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Capítulo 1

Tomar malas decisiones es mi pasatiempo favorito. O eso solía decir mi madre cuando vivía con ella e iba contra sus conservadoras ideas de pueblo. Hoy, sin embargo, creo que estoy de acuerdo.

Las malas decisiones me persiguen.

Y no sé decirles que no.

Incluso trabajando en una casa de antigüedades donde es difícil meter la pata, me las ingenio para hacerlo. El lado bueno es que no soy torpe por lo que no he roto nada valioso en el último tiempo, pero Gertrudis, mi jefa, podría tener una opinión distinta.

La tienda está vacía, he pasado el plumero por lo menos tres veces desde que mi turno comenzó y son las once de la mañana. El silencio y la soledad son normales en el rubro y sería excelente para mí si no fuera porque hoy me he levantado con el pie equivocado y no me encuentro de buen humor.

Con un suspiro, hago un nuevo recorrido por el negocio acomodando cada artículo en venta y buscando alguna motita de polvo. Al no encontrar nada, vuelvo a mi lugar en el mostrador y busco el frasco de perfume que Trudis me trajo ayer por la tarde, lo encontró en una de sus usuales búsquedas de tesoros por las ventas de garaje. Lo observo con atención porque, sin dudas, es el frasco más bonito que he visto en mi vida. El tapón es dorado y tiene un muy detallado dibujo de una lámpara de aceite como la de Aladdin, el vidrio es multicolor y brilla incluso bajo la capa de polvo que lo recubre.

El trapito que uso para lustrar los objetos de la tienda está a mi lado y comienzo un cuidadoso proceso de limpieza en el que procuro tratar el frasco con atención. El cristal parece un arcoíris sin la suciedad y sonrío satisfecha con mi cuidado. Mi sonrisa se desvanece rápido porque no tardo en encontrar un pequeño pegote cerca de la tapa que cualquier otra persona podría no haber visto. Froto la yema de mi dedo y luego mi uña hasta que queda reluciente.

Toda mi satisfacción se va por el caño y ahogo un grito en el momento exacto en que el frasco comienza a temblar como si estuviera en medio de un terremoto; una luz brillante escapa de todos sus extremos dejándome enceguecida por unos instantes. Me alejo tanto como me es posible sin apartar la mirada, aunque me haga llorar los ojos. No tengo idea de qué está sucediendo, las antigüedades no suelen cobrar vida.

Mi grito se transforma en un chillido que me escandalizaría si no estuviera tan asustada. De verdad, creo que podría hacerme pis en los pantalones, ¿alguien me culparía? Y es que de pronto, el frasco ha dejado de temblar y la luz ha mermado, pero eso no me tranquiliza, porque frente a mí aparece un muchacho desconocido en pantaloncillos de entrenamiento y sin camiseta, mirándome con cara de pocos amigos.

Me caigo de bruces al verlo, a pesar de intentar mantener el equilibrio, y parpadeo como loca porque me he llevado a la pecera conmigo y ahora estoy empapada y asustada. El cabello se me pega a la cara y la ropa se me adhiere al cuerpo, pero nada de eso importa porque ¡hay un hombre semidesnudo en la tienda!

Tomo mi viejo y destruido teléfono móvil del bolsillo de mis pantalones, y lo uso a modo de escudo en un tonto y desesperado intento de protegerme. Alumbro al intruso con la moribunda luz de la pantalla porque es la única idea que se me viene a la cabeza dadas las circunstancias.

—Más te vale que tengas una buena razón para cortar mi entrenamiento y estar iluminándome con esa luz horrible.

—¡Vuelve al infierno de donde saliste, bastardo! —exclamo a voz de grito y por alguna razón esas palabras tienen sentido para mí, porque la única explicación lógica que encuentro es que las historias de terror son reales.

El sujeto parado frente a mí esboza una mueca entre divertida y ofendida que sería condenadamente sexy si no hubiese aparecido de la nada frente a mí. Ese gesto tan humano y natural me alarma aún más de ser posible.

—¡Auch! ¡Qué modales! Tú me llamaste y solo para gritarme, muy desconsiderado de tu parte. —Bufa y me lo quedo mirando con los ojos abiertos de par en par—. Pero está bien, es probable que te descuente un deseo.

Con un chasquido de dedos desaparece dejando a su paso una estela brillante, como partículas de polvo al sol.

Emito un nuevo chillido de pavor y, con la poca conciencia que me queda antes de desmayarme, busco con manos temblorosas el pez dorado que falta. El favorito de mi jefa y el mismo que conseguirá que me despidan si no lo devuelvo con vida a la casi vacía pecera.

Por fin lo encuentro bajo el escritorio de madera oscura con un ojo hinchado y al borde de la muerte. Lo tomo con las dos manos para evitar que se me escurra entre los dedos porque no dejo de temblar, y lo coloco en el agua junto a sus amigos acuáticos.

Lo siento, pececito.

Llevo las manos a la cabeza e intento recordar algún método efectivo para relajarme, aunque parezca improbable dado lo que acabo de vivir. Me tiembla el cuerpo y siento que estoy a dos segundos de desvanecerme. Todo ha ocurrido tan deprisa y nada tiene sentido.

¡¿Qué carajos acaba de suceder?!

Me recuesto en el suelo mojado porque es la única manera en la que puedo estarme quieta y dejo que las malas decisiones que he tomado en mi vida me invadan, intentando encontrar cuál ha sido la responsable de esta horrible vivencia paranormal.

Recuerdo como si hubiese sido ayer el momento en que informé a mi familia sobre mi fantasía de ser actriz. Mis tres hermanos mayores se rieron de mí, creyendo que su nada femenina hermana les estaba haciendo una broma. Mi madre, por el contrario, frunció el ceño y se retiró a la cocina con el cesto de ropa recién lavada en sus brazos.

Estaba intentando encontrar mi camino en el mundo, viviendo la experiencia de crecer aún asistiendo al instituto y con muchos sueños que cumplir. Ninguno de ellos se ha transformado en realidad, sin embargo.

Ahora, con la ropa empapada y oliendo a pescado entre cajas polvorientas de la tienda de antigüedades Koskovish, lamento haber tomado esa decisión.

Me fui de casa poco después de cumplir veinte años con una maleta con mis mejores prendas, mis escasos ahorros en el bolsillo y cientos de sueños nublando mi juicio. Creí que al llegar a la gran ciudad encontrar trabajo sería sencillo, como en el campo donde todos nos conocemos y solemos ayudarnos. Estaba equivocada, terriblemente equivocada.

Cuatro meses después, sin dinero y con el corazón roto, fui dejada a la suerte en la calle por deber un mes de alquiler. Mi estómago rugía de hambre y la piel se me pegaba a las costillas por pasar más de una semana sin comer más que una galleta de queso al día. Como niña caprichosa y sin experiencia en nada más que cosechar y recoger huevos frescos, me negué a conseguir un trabajo que no fuera de actriz.

El cielo se caía sobre mí de la mano de una tormenta sin igual, abrazada a mi maleta y escondida bajo un techo diminuto fue como Gertrudis me encontró. Con su habitual cara de pocos amigos me indicó que la siguiera. Podría haberme raptado o algo peor, pero sentía tanto frío y tanta hambre que mi cerebro no lograba pensar nada coherente.

—Come —me indicó, acercándome un plato con sopa al llegar a su local.

No lo dudé ni un segundo, tomé la cuchara y devoré el alimento caliente en menos de lo que canta un gallo. No era lo mejor que había comido, aunque en ese momento sabía a amor y era algo que necesitaba.

—Gracias.

Asintió con la cabeza y me estudió desde los pies hasta el último pelo de mi cabellera con sus ojos color avellana.

—¿De dónde eres?

—Del campo, señora —expliqué avergonzada.

—Eso significa que sabes trabajar duro.

Asentí, no comprendiendo el significado de sus palabras.

—Puedes dormir en el departamento de arriba, trabajarás para mí seis días a la semana —concluyó sin más.

No pude articular palabra alguna, esa señora era muy buena o muy ingenua. No pude hacer más que darle las gracias y le pedí más sopa temiendo que cambiara de opinión.

Con los años entendí que Gertrudis es una mujer bondadosa y altruista que ayuda a extraños sin razón, y no me alcanzan las palabras para agradecerle.

Las condiciones habían sido, y aun lo son, claras y sencillas: trabajar duro, no quejarme y no hacer fiestas. En retribución recibo un sueldo, comida y un lugar cálido donde vivir.

Mi sueño de ser actriz se encuentra en una pausa muy larga por el momento y dudo que vuelva a la vida en el corto plazo. Con el paso del tiempo he aprendido a compartimentar mis emociones y mi pasado, a no dejar que un mal momento me arruine el presente o que el presente, si es horrible y confuso como ahora, no me detenga.

—¡Daiana! ¡Niña! —La voz de Gertrudis corta mis pensamientos y tan rápido como me es posible, me pongo de pie y camino hacia ella recogiendo mi cabello mojado en un moño—. ¡Ayúdame si quieres conservar tu trabajo!

Respiro profundo antes de salir de la tienda y uso mi habilidad de compartimentar para esconder en el fondo de mi cerebro lo que sea que haya sucedido y quien quiera que sea ese muchacho desconocido. Cuando siento que he recuperado el control de mi cuerpo, salgo y me detengo frente a la camioneta que se encuentra aparcada frente a la puerta de entrada del local donde mi jefa de sesenta y siete años me espera con al menos una docena de cajas.

—Veo que la venta de garaje fue un éxito.

—Lo fue, aun me quedan recorrer tres más. —Su voz es dura, casi pareciera cargada de odio, pero es solo porque tiene un acento fuerte—. Lleva las cajas al interior y ordena todo antes que vuelva.

—Claro, Trudis.

Su nariz se frunce al escuchar el apodo que le coloqué tres años atrás; sin embargo, no dice nada. Ella no suele opinar, es más una persona que escucha y que se preocupa.

Coloco las cajas en un carrito de supermercado que encontré tirado a principios de enero tras la tienda y que me ahorró una hernia. Con cuidado empujo al carro al interior donde el tan conocido olor a libro viejo me da la bienvenida.

—Conseguí esto para ti —me dice cuando vuelvo a ella—. No es tan bello como el de ayer.

En sus manos descansa un delicado frasco de perfume vacío de color celeste pero lleno de suciedad. Todo lo que entra a la tienda está cubierto de polvo, incluso los clientes.

—Gracias.

Un sonido escapa de sus labios cerrados, lo que puedo interpretar como un «de nada».

—Compraré el almuerzo cuando vuelva.

—Conduce con cuidado, Trudis.

Cierra la puerta del coche con más fuerza de la necesaria, logrando que las ventanas vibren. Temo que se rompan, pero estoy segura que han sobrevivido sus golpes por décadas.

—¿Qué le sucedió a tu ropa?

¡Diablos!

—Lavé una cuchara.

Su mueca me demuestra que no me cree en absoluto y es lógico porque estoy mojada de pies a cabeza. En lugar de reprenderme por casi asesinar a sus peces, enciende el motor.

—Cámbiate, no quiero que nuestros clientes te vean así o que pesques un resfrío y no puedas trabajar.

Sin decir más, se marcha dejándome de nuevo sola.

Sonrío para mis adentros y observo el frasco que ha conseguido para mí. Es antiguo y estoy segura que mi madre nunca tuvo uno parecido.

Desde que trabajo en Koskovish he comprado cada frasco de perfume lo medianamente exótico que ha entrado por la puerta. La razón es sencilla: mi madre los colecciona desde adolescente cuando su abuelo le regaló un caro perfume francés y se enamoró del envase.

Llevo acumulados y cuidadosamente guardados al menos dos docenas de ellos que algún día espero entregar a mi madre, cuando tenga las agallas para pedirle perdón o cuando me canse de trabajar con polvo y decida volver a casa.

No he hablado con mi familia en años, desde que le grité a mi madre que no apoyaba mis sueños y que quería que fuera una sucia campesina toda mi vida. Si bien no es suficiente, al menos una vez al mes hablo por teléfono con mi prima Isabela que me mantiene informada sobre ellos.

Mi hermano mayor se casó y no me invitó. Mamá se quebró la muñeca hace un año y no me llamó. Me duele el alma, pero sé que la culpa es mía. Algún día, quizás en diez años, reuniré la fortaleza suficiente para darles la cara y decirles que tenían razón. Hasta tanto, seguiré comprando frascos vacíos de perfume.

Me sumerjo en el trabajo en un vago intento de borrar los recuerdos de mi memoria. Trabajar con antigüedades es agotador, poca gente quiere comprar y mucha vender. Sin embargo, a pesar de mi recién desarrollada alergia al polvo y el dolor de espalda con el que me voy a dormir cada noche, mi trabajo tiene una cualidad única: historias. Un simple objeto representa amor, dolor, felicidad y, sobre todo, vida.

Sacudo mi ropa con ímpetu, intentando librarme de la suciedad. No recuerdo la última vez que compré alguna prenda, Gertrudis suele darme ropa de sus exitosas hijas a medida que cambia la temporada y las prendas pasan de moda. Eso está bien para mí, me permite ahorrar.

Me siento frente al mostrador de la tienda y observo en silencio la luz que ingresa por el tragaluz e ilumina con ternura el lugar. El sol es lo que más extraño del campo; en la ciudad no brilla igual, no calienta igual.

Mi mirada cae sobre el frasco celeste y una sonrisa triste curva mis labios hacia el cielo. Tomo el trapito de la limpieza y con cuidado quito la mugre del cristal.

¡El perfume vacío!

Corro como alma que lleva el diablo hacia el extremo más alejado del local, junto al cual descansa un escritorio con una pecera semivacía y una computadora del siglo pasado. Sobre la mesa se encuentra un envase reluciente, multicolor y con una delicada lámpara de aceite en la tapa.

Quiero gritar al recordar lo sucedido, en cambio, comienzo a temblar de nuevo como una hojita en medio de un huracán. Me sostengo del escritorio cuando los recuerdos me invaden y, antes de poder moverme, mi visión se oscurece.

Gertrudis me matará.

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