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Capítulo 21

Suelto un suspiro mitad de alivio y mitad de pánico al ver el tan conocido cartel a un costado de la ruta que anuncia que mi destino se encuentra a pocos kilómetros. En tan solo unos minutos, el pequeño pueblo rural me da la bienvenida con sus calles silenciosas y plazas coloridas cuando lo atravieso rumbo a la casa de mis tíos. Parece suspendido en el tiempo, nada ha cambiado a simple vista y mi cerebro se adapta con facilidad al lugar. Conozco las calles y edificaciones de memoria. Sé dónde está la estación de policías, el banco, las principales tiendas y la casa del alcalde. Tal y como antes, las casas se encuentran alejadas unas de otras, el vecino más cercano llegará a ti en treinta minutos si necesitas ayuda y el silencio es moneda corriente. Sin embargo, como en todo pueblo pequeño, si bien es cierto que los habitantes se ayudan entre todos, también lo es que los chismes viajan rápido, casi a la velocidad de la luz.

Observo la vivienda de Isabella a lo lejos, haciéndose más y más grande a medida que avanzamos por la desolada calle que tantos recuerdos me trae consigo. El sol se encuentra próximo a caer y sé que los minutos comienzan a escasear. Detengo el vehículo frente a la casa blanca de tejas rojas y toco el claxon para anunciar mi llegada. La diminuta figura de mi prima no tarda en aparecer por la puerta y siento una chispa de felicidad encenderse en mi interior. Bajo de la camioneta y corro hacia ella, la rodeo con los brazos, tragándome algunos mechones de su cabello en el proceso.

—Creí que no llegarías a tiempo, idiota —me acusa con la sinceridad y cariño que la caracterizan para luego separarse de mi abrazo y acomodar su abundante cabellera castaña. Aun así, está sonriendo.

Isabella y yo nos parecemos más de lo que nos gustaría admitir. Somos delgadas, de piel pálida y cabello castaño. Soy más alta que ella, pero aun así creían que éramos mellizas cuando nos veían juntas en el colegio. El hecho de haber nacido con semanas de diferencia no ayudaba a disipar la duda. Tampoco nuestra molestia cuando nos decían que, en lugar de primas, éramos hermanas.

—Lo lamento, hice todo lo posible para llegar a horario. El tráfico ha sido una locura y creo que me había desacostumbrado a la ruta.

—¿Quién es él? —pregunta de golpe, dejando de lado nuestra conversación.

Sus ojos se despegan de mi rostro y viajan al muchacho de piel oscura a mis espaldas. Puedo ver el asombro en su mirada y comprendo que una catarata de preguntas se asoma. En pocas palabras, se podría decir que Milo es como un espécimen exótico en Valle Verde, tan desconocido como cualquier turista, pero tan apuesto como pocos. No es de extrañar que la deje sin respiración.

—Mi representante —miento.

—Su novio —contesta el genio.

Hablamos sin pensar, por supuesto, y ambos lo sabemos porque nos hemos pisado con nuestras mentiras. No puedo evitarlo, lo observo con asombro, intentando hacerle entender que ha metido la pata. Aunque no es necesario que le dedique una mirada de advertencia, pues puede leer mis pensamientos, lo hago de todas maneras porque aún no me hago a la idea de alguien escarbando en mi mente. Lo más importante es, sin embargo, ¿por qué ha dicho eso? Está claro que no es consciente de la cantidad de problemas que ha causado con la palabra con «n».

—¿Tienes novio y no me dijiste?

Por supuesto se iba a quedar con esa parte.

—Es algo muy, muy reciente —suelto con resignación, a sabiendas de que Isabella hablará sobre ello hasta el fin de mis días—. Créeme, tan reciente como un niño recién nacido.

—¿Por qué me resulta difícil de creer?

—Isabella, tenemos que ir a la subasta —le recuerdo.

Me ignora por completo y se acerca al genio con los brazos cruzados. Lo observa de pies a cabeza, gira a su alrededor para estudiarlo de todos los ángulos y, finalmente, hace una mueca de aprobación. Milo le sonríe, como si necesitara hacerlo para que ella lo considere apto. Se comporta agradable, opuesto a su actitud diaria y temo que un clon lo haya reemplazado en el camino.

—Pruébenlo —ordena mi prima.

—¿Qué cosa?

—Prueben que son novios.

Ella mejor que nadie sabe cuándo miento. Nos hemos criado juntas, conocemos las travesuras de la otra como si fueran propias y, por sobre todas las cosas, tenemos prohibido mentirnos. Y ella me ha agarrado con las manos en la masa.

—Isabella, por favor. Llegaremos tarde a la subasta.

—Bésense y dejaré de molestar. A menos que mientas, prima; en cuyo caso, sabes cuáles serán las consecuencias.

Quiero matarla.

—Bien —interviene Milo.

Quiero matarlo a él también.

Antes de que pueda digerir siquiera su aceptación, acorta la distancia que nos separa. Me toma por la cintura y con rapidez acerca mi cuerpo al suyo; en sus ojos puedo ver una mirada decidida que me asusta. La distancia entre nuestros labios es escasa, tan solo unos pocos centímetros nos separan. Hemos estado así de cerca en otras oportunidades, en el baño de la cafetería y cuando solicitó empleo en Koskovish Antigüedades; sin embargo, nunca antes había tenido la certeza de que me besaría y la sola idea me enloquece.

No sé si en el buen sentido o en uno terrible.

—Bésame —susurra.

—No, estás loco.

—Anda. Tu prima nos está poniendo a prueba.

Isabella nos mira expectante, con los brazos en jarra. Le falta marcar el paso del tiempo con el pie para lucir idéntica a su madre.

—Que no —susurro de vuelta.

Sin darle más vueltas al asunto, posa sus labios sobre los míos, sin importarle el hecho de que intente alejarme. Mantengo los labios sellados para que sepa que estoy por completo en contra de lo que ha hecho, pero pronto me dejo llevar ante la suavidad de su piel y la calidez que emana de él. Acaricia mi cintura con una mano mientras que con la otra acuna mi rostro con cuidado, como si estuviera sosteniendo a una figura de porcelana y no a una persona de carne y hueso. Su tacto es delicado y cálido, y su boca sabe a la goma de mascar que estaba comiendo hace poco.

Un momento, ¿me está metiendo la lengua?

Le doy un empujón y termino el beso de repente, de la misma manera en la que comenzó. Sus labios se curvan en una sonrisa y siento que mi corazón ha olvidado cómo latir con normalidad. Temo morir a causa de una falla cardíaca.

—Bien, fingiré que les creo.

Aleluya.

—¿Ya podemos irnos? —insisto—. ¿Dónde están mis padres?

—Se marcharon a la subasta antes de que llegaras. Y no, aún no podemos irnos. Tienen que cambiarse, es una subasta formal. No pueden parecer dos personas que acaban de conducir por horas.

Suspiro, aunque sé que tiene razón.

—Okey, nos cambiaremos. ¿Podemos entrar o hay que pasar otra prueba para ello?

No alcanzo a darme una ducha por obvias razones, aun así, intento higienizarme tanto como puedo en los pocos minutos que puedo aprovechar. He traído un traje color negro en la maleta, esperando que algo como esto sucediera y me calzo unos zapatos de tacón que Isabella me presta. Temo caer sobre el césped por pisar mal, aunque no se lo hago saber porque, vamos, no puedo colarme en una subasta bancaria con zapatillas repletas de suciedad.

Me es imposible dejar de observar el reloj cada pocos segundos, con temor a que todo el esfuerzo se vaya a la basura a último momento por llegar tarde. He traído el frasco de Milo conmigo y se lo entrego para que finja cambiarse en una habitación y no aparezca de la nada luciendo como un supermodelo. Y como si lo hubiese invocado, desciende las escaleras con paso despreocupado.

—¿Un traje rosa? —exclamo con sorpresa—. ¿Tu definición de vestir elegante y no llamar la atención es usando un traje color rosado?

—Oye, me queda estupendo.

Lo hace, le queda realmente bien. Tanto el ambo como los pantalones parecen hechos a medida, la tela se ve de calidad y el color le sienta estupendo. Bajo la chaqueta lleva una sencilla camiseta de algodón blanca y en sus pies zapatillas del mismo color. Luce casual y relajado, increíble para una fiesta, pero por completo fuera de lugar para lo que nos espera.

—Vaya, pero si tenemos al muñequito de torta aquí.

Ruedo los ojos al escuchar las palabras de Isabella.

—Tenemos que irnos, dejemos las bromas para otro momento.

Consigo que suban a la camioneta sin noquear a nadie y no tardo en ponerla en marcha. El motor se queja bajo mis pies y luego de lo que parece un momento de sufrimiento, avanza sin detenerse por las calles vacías. La casa de mis padres no se encuentra lejos, tan solo a unos pocos minutos de distancia.

—¿Me ha llegado algún mensaje de Adam? —pregunto con un nudo enorme en mi garganta.

El genio niega con la cabeza.

—Nada, Pop.

Evito gritar de la frustración y acelero. El atardecer ha comenzado hace unos cuantos minutos y espero que la subasta se haya atrasado. Al llegar a nuestra calle, aparco de manera desalineada la Ford y desciendo con rapidez. La casa se encuentra cuesta arriba por lo que tengo dificultad para avanzar por el césped húmedo con los tacones. He tomado malas decisiones en el último tiempo y aceptar estos zapatos ha sido la peor.

Escucho exclamaciones a lo lejos, números sueltos al aire y siento que las piernas me queman debido al esfuerzo. Alcanzo la cima con dificultad y puedo divisar un escenario improvisado desde donde un hombre escucha ofertas y al menos cincuenta personas están observándolo y gritando cifras, sentados en sillas plásticas de mala calidad.

—¡Seiscientos mil dólares! —exclama un hombre mientras levanta un cartel con un número.

—Setecientos mil dólares —grita otro.

—Novecientos mil dólares —ofrece una mujer.

Una tira y afloja de ofertas se produce entre un hombre y una mujer que parecen no temerles a los números con muchos ceros mientras me acerco al lugar. Lucen decididos, como si la granja de mi familia fuera una inversión que no pueden perder y no el hogar de ocho personas a las que dejarán en la calle.

Muerdo mi labio con nerviosismo porque no puedo hacer nada sin la confirmación de Adam. ¿Cómo podría ofertar si no tengo un peso? Con el peso del mundo sobre mis hombros, dirijo la mirada hacia izquierda y derecha, intentando a encontrar a mi familia entre el mar de rostros desconocidos. No alcanzo a divisarlos y eso me hace sentir aún peor. Debería estar con ellos, a su lado. Sosteniendo la mano de mamá y fingiendo ser fuerte por papá.

—Pop, lo ha logrado—–exclama Milo a mi lado con una amplia sonrisa de satisfacción—. Adam ha vendido la casa por un precio mayor al acordado.

Por fin, encuentro a mi padre entre las primeras filas y el alma se me cae a los pies. Luce triste, como si estuviera a nada de largarse a llorar y quiero correr hacia él, abrazarlo y consolarlo para hacerle saber que todo estará bien. En cambio, levanto mi mano y exclamo con fuerza:

—Tres millones de dólares.

¡Hola, gente bella! Hoy otra maratón.

Las invito a seguir leyendo.

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