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Capítulo 31:

NATHAN:

El día siguiente a la negociación con el fosforo maniático y al episodio con Rachel en el ascensor, me presenté en la agencia de eventos. Le había ordenado Lucy confirmar mi cita antes de venir en caso de que se hubiese retractado después de lo que sucedió. Por fortuna no fue así, pero, irónicamente, tenía que tener una cita para hablar con la madre de mi hija en su trabajo cuando ella se paseaba por el mío a su antojo. Antes de llegar, en lo que esperaba que tomara como una señal de paz, pasé por la cafetería y compré el café que John le hacía y pretzels para mí.

Por alguna razón me había puesto el mejor traje que tenía, además de una corbata aprobada por mamá. También me afeité la barba y usé colonia extra. Probablemente tardar tanto arreglándome era poco masculino, pero fui recompensado por la mirada de apreciación de muchas mujeres.

Eso incluía la de Rachel, pero ella no llevó el asunto más allá de la apreciación.

—¿Redecoraste? —le pregunté ofreciéndole el café y los pastelillos que compré para ella, los cuales tomó fingiendo desinterés.

—El hijo de Cristina trabaja en ello. Nos hace descuentos. —Tomó un sorbo de café. Su oficina seguía igual, pero el estudio tras ella había cambiado. Ahora la pared de fondo que daba con la calle era completamente de cristal—. Gracias por la merienda y por el teléfono, Nathan.

Había enviado una nueva y más actualizada copia de su iPhone ayer. Fue lo que hice luego de abandonar a su acosador en el hospital con un cheque. Doble apellido en los contactos incluido. El aviso de las miles de llamadas de un mismo número desconocido, también. Rachel, recostándose hacia atrás y subiendo las mangas de su ceñido traje gris, me dedicó una mirada audaz. Tragué.

Podía ver el inicio del encaje de su sujetador.

No lo hagas. No mires. Sé fuerte. Estás aquí por Madison, me recordé.

—¿Madison? —pregunté con voz ronca.

Sonaba como un pervertido.

Fabuloso.

—En la guardería, Nathan. No sé cuantas veces tengo que repetirlo. De lunes a viernes está allí hasta las tres.

Asentí. Era mejor que pensara que tenía memoria de cacahuate a que tuviera una ligera idea de lo que en verdad pasaba por mi mente. Tomé asiento frente a ella.

—¿Cómo haremos esto?

De la nada un cronograma apareció sobre su escritorio, días miércoles, jueves y viernes tachados en él.

—Esos son los días que salgo tarde. Generalmente encuentro a alguien que me ayude con Madison, pero como su padre puedes hacerte cargo a partir de ahora, ¿no?

Parpadeé.

—Sí —acepté aunque no tenía ni idea de si podría hacerlo.

Había leído libros al respecto. Me había informado acerca de su crecimiento. Sabía que estando a sus ocho meses ya gateaba, se mantenía de pie y daba pasos cortos con apoyo. Se suponía que estaba a punto de decir sus primeras palabras y caminar.

Estaría allí para verlo.

Pero no estaba seguro de tener todo lo necesario para ella en casa. No hoy. Lo resolvería, sin embargo. Todo era cuestión de práctica, de aprender sus manías, solo esperaba que no fuera a partir de hoy, sino de la semana siguiente. Era jueves. No tenía nada preparado para Madison aún y...

—Fantástico. —Rachel aplaudió, extasiada—. Imagino que tu expresión de entusiasmo quiere decir que esperas empezar lo más pronto posible, ¿no? —Sin darme tiempo para responder, continuó—. Hoy tendré una cena con una clienta a la cual no puedo faltar. Me gustaría probarte para asegurarme de que no estemos yendo demasiado rápido, así que solo serán dos horas. Yo misma llevaré a Madison a donde quiera que estés y la buscaré.

No podía estar hablando en serio.

Cuando la sonrisa brillante se mantuvo en su lugar, me asusté.

—¿Es en serio?

—Sí, ¿no es lo que querías? ¿Ser padre? Bueno, aquí está. —Sus ojos tomaron un matiz amenazador—. ¿No te parece fantástica la idea de pasar tiempo con nuestra hija, Nathan? Pensé que estarías feliz, pero tal vez me equivoqué.

Rechiné los dientes.

—Me parece fantástico —concordé.

—Bien —dijo levantándose y yendo al otro lado de la habitación, regresando con una tarjeta que me ofreció.

—¿Quién es Wilson Harry?

—Mi abogado.

Alcé las cejas.

—¿Qué quieres que haga con tu abogado?

La arruga que apareció en su frente me pareció adorable.

—¿Le darás tu apellido a Madison?

Ni siquiera tenía que preguntarlo.

—Yo me encargo.

Ella asintió.

—Está bien. Tráeme lo que tenga que firmar. Lo leeré. Solo no pongas letras pequeñas o tendremos un problema. —Hizo una pausa, pensativa—.Con respecto a las clases de natación....

Suspiré.

—No diré nada, Rachel. —Le ofrecí una sonrisa. Saber que dentro de poco Madison sería una Blackwood me ponía de buen humor—. Puedes meter a mi hija en una piscina siempre y cuando yo esté ahí.

De ninguna manera la dejaría sufrir su metamorfosis pez payaso sola.

—No.

—Sí.

—No.

Me encogí de hombros.

—Entonces tendré que inscribirme por mi cuenta.

—Tendrías que conseguir un bebé —se mofó.

—Nada difícil.

—¿Secuestrarias uno? —preguntó con una ceja alzada.

Sonreí.

—Sobornaría a su madre.

Se mordió el labio, pensativa.

—Está bien. Pensando en todos los bebés del mundo y sus madres, puedes ir, pero no entrarás con nosotras —musitó.

Reí entre dientes.

—Estoy bien con sentarme junto al salvavidas. —Me levanté. Tenía asuntos pendientes que resolver—. No quiero interrumpir su tiempo juntas.

Algo en lo que dije tocó una fibra sensible en ella, pues crispó el rostro.

—¿En dónde planeas tener a mi hija? —preguntó cambiando de tema.

Fruncí el ceño.

—En la oficina, en mi casa o, en un dado caso, en la casa de mis padres.

—¿Hoy?

—En mi casa, ¿algún problema con ello?

Rachel negó.

—Deja la dirección con Cristina. También necesito que llenes un formulario. —Cerró los ojos, probablemente recordando qué más necesitaba de mí, como, por ejemplo, matar a alguien u obtener la paz mundial—. Enviaré un servicio de limpieza y seguridad a tu despacho. Imagino que pasarán por allí el lunes.

—¿Un servicio de limpieza y seguridad? ¿Para qué?

Se ruborizó.

—Madison tiene que estar en un ambiente limpio y seguro, pocas bacterias. No quiero que se enferme, ellos hacen una limpieza a fondo y...

—Tengo gente que limpia mi oficina todos los días —la corté.

Odiaba el polvo. Ellos no encontrarían ni una molécula de él.

—Nathan, no quiero meterme en tu vida sexual, pero me gustaría que mi hija...

Me crucé de brazos.

—¿Por qué no puedes ser tan directa como siempre?—inquirí.

Tomó una profunda bocanada de aire.

—Imagino que, como todo cliché, tienes algo con tu secretaria. No te estoy juzgando. Solo necesito saber si Maddie puede sentarse en tu escritorio. El equipo que contrato me puede da un informe completo de todas las sustancias que encuentran en la habitación, además de que me hacen el favor de curvar las esquinas.

¿Algo con Lucy? ¿Equipo de limpieza? ¿Qué sustancias?

¿Esquinas?

¿Qué clase de padre de mierda creía que sería?

—Yo me ocupo de las esquinas y los escalones. No mandes a nadie —le dije con firmeza—. Y no, no tengo nada con mi secretaria.

La tormenta en sus ojos grises aminoró.

—Bien —cedió, lo cual me hizo sentir que tentaba a la suerte—. Eso era todo lo que quería hablar contigo hoy. Estaré en tu casa a las seis. Recuerda llenar el formulario de Cristina. Que tengas un lindo día. —Me sonrió—. Adiós.

Fruncí el ceño y me despedí con un asentimiento, anonadado. ¿Me acababa de correr de su despacho? Afuera su secretaria me dio una mirada de disculpa bien ensayada, como si sucediera todo el tiempo. Proviniendo de dónde proviene, a pesar de no ser como ellos, no me extrañaría que lo haya heredado de su familia.

—Aquí. Al parecer le agradas. —La pequeña mujer rubia me sonrió—. Te dio el corto.

Sin saber lo que tenía que contestarle, tomé la pluma que me ofrecía y empecé a llenar el formulario de cinco páginas ante mí. ¿Deportes practicados en la adolescencia? ¿Talla de pantalón? ¿Habilidades? ¿Talentos ocultos? ¿Motivaciones en la vida? ¿Grado de estudio? ¿Qué era esto?

—Creo que se ha equivocado ——le indiqué devolviéndole las hojas.

Ella negó con la cabeza, sus ojos brillando con diversión cuando me señaló una pila de unas veinte hojas apiladas sobre su escritorio.

—Te dije que le agradabas porque te dio el corto. Es el formulario que llenan para trabajar aquí las personas que ya lo han hecho. El de los nuevos es más extenso.

Media hora, una llamada a Lucy y un bolígrafo después estaba de camino a la casa de mis padres dispuesto a rogar por ayuda. No había hablado con Natalie desde la vez que me visitó, se suponía que se aparecería en el baby shower de Luz y conocería a Rachel, pero no se presentó. Imaginaba que se debía a su divorcio con mi inútil padre. Solo esperaba que no se echara para atrás.

Estacioné en la entrada, casi aplastando el frente de flores, y corrí a la sala trasera donde comúnmente pasaba las mañanas haciendo yoga.

Afortunadamente allí estaba. Tejía un pequeño suéter rosa sobre una alfombra.

—¡Querido! ¿Qué haces aquí?

Me senté en una butaca a su lado y le di un rápido resumen de los acontecimientos, empezando por el hecho de poder ver a Madison cuando quisiera. Ella estaba en el paraíso de las abuelas cuando terminé.

—¡Oh, Natti, eso es genial. —Me abrazó—. ¿Entonces hoy tendrás a mi nieta para ti?

—Necesito ayuda —dije deshaciendo nuestro abrazo.

Ella asintió, de acuerdo conmigo.

—Iría, cariño. Pero no puedo. Hoy tengo una cena importante.

Fruncí el ceño.

—¿Una cena? ¿Con quién?

Una sonrisa feliz se formó en su brillante rostro de pestañas largas, haciéndome sentir mal por haber deseado pedirle que echara abajo sus planes.

Tal vez estaba conociendo a alguien.

—Es un secreto, Natti.

—Bueno... no insistiré. —Negué. A pesar de no haber estado en su vientre, John y ellas eran igual de imposibles—. ¿Cómo se supone que tenga todo listo para Madison? ¿Qué tengo? —Miré mi reloj. Estaba tan emocionado que ni siquiera pude leerlo bien—. ¿Siete horas?

—Ocho —contestó.

—Tengo que ir al centro comercial. —Pasé las manos por mi cabello—. He comprado cosas para ella, pero no tengo una cuna ni un calentador de biberones. Ni compotas de mango. Ella ama el mango, ¿sabes?

Natalie parpadeó repetidas veces, sus ojos vidriosos.

—Realmente estás preocupado, Natti. —Me abrazó de nuevo—. Pero no importa si no te sientes preparado. Lo que realmente vale es que tengas amor para compensarlo. Ella sentirá eso. —Puso una de sus delicadas manos sobre mi hombro, mordiéndose el labio para ocultar una sonrisa—. Con respecto a la cuna... creo que podría ayudarte en eso. Ven conmigo.

Con el ceño fruncido, la seguí cuando se levantó. Cerca de la cocina había una puerta que llevaba al sótano. Ella me hizo descender y encender la luz. De niño había entrado cuando jugaba a las escondidas, pero cuando John se dio cuenta de que siempre iba ahí y me encontraba busqué un nuevo escondite. Nunca exploré lo suficiente como para encontrar la pequeña puerta que me señaló. Tras ella había un pequeño anexo con docenas de adornos rosados.

Rosa.

En medio de todo había una cuna de manera con dosel rosa.

Miré a mi madre, quién parecía a punto de estallar en risas.

—¿Qué es esto?

—Cuando estaba embarazada de ti el médico me dijo al principio que serías una niña.

Sin nada que decir al respecto, me di la vuelta para ir por las herramientas para desarmar la cama de Maddie. No había forma en la que pudiera trasladar la cuna sin desmontarla. Traumado como estaba, hubiese preferido ir al centro comercial.

RACHEL:

—Me estás diciendo que esto... —Alce el collar de plata entre mis dedos, mi estúpido corazón latiendo más rápido—. ¿Estaba en la pañalera de Madison?

Sophie me respondió lo mismo por séptima vez.

—Sí.

Madison extendió la mano para alcanzar el objeto brillante que solo pudo haber puesto ahí una persona.

Nathan Blackwood.

No me hacía ilusiones absurdas. Lo más probable era que se lo hubiera comprado a una novia, amante, secretaria llamada Lucy o ex prometida desconocida y se le cayera dentro.

O no.

Mis mejillas se tiñeron de rosa. Lo odié en ese momento por hacerme sentir como una niña siendo cortejada su primer debut. A pesar de mis ideas para excusarlo, no había una lógica razón para la aparición del collar aparte de que él mismo la hubiera puesto ahí. Él no era descuidado. Seguramente me había visto mirarlo. Lo iba a comprar, pero era escandalosamente caro para ser algo que no pudiese usar siempre.

A mí me había gustado. Él lo notó y lo compró.

Para mí.

¿Quién se creía para darme regalos?

Me despedí de Sophie y salí de la guardería, extrañada de no haber visto a Marcos o a su bebé. Nunca faltaban. Suponía que su ausencia se debía a la nueva chica en sus vidas de la que me había contado el viernes pasado cuando nos encontramos.

Una vez estuve a solas en casa con Maddie, Gary probablemente no saldría del salón ya que le dije que Nathan se ocuparía hoy y Ryan había comenzado a dar clases extras de baile en el gimnasio desde la semanada pasada, la dejé descansar cuando terminé de vestirme y aproveché el momento de su siesta para darme un baño de burbujas. Me sentí como nueva cuando salí del agua. Mi armario se encontraba hecho un caos y se me hizo difícil elegir un vestido para la cena de hoy. Finalmente opté por un modelo sencillo color mármol. Me dije a mí misma que no lo había tomado para usar el collar, pero fallé miserablemente en la misión y me encontré intentando cerrar el broche tras mi nuca. Afortunadamente mis intentos fueron inútiles y decidí guardarlo en mi bolso para devolverlo.

El tiempo corría rápido, por lo que a penas terminé de ondular mi cabello empaqué las cosas de Madison y llamé un taxi. A pesar de que se taró en llegar estuvimos cinco minutos antes en la dirección que Nathan colocó en la planilla, la cual descubrí que no solo era una casa en un condominio de de ricos.

Era la casa en el condominio de ricos.

No como en la cual fui criada, con campos y caballos alrededor, pero cerca. Linda. Realmente linda. Titubeé al tocar el timbre, no muy segura de lo que hacía ahora que lo llevaba a cabo. Le dejaría a Madison. No sería un día conmigo presente esta vez. Ellos estarían realmente solos. Él cuidaría de mi bebé. Por dos horas. Ciento veinte minutos de agonía y preocupación, pero necesarios porque debía saber si Nathan realmente era capaz de compartir la responsabilidad. Comparado con lo que haría de ahora en adelante, dos horas no eran nada, pero que comprendiera lo que la palabra papá realmente significaba.

No todo era sonrisitas y fotos. Él tenía que saberlo, de lo contrario buscaríamos la forma. Terapia. Cursos. Me estremecí al recordar el instructor de las lecciones pre—mamá. Solo por Maddie sería capaz de volver allí. Por otro lado, no era como si la fuera a dejar con un drogadicto. Creía en sus buenas intenciones a mí manera. Ella no era un bebé problema, tampoco. Siempre y cuando le dejara dormir un poco más y le diera su compota de mango todo estaría bien.

Él, siendo un empresario exitoso, podía captarlo.

Llamaría cada quince minutos, no, cinco minutos, preguntando por ella.

Le pediría fotos, también.

Mi cuerpo temblaba mientras Nathan abría la puerta y no precisamente por el peso de Madison o por el frío. A pesar de todo, no podía dejar de estar nerviosa.

—¿Te pasa algo, Rachel? —preguntó cuando abrió.

Fue lo primero que preguntó. Negué, un nudo en mi garganta dificultando la tarea, y di el primer paso dentro de su casa, llorando por dentro ya que se sentía como la primera vez que dejé a Maddie en la guardería. La misma opresión en mi pecho estaba allí, multiplicada por mil. Nathan no solo la cuidaría mientras yo estuviese en medio de algo, él estaría presente para ella como una opción a parte de mí durante toda su vida. Velando por ella. Al igual que yo, probablemente la consolaría cuando un estúpido le rompiera el corazón y la levantaría del suelo cuando se cayera. No solo era comenzar a compartir la responsabilidad, era empezar a confiar en él.

Me costaba. Las lágrimas acumulándose en mis ojos eran la evidencia de ello. Cerró la puerta principal sin apartar sus ojos preocupados de mí. Secándolas con el dorso de mi mano antes de estas cayeran, me permití ser guiada por su brazo al bonito recibidor. Algo en mi estómago, no sabía el qué, me hizo estremecer a tal punto que no pue esconderlo.

—Toma asiento. Iré por un té para ti.

Confundida, en su sala me dejé caer en un sofá de cuero que olía a nuevo desde el que podía sentir el calor de la chimenea. Recordando lo que sucedería aquí, aproveché para buscar cualquier peligro para Madison. No hallé ninguna. Su hogar estaba limpio, libre de mugre y de sucios calzoncillos arrojados en el suelo. Definitivamente era entorno aceptable para dejar a mi bebé, la cual seguía dormida para cuando Nathan llegó con una humeante taza de té de manzanilla. Sin saber cómo pasaría a través de la cena, le di un sorbo antes de dejarla caer sobre la mesa de madera en el centro. Estaba tentada a quedarme con ellos. Tal vez lo mejor sería darle, darnos, un poco más de tiempo para acostumbrarnos a la idea.

Tal vez estuve equivocada y no debí haberle pedido esto.

—¿Por qué estas nerviosa, Rachel?

Si había algo que detestaba más que él recuerdo de él siendo idiota era él siendo dulce.

—No estoy acostumbrada a esto, ¿de acuerdo? —solté—. No dejo a mi hija con cualquiera. Tienen que pasar meses antes de que confíe en alguien lo suficiente.

Mis palabras lo ofendieron. Me lo indicó su expresión horrorizada y la manera en la que tensó los músculos bajo su camiseta, inflando el pecho segundos después.

Delicioso.

El té había estado delicioso.

—Yo no soy cualquiera, Rachel. Soy su padre.

Como si quisiera demostrar su punto, suavemente tomó a Madison de mis brazos y la aupó contra sí. Caminó hacia las escaleras en vez de permanecer a mi alcance. Seguí sus talones hasta la segunda planta, tratando de no ver su ancha espalda y su trasero en el proceso. Había al menos cinco puertas que me hicieron saber que Nathan desperdiciaba espacio o sí tenía una novia escondida en alguna parte. Al final del pasillo se encontraba una a que finalmente abrió, dejando ver una enorme habitación color rosa pálido con una cuna blanca en medio.

Boquiabierta, me situé detrás de él mientras arropaba a Madison y la cubría con el dosel rosado. Mi respiración se detuvo. Ya tenía una habitación para Maddie. Una figura de porcelana me saludó desde un estante, muñecas incluidas. Él estaba preparado y listo para cumplir los caprichos de su hija. Probablemente se había reído de mí cuando le pregunté si podía con la tarea de hoy. Definitivamente, sería mi ruina y su futuro cómplice. Ya me veía a mí misma luchando contra ambos dentro de quince o dieciséis años por un auto precoz. Activó un monitor de bebé y comprobó el sonido un transmisor que guindó en la hebilla de sus vaqueros, peligrosamente cerca de su entrepierna, antes de sacarme a empujones del cuarto y cerrar la puerta.

—Tengo algo que enseñarte.

¿Más?

Ya me había dejado claro que estaba intentando hacerlo bien. No tenía por qué seguir haciéndome sentir mal por no creer en él. Como si leyera mis pensamientos, una sonrisa engreída se asomó en su rostro y no lo abandonó hasta que llegamos a la cocina, dónde la seriedad borró cualquier rastro de diversión. Abrió el refrigerador y sacó la misma caja de muestras que llevó para el picnic, cuyas sobras también nos dejó en casa, seguida de un six pack de compotas de mango.

Lo detuve de sacar otra cosa poniendo una mano sobre su brazo.

—Ya entendí, Nathan. Preparaste un show gourmet para bebés.

Arrugó la frente.

—¿No quieres que te muestre que le daré de comer a Madison mientras estás fuera?

Aunque la oferta sonaba tentadora, negué. Había llegado el momento de darles su espacio a solas a ambos.

—No es necesario. Me tengo que ir ya. Voy tarde.

Nathan asintió en silencio, distante. ¿Qué le ocurría?

—Iré a despedirme de Madison.

Apunté hacía la escalera, esperando su aprobación.

—Siéntete libre de ir a dónde quieras, Rachel. Estás en tu casa —dijo.

Fruncí los labios y me dirigí de nuevo al cuarto rosa de Maddie. Nada parecía preparado de un día para otro. Al igual que su actitud, parecía como si llevara años de organización y entrenamiento para este momento. Suspiré. Desde el enorme armario a la alfombra blanca bajo mis pies, todo lucía costoso. Ni siquiera yo tuve tantas cosas de bebé. Nathan debió haber comprado todo el centro comercial. Mi instinto maternal saltó cuando me acerqué a la cuna de madera. Madison era una pequeña princesa bajo el dosel. Sus mejillas permanecían ruborizadas como siempre, siendo estas tocadas por las largas pestañas que heredó de Nathan. Extrañamente su vestido de ovejas iba en conjunto con la sábana de algodón sobre ella. Aunque no podía imaginarme a Nathan de compras, mucho menos entrando a una tienda de bebés, si podía creer que se tomara la molestia de enviar a alguien. Tal vez Lucy. Lo que sí me desconcertaba era el toque antiguo que tenía el dormitorio. Era como si todo en él haya sido pasado de generación en generación.

Toqué su cabello con mis dedos, su cabeza moviéndose mientras buscaba mi tacto.

Tenía ganas de llorar otra vez.

Repitiéndome a mí misma que solo serian dos horas, deposité un beso en su frente y corrí fuera de la habitación. De nuevo en el recibidor, levanté la pañalera y el morral de con juguetes de Madison que, por lo visto, no serían necesarios. Un vistazo al interior de su concina me había dado a entender que él también había comprado biberones y demás. Aún así le dejé todo en el mesón de la cocina.

—Se suponía que te explicaría qué tendrías que usar con Madison y cómo, pero en vista de que parece que estás preparado y que ella tiene aquí...

—Un hogar —completó esquivando mis ojos—. Madison tiene un hogar aquí.

Tragando el nudo en mi garganta, asentí.

—Lo comprendo. —La añoranza me golpeó. Ni siquiera habíamos empezado y ya extrañaba ser la única responsable de ella, pero eso era egoísta—. Tengo que irme, te llamaré cada quince minutos. Tomé tu numero del formulario, pero descubrí que ya lo habías guardado como... —Arrugué la frente—. Papi Nathan.

—¿Por qué mejor no cinco?

Le ofrecí una sonrisa, mis hombros relajándose con alivio.

—Si insistes.

—Ya me encargué de tu taxi. Está esperando afuera.

Dejé de teclear en mi nuevo teléfono.

—Oh... —Lo guardé—. Gracias. Nos vemos más tarde.

Nathan carraspeó y bajó la mirada, pareciendo avergonzado de sí mismo. Decepcionado. Algo acerca de ello no me agradó, pero no le di importancia. Compartíamos una hija. Nada más. Su vida, él, no tenía por qué interesarme.

Pero lo hacía.

—¿Estás bien? —le pregunté, acercándome.

El afirmó.

—Sí. Solo estoy hambriento. Nada más —murmuró—. Iba a cenar cuando llegaste.

Dejé caer la mano que había extendido hacia él sin motivo.

—Bien. —Sonreí, las comisuras de mis labios temblando por el esfuerzo—. Ya puedes comer. —La bocina del taxista me ayudó—. Adiós.

Nathan también sonrío, pero el gesto se veía amargo.

Me siguió en silencio hacia el frente de su casa, dónde él mismo me ayudó a entrar en el taxi que me llevaría a uno de los mejores restaurantes de Brístol. Ya que se encontraba relativamente cerca de la casa de Nathan llegamos en cuestión de minutos, lo cual también hizo que me sintiera aliviada. Ya que había asistido tarde a nuestra cita el martes y mi clienta se había tenido que ir, Cristina arregló una cena para que la compensara. No era algo que hiciera siempre, pero se lo debía.

Cuando llegué a la mesa me encontré con una mujer delgada de porte elegante. Usaba un vestido manga larga color vinotinto que me llamaba la atención. Quizás lo había visto en una vitrina la temporada pasa. Sus pestañas también eran largas, su pelo cobrizo ligeramente canoso.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches, señora...

—No me digas señora, cariño —me cortó—. Leila está bien.

Asentí.

—Buenas noches, Leila. Lamento si la hice esperar.

—No, para nada, acabo de llegar, Rachel —respondió colocando una servilleta sobre sus piernas por debajo del mantel—. He estado siguiendo tu trabajo y déjame decirte que es maravilloso. Esperaría lo que sea por él.

—Gracias. Discúlpame por no llegar el martes —le dije, una sonrisa de disculpa, la tercera que le debía, en mi rostro cuando la odiosa canción que Nathan escogió como tono para mi teléfono sonó.

Contesté agachándome por debajo de la mesa.

—¿Nathan?

—Han pasado más de quince minutos y no llamaste —me amonestó.

Puse los ojos en blanco.

—Decidí que media hora estaría bien. —Silencio—. ¿Cómo está Madison?

—Está escalando sobre mí. Se levantó a penas te fuiste. Creo que la despertaste.

Jadeé con preocupación. Había tenido la esperanza de que Madison extendiera su siesta hasta que llagara. Entonces podría pasar unos quince minutos despierta jugando con él, Nathan le daría de comer y nos iríamos a casa.

—¿Qué están haciendo?

—Te lo dije. Ella está escalando sobre mí con una muñeca y el odioso pulpo.

Sonreí al imaginarme la escena.

—Quiere jugar contigo. Es su forma de hacértelo saber.

—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Buscar otra muñeca?

—No. —Madison aún era muy pequeña para entender cualquier juego de muñecas—. Hazle caballito. Deja que escale. Enséñale cosas.

Nathan suspiró.

—Ya lo intenté, pero parece gustarle más subir sobre mí para colocar y bajar sus muñecos del sofá —soltó sonando derrotado.

Ante el carraspeo de Leila le pedí que fuera más creativo y le dije que llamaría más tarde. Él estaba protestando cuando colgué. Madison estaba bien. Reí ligeramente al colgar, la pena de tener que compartir a Madison aligerándose. Tal vez no sería tan malo. Con el tiempo quizás dejarla con Nathan se sentiría natural.

—Te juro que si no fuera vital atender mi teléfono lo apagaría.

Alcanzó mi mano por encima de la mesa y le dio una palmadita tranquilizadora.

—Está bien. Sé lo que es tener hijos. Tengo dos. A pesar de que tienen treinta años me sigo preocupando por ellos como si acabaran de nacer. —Su gesto se volvió sombrío—. Siguen causando problemas en los que mamá tiene que intervenir.

El mesonero llegó siguiendo las señas de llamado de Leila. Optamos por compartir una pizza cuando ambas nos dimos cuenta de que no queríamos pasta o ensalada. Estuvo exquisita. Ella era buena compañía. Cuando me dijo que sus dos hijos eran extremadamente apuestos, inteligentes y que uno de ellos estaba soltero con una hija, decidí que era el momento de sacar a colación el motivo de la cena.

No quería desviarme mucho del tema principal.

—¿Entonces qué quieres hacer? —le pregunté—. Cristina me dijo que no le has contado nada al respecto.

Ella sonrió después de limpiar restos de salsa de la comisura de sus labios.

—Me divorciaré de mi marido luego de treinta años de matrimonio.

Mi mandíbula cayó abierta.

—Lo siento —dije.

Su mano apretó el tenedor tan fuertemente que temí que se rompiera.

—No lo sientas. Yo soy la que siente no haberlo hecho hasta ahora, pero de haberme divorciado antes no habría obtenido nada. —Sus ojos marrones se llenaron de lágrimas—. El prenupcial que firmé estipulaba que tenía que esperar treinta años para recibir algo a cambio. Puedes llamarlo cobardía, pero después de todo lo que pasé por su culpa, porque tampoco podía dejarlo hasta que mis niños crecieran, lo que deseo más es ser quién le dé el golpe que lo lleve a la tumba.

—¿Él amenazó con quitártelos?

—Mi próximamente ex esposo tenía un hijo antes de que nos casáramos. La madre del niño los abandonó por su mejor amigo. Cuando entré en sus vidas ya sabía en lo que me metía, pero estaba tan enamorada de Jack que le resté importancia al hecho de que él no me amara a cambio. La razón la veía todos los días en su bebé. —Sus ojos brillaron con adoración—. A él también lo quise como si fuera mío. Cuando se dio cuenta de ello me propuso matrimonio. Acepté. Salí embarazada de mi otro niño casi de inmediato. Quiero mucho a mis dos hijos, Rachel, pero ni siquiera habían pasado cinco años cuando me di cuenta de que estaba desperdiciando mi juventud y belleza al lado de un hombre al que poco le importaba lo que sucedía conmigo. Aparenté por ellos. Simulé ser feliz por ellos. De lo contrario Jacob me los quitaría. Podría luchar por el menor, pero sobre el mayor no tendría ningún tipo de derecho. —Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. Le había pedido el divorcio antes, cuando cumplieron mayoría de edad, pero me enseñó el prenupcial. Aunque estuve tentada, preferí aprender a defenderme de sus abusos y protegerme contra su indiferencia en lugar de quedarme sin nada. Me avergüenza admitir que nunca estudié... ni trabajé. —Alzó el mentón—. Pero fui una excelente madre. Los crié para ser todo lo contrario a él.

—Lo siento.

Esta vez lo decía completamente en serio.

—No te preocupes, cariño —dijo—. Me queda un promedio de veinte años de vida que pienso gastar viajando, conociendo personas y mimando a mis nietos. —Sus ojos brillaron—. Quiero iniciar esta nueva etapa de mi vida con una celebración.

—¿Una fiesta de divorcio? —reí con ella.

—Sí, cielo. Una fiesta de divorcio. Quiero darle la bienvenida de regreso por todo lo alto a la soltería después de treinta años. —Se levantó—. Iré un momento al baño. Ya vuelvo para que sigamos planeando el evento del año.

Asentí, aprovechando la soledad para llamar a Nathan.

Sin embargo, cuando abrí el teléfono me encontré tres mensajes del mismo número desconocido que me había llamado mil veces mientras Nathan arruinaba el viejo.

Estoy en la ciudad.

Necesito verte.

Soy Marie.

Apreté las letras rápida y furiosamente. Necesitaba que me diera una explicación.

¿Cuándo?

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