con tal fuerza que temo sufrir un paro cardíaco antes de poder iniciar mi plan. Saber lo que estoy a punto de hacer me entusiasma y me asusta por igual. Puedo encontrar una solución para Milo, para liberarlo y romper su maldición, o puedo no encontrar nada. Ambas posibilidades me aterran por todo lo que conllevan.

Tuve que usar una excusa tonta para impedir que Milo me acompañe a casa de mi jefa esta mañana y así poder leer las reglas sin que lo sepa o sospeche de ello. La distancia me protege de la posibilidad de que lea mis pensamientos, pero al estar a su alrededor debo concentrarme en cosas sin sentido para distraerlo. Anoche canté sin cesar el himno nacional hasta que pude conciliar el sueño y esta mañana opté por cantar una canción de Lemonade Mouth que sabía a medias por lo que inventaba los versos restantes. Cuando abordé el subterráneo deje mis pensamientos fluir, la cabeza me dolía por tanto esfuerzo y tengo la leve sospecha que al genio le sucedía lo mismo.

Después de lo que me parece una eternidad, la puerta del elevador se abre ante mí y con pasos rápidos acorto la distancia hacia la vivienda de mi jefa. No tardo en buscar la llave en los bolsillos de mi abrigo y abro para ingresar. El calor me rodea y agradezco que la chimenea esté encendida porque afuera el clima está heladísimo, tan así que creo que he perdido la sensibilidad de mis dedos. Dejo la campera y el bolso en el recibidor y por poco corro hacia el comedor donde sé que me está esperando.

—Buen día —digo al ingresar, intentando verme normal al notar que Trudis no está sola.

Ximena me saluda mientras le sirve el desayuno a su madre quien luce harta de tantas atenciones innecesarias. Tanto ella como su hija y yo sabemos que puede servirse un té sin ayuda, pero la preocupación no nos permite dejarla actuar por sí sola. Lleva una bata de abrigo violeta y un pijama blanco abajo. Su cabello está recogido en un moño y sus labios se curvan en una sonrisa al verme. Ha comenzado a sonreír más, lo hace casi en todo momento.

Al final es cierto: estar cerca de la muerte puede cambiar a alguien.

—Buen día, niña. ¿Ya desayunaste? —me pregunta con un dejo de burla que me prepara para sus siguientes palabras—. Estoy segura que Ximena puede darte la comida en la boca también.

Su hija rueda los ojos y toma asiento junto a su madre.

—Ya desayuné, gracias —contesto con una sonrisa de agradecimiento—. Aunque un té caliente me vendría bien, estoy congelada.

—¿Qué es ese libro inmenso?

Ximena no tiene idea de lo que ocurre. Su madre no le ha confesado la verdad sobre la vida de su padre y de las circunstancias en las que se conocieron pues afirma que su hija escribiría una novela con la información y no quiere que la historia de su esposo se divulgue a los cuatro vientos. En consecuencia, no le he sido sincera respecto a Milo y me siento culpable porque es una violación a nuestra amistad, aunque en este momento no puedo perder el tiempo con explicaciones.

—Una Biblia —suelto sin encontrar otra excusa más o menos lógica.

Frunce el ceño.

—No creí que fueras religiosa.

—Oh, sí. Muy religiosa. Tan religiosa que puedo nombrarte los diez mandamientos sin titubear.

Chasquea la lengua.

—No, gracias. Prefiero creer que no existe el infierno.

—Pero dijiste que quieres ir al cielo —le recuerdo—. ¿Cómo puede existir el paraíso y no el infierno?

—No lo sé, pero si vas a darme una clase de catecismo me marcho ahora mismo.

Abro la boca para contestar, para decirle que no haré tal cosa; sin embargo, Trudis me interrumpe siendo más inteligente que yo.

—De hecho, eso hará. —Me dedica una mirada cómplice—. Sabes que quiero volver a conectarme con Dios antes de partir y Daiana ha venido a ayudarme.

—¡Mamá, no vas a morir! —chilla histérica y la acompañaría en el sentimiento si no fuera porque sé la verdad—. Deja de decir ese tipo de cosas o no te dejaré levantarte de la cama.

—Está bien, pero deberías irte si no quieres escuchar la palabra del Señor.

Ximena frunce los labios y mira la mesa donde ha preparado todo para el desayuno. Bufa como una niña caprichosa y se pone de pie sin ganas.

—Bien, tomaré comida y me iré a mi habitación a descansar. Procuren no invocar ningún espíritu en mi ausencia. O un demonio.

Se marcha poco después, con unas tostadas y huevos revueltos en su plato.

—¿Traes las reglas? —me susurra.

Su voz me saca de mis pensamientos y rápidamente me siento a su lado. El libro ha hecho que mis brazos duelan y al dejarlo caer sobre la mesa produce un ruido fuerte, sordo que no hace más que recordarme lo extenso que es. La taza resuena contra el plato por mi culpa y temo que el líquido se escape de sus límites.

—Bueno, tenemos bastante para leer —dice con resignación—. Yo estoy vieja y sin anteojos, así que te toca. Empieza.

Tomo una bocanada de aire y sin discutir, porque ella está en lo cierto, comienzo a leer en voz alta, lo suficiente para que Trudis me escuche con facilidad, pero no para que lo haga su hija. Es importante mantener el secreto.

Capítulo uno. Definiciones —inicio sabiendo de antemano lo aburrido que esto será—. Artículo uno. Genio. Se entiende por genio al sujeto, persona humana, que se encuentra comprometida a cumplir con las obligaciones pertinentes, según se indican en el Capítulo Tres, Derechos y Obligaciones de las partes. Se entiende por genio al ser que ha sido enclavado en la lámpara tras ser objeto de una maldición.

—Prosigue —me pide.

Artículo dos. Maldición.

Continúo leyendo uno a uno los artículos, llenándome de información y deteniéndome cada tanto a tomar un poco de agua para disminuir la sequedad de mi garganta. Las palabras se entrelazan unas con otras formando largas oraciones que contienen palabras técnicas y definiciones. La lectura se vuelve pesada y los ojos, minuto a minuto, se me comienzan a cerrar, acompañados de un bostezo. Un leve golpe por parte de Gertrudis me vuelve a la realidad y poco después vuelvo a lo mismo. Es un círculo vicioso.

La hora del almuerzo llega rápido y debo detenerme cuando Ximena sale de su cuarto para preparar la comida. Hemos leído más de ocho capítulos y aun así nada queda completamente claro. ¿Cómo haré para liberarlo si no puedo comprender siquiera la mitad de las palabras escritas? Me siento tonta e ignorante y, por la expresión de Trudis, comprendo que ella se siente igual que yo.

Luego de comer, la dejo descansar; la cabeza le debe dar vueltas tanto como a mí y necesito recuperar la voz. La garganta me arde al hablar y prefiero guardar silencio por unas horas. Sin mencionar lo mucho que me escosen los ojos; creo que necesitaré gafas para poder seguir con esta tortura.

Cuando el reloj marca las cinco de la tarde y mi jefa ha terminado de ver sus novelas y ha dormido una pequeña siesta, volvemos a la tediosa lectura. Ninguna de las dos está muy emocionada, pero debemos hacerlo. Yo debo hacerlo si deseo ayudar al genio y en verdad es algo que deseo.

Capítulo nueve. Cese de las obligaciones de las partes. Artículo mil doce. Rescindir del contrato. El contrato entre las partes puede rescindirse en los siguientes casos. A. Cuando el amo no ha hecho uso de su tercer deseo dentro del plazo establecido para ello según se indica en el Capítulo cuatro. B. Cuando una de las partes ha obrado de mala fe. C. Cuando una de las partes no ha cumplido con sus obligaciones.

—¿Cuándo se obra de mala fe? —indaga mi jefa.

—No lo sé.

Y es verdad, ya no sé ni cómo me llamo ni cuando nací. Mi cerebro se ha vuelto gelatina y creo que mi coeficiente intelectual acaba de disminuir considerablemente.

—Bien, creo que es momento de hablar con Anna. Si escucho un artículo más, saltaré por ese balcón. —Señala con la mano hacia el ventanal para aumentar el dramatismo de su amenaza.

Una sonrisa tira de las comisuras de mis labios y asiento. Si leo otra palabra jurídica más saltaré luego de Gertrudis para terminar con mi dolor. Once pisos me separan del suelo por lo que mi muerte será rápida.

—¿Cómo le explicaremos esto? —dudo—. No podemos darles las reglas sin un contexto.

—Déjamelo a mí.

—¿Segura?

Asiente.

—Segurísima. Ahora ve a casa antes de que oscurezca y disfruta tus últimos días con Milo.

—Gracias, Trudis.

Mueve la mano, restándole importancia a lo que dije.

—Sabes que uno de mis deseos sería que fueras feliz, niña —me recuerda esa conversación que tuvimos en el cuartito de la tienda y que parece tan lejana—. Lo bueno es que, por los próximos diecisiete días, puedes serlo.

Le doy un abrazo rápido en el que intento transmitir todos mis sentimientos hacia ella, todo el cariño que le tengo y lo mucho que aprecio lo que hace por mí. Luego, me despido con un beso lanzado al aire.

Puedo hacer valer los diecisiete días que nos quedan.

¡Hola, hola, gente bonita! ¿Cómo están hoy?

Quiero informarles, con mucho pesar, que le quedan pocos capítulos a esta historia. Creo que la semana que viene o a inicios de agosto, estaremos llegando a su final. Con esto dicho, solo me queda agradecerles por su apoyo y cariño.

Ahora bien, ¿qué les ha parecido el capítulo? ¿Encontrará Anna algo para ayudar a Milo?

Les deseo una bellísima semana.

MUAK!

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