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Capítulo 2:

RACHEL:

Recorrí el pasillo e hice los cruces que me indicó su secretaria, aprovechando la situación para tener una idea de Nathan analizando su sitio de trabajo. Mamá siempre repetía que la decoración decía mucho de una persona. Debía darle créditos por pulcritud. Todo el sitio olía a desinfectante de pino. Los pisos seguramente estaban recién pulidos. El inmobiliario era una agradable combinación entre lo moderno, representado por muebles blancos, y lo versátil. La construcción estaba casi hecha en su totalidad de cristales, sus trabajadores luciendo igual de atractivos que la vista de la ciudad que teníamos por ser un tercer piso. La embotelladora quedaba bajo nosotros.

Nathan debía ser un egocéntrico, paranoico, obseso.

Lo último me venía bien porque quería decir que existía la posibilidad de que fuera responsable, lo demás no tanto ya que seguramente Nathan estaba cortado con la misma tijera que mi padre y pegaría el grito al cielo cuando se enterara de mi embarazo. Eso me asustaba. No quería pasar de nuevo por la experiencia que tuve dándole la noticia a mi padre, quién se enteró por accidente, dejé la carpeta con mis exámenes en su escritorio, y al principio pensó que era una broma.

Cuando se dio cuenta de que no era así sus gritos hicieron que me encerrara en mi habitación bajo llave y alertaron al resto de la familia, quienes no tardaron en llegar. Abrí cuando me di cuenta de que no se irían, dando inicio al interrogatorio en el que Marie me miró con la misma desaprobación que solíamos dedicar a las chicas fáciles. Durante él Loren y papá no dejaron de hacer preguntas para tratar de conocer más sobre el padre cuando les dije que no era Thomas, insistencia que se duplicó cuando les confesé que desconocía su nombre y me negué a darles pistas. Mamá, por último, no hizo más que mirar al vacío, reservándose su opinión.

De haberlo dicho yo no habría cambiado nada, rompí el código de no ensuciar el apellido Van Allen bajo el que fui criada, pero me hubiera gustado tener un poco más de tiempo para convencer a Nathan de que me acompañase o conseguir un plan C. En cuestión de minutos que consideré eternos, mi madre y mis hermanos me dejaron a solas con mi padre. Él no se acercó a mí. Desde la puerta me indicó que me llevaría con la tía Laupa, la hermana de su madre, porque no estaba dispuesto a presenciar semejante crimen. También añadió que si había sido lo suficientemente mujer para abrirme de piernas a un desconocido, debía ser lo suficientemente mujer para cargar con las consecuencias.

Eso rompió mi corazón.

Aunque lo merecía por arruinar sus ilusiones de arrastrarme al altar con un buen partido, verme casada antes de dar el paso de tener hijos, él nunca me había hablado de esa manera, siempre fui su princesita, su favorita, y descubrir que ya no era así me lastimó más que cualquier otra cosa.

Después de que se fue lloré hasta quedarme dormida.

Ahora lo único que tenía era la esperanza de obtener el apoyo de Nathan. De lo contrario el domingo marcharía a Mánchester para llevar mi embarazo en paz sin la presión de lo que nuestros amigos, socios de negocios y conocidos podrían decir de mí. Allá tendría los recursos para sobrevivir, papá garantizó que viviría bien, pero realmente me avergonzaba tener que depender de él luego de que meter la pata hasta el fondo y me dolía que, a pesar de que sí, cometí un error, me alejaran cuando más los necesitaba solo por las habladurías. Tampoco quería huir y esconderme como una criminal. Ya no estaba sola. Fui yo la que cometió el error. Mi bebé no tenía por qué nacer y crecer a escondidas en una ciudad desconocida. No lo merecía. Tenía un título, por Dios. Podía independizarme y hacerlo bien por los dos. Crear nuestro sitio en el mundo dónde nadie nos juzgase.

No sería la primera madre soltera que luchaba por un futuro mejor.

Barrí las lágrimas que empezaban a descender por mis mejillas debido a la frustración. Tenía que parar de pensar en todo lo malo que podría sucederme. Hoy era un día para el optimismo. Debía recordar que yo no había hecho al bebé sola. Los dos teníamos que tratar con ello. Nathan seguramente podría ayudarme a convencer a papá de no enviarme lejos solo apareciendo y tomando su parte de la responsabilidad, entonces podría salir adelante por mí misma sin necesidad de irme de Cornwall hasta que mi familia me perdonase y pudiese recibir su apoyo. Me enderecé como una chica grande y respiré hondo. Llenándome de valor, abrí la puerta.

—¿Qué quieres?

NATHAN:

Mis manos sudaban.

¿Qué mierda quería? ¿Qué la había traído hasta mi oficina?

En vez de mirarla fijé la vista en los documentos sobre la mesa. Un vistazo rápido cuando entró fue suficiente para confirmar que las fotos no le hacían justicia. ¿El tono de su cabello existía de forma natural? Tan negro. Su piel tan pálida. ¿Cómo podía desprender tanta seducción? Estaba usando un vestido color crema de corte clásico sin mangas que terminaba a la altura de sus rodillas. Este perdía todo su propósito elegante al abrazarse a sus curvas, convirtiéndose en mi mayor tortura. Sus caderas. Su cintura. Sus pechos. El arco de su cuello. Todo estaba en mi mente, volviéndome loco, por culpa de su elección de vestimenta.

Lo odiaba. La odiaba. Me odiaba a mí mismo por no poder parar de pensar en ella.

En un inusual acto de nerviosismo moví el pie, tironeé un cable y como consecuencia apagué el ordenador. Gruñí. Eso costó la pérdida de un archivo sin guardar, uno que además de largo era para dentro de dos horas. Nunca mi rendimiento en la embotelladora había sido tan bajo como en los últimos tiempos y necesitaba regresar a mí mismo. No tendría ningún otro mejor comienzo que el negocio que se discutiría en breve. Daba la casualidad de que era con su padre.

Destensé la mandíbula al ver el archivo ya impreso bajo carpetas en el escritorio.

¿Cómo olvidé que lo había impreso?

—Yo...yo... —tartamudeó.

Arrugué la frente. ¿Por qué tartamudeaba? ¿Estaba enferma? ¿Era eso? ¿Venía a notificarme sobre una ETS? Todo mi mundo dio vueltas. Eso sería la gota que colmó el vaso, que me diera sífilis o gonorrea y tuviera que pedirle a Amanda un chequeo. Me cubrí el rostro con las manos antes de mirarla de nuevo.

Si alguien lucía más miserable que yo, esa debía ser Rachel.

—¿Llamo a la ambulancia ahora o después?

Tragó mientras negaba.

—Estoy bien.

—¿Agua?

—No, gracias.

Al percatarme de que estaba comenzando a quemarme la cabeza en busca de la razón de su presencia, nada que ver con una ETS porque realmente no podía creer que así de mala fuera mi suerte, me pateé mentalmente por haberla dejado entrar en primer lugar. ¿A quién quería engañar? Conmigo no funcionaría. Si quería hacer ojitos que fuera con su padre. No podía darme el lujo de hacer caso omiso al hecho de que por su culpa no había dormido en semanas y engañé a Amanda.

—¿Qué quieres? —repetí de forma más amable.

Necesitaba conservar el tono. Aunque fuese una mala mujer, no podía olvidar que tenía negocios importantes con su padre, unos que no me arriesgaría a perder. Además, en vista de que no hablaba empezaba a asumir que su presencia era para sacarme algo. Probablemente dinero que le daría si ello significase su partida de mi oficina y de mi vida, pero en vez de abrir la boca y soltar sus exigencias permanecía callada, desesperándome. Al rato de mantenerme en suspenso extendió su delicada mano con un sobre sin emitir palabra. Lo tomé con sudor bajando por mi frente.

Recé para que no fuera una ETS.

A medida que iba leyendo lo que sí resultó ser un examen de sangre, mis hombros se fueron relajando al comprobar que todo iba bien con ella. Su nivel de azúcar en la sangre era normal, sus glóbulos blancos eran levemente abundantes y estaba embarazada. La miré con una ceja alzada, sin entender.

¿Qué me importaba a mí si estaba...?

Me tensé.

Rachel bajó la mirada, optando por no decir nada y quedarse de pie como una estatua. Finalmente me levanté de la silla, pero no duré ni un par de segundos de pie sin tenerme que apoyar en la mesa. Era imposible que estuviese esperando un hijo y mucho menos mío. Podía ver desde mi posición cómo sus labios estaban curvándose hacia abajo, pero no sabía si reía o se lamentaba.

Fuera como fuera, ahora todo estaba claro.

Aquella noche se aprovechó de un Nathan borracho para amarrarse a mí. Pero, ¿por qué yo de tantos hombres en esa fiesta? ¿Por ser el más estúpido? ¿Lo primero que encontró? Era preciosa. Muchos caerían en su trampa por el simple hecho de tratar con semejante rostro de ángel. Yo no era tan estúpido. Ni siquiera sabía si era mío. Ocurrió meses atrás y dudaba que solo mi nombre estuviese en la lista de posibles padres o que si quiera estuviese en estado.

Podía ser cierto, sin embargo.

Ante esa línea tan delgada entre lo posible y lo imposible, mi odio a Rachel incrementó. No solo se conformaría con destruir mi vida, también quería manejar las cenizas que quedaran de ella a costa de un inocente.

—¿Qué se supone que haga al respecto? —murmuré a escasos centímetros de su rostro, el miedo de perder a Amanda y la ira hacia ella por ser la causa apoderándose de mí—. ¿Quieres que me haga pasar por el papá? ¿A cambio de qué, Rachel? Si ya todo lo que puedes ofrecer me lo diste gratis. Lo siento, pero no quedé impresionado.

A pesar de que las lagrimas descendían por sus mejillas, le fue fiel a su voto de silencio. Eso me dio tiempo para buscar una solución dentro de mi mente. Para llevarla a cabo me acerqué a la caja fuerte y saqué cinco fajos de mil libras. Esa sería la forma más fácil de acabar con lo que pondría en riesgo su imagen y la mía. Sería fácil hacerle ver a Rachel que lo mejor era deshacernos de él, solo tendría que convencerla de que un niño no me ataría a ella. Estaba seguro que no tomaría la responsabilidad de criarlo por su cuenta teniendo encima el peso de la opinión de la sociedad y la desaprobación de su familia. No era ese tipo de mujer.

Sin bebé no habría problemas ni responsabilidades no deseadas. Punto.

Fuera de mí le entregué un sobre con el dinero. Ella lo cogió con manos temblorosas y sin entender. Planteé mis pies en el suelo con más firmeza. No podía dejarme engañar por ella sin importar lo buena actriz que fuera.

—¿Esto es suficiente para que elimines el problema?

Cuando entendió el propósito de mi donación me dirigió una mirada de horror. No la contradije, yo era un monstruo, pero la idea de perderlo todo por una aventura de una noche me convirtió en esto. Era el amor de mi vida y mi futuro lo que estaba en riesgo. Rachel era bonita, joven y saludable. Podría quedar embarazada de nuevo en un futuro del hombre que quisiera. Ninguno iba a perder aquí.

—Bien, si así lo quieres... —De repente sonrió de una manera tan carente de emoción que me estremecí—. Así será. —Algo dentro de mí se revolvió. ¿De verdad sería capaz de eliminarlo como un insecto? ¿Yo sería capaz de vivir con mis manos involucradas?—. Me voy, Nathan. No me volverás a ver en tu vida. Te aseguro que no formarás parte de este problema. —Señaló su estomago—. No te conozco, no me conoces, pero pensé que al menos podría contar contigo para esto. Eres despreciable. —La emoción en sus palabras me hizo retroceder. Era algo oscuro y lleno de resentimiento que no me dejaría dormir por las noches—. Te di a elegir, Nathan, y lo hiciste, pero algún día terminarás arrepintiéndote y no te puedo prometer que me digne a escucharte. Yo soy de las que pagan con la misma moneda, imbécil.

Me congelé.

¿Arrepentirme? ¿Le diría a Amanda?

Me acerqué para convencerla, con más dinero, de desaparecer. No tenía que eliminar el problema, solo mantenerse lejos. Los quería a ella y a su bastardo fuera de mi oficina, de mi empresa y de mi vida. Todavía nada me afirmaba que fuera mío. Rachel caminó hacia la puerta ante mi cercanía y ahí me di cuenta de que para mí no había perdón ni vuelta atrás.

Lo había jodido. No había manera de arreglarlo.

—¿Al menos son de verdad? —Maldita sea, no, esas no eran las putas libras en la trituradora y esos tampoco eran los...—. Ups. —Los documentos para la reunión con su padre, sin copias y sin guardar en el ordenador, se unieron a la masacre. Contuve las ganas de gritar y arrancarme el cabello como un desquiciado al ver su sonrisita de disculpa. La bestia que habitaba bajo la máscara de ángel estaba sacando las garras—. No te preocupes. Mi papá no se molestará contigo. Oficialmente he terminado con esto de recurrir a un hombre por ayuda. No los necesito —dictó más para sí misma que para mí—. Yo puedo sola.

Con porte diferente al que tenía cuando entró, se dio la vuelta y así como vino, destrozando mi mundo, salió. Después de salir del estado de shock en el que me metió me arrodillé y comencé a recoger lo que antes habían sido billetes, estadística y contratos. Al caer en cuenta de lo que estaba haciendo, no había manera en la que pudiera recuperarlos, los arrojé en el piso de nuevo y empecé a golpearme la frente con los puños cerrados. ¿Cómo se me ocurrió pedirle aquello? Por más indeseada que fuese la criatura, tenía que vivir. ¿Quién era yo para decir lo contrario? Por otro lado, ¿y si Rachel no era como pensaba?

¿Y si yo la busqué a ella y no al contrario? ¿Y si el bebé era mío?

Tiré lo que quedaba de confeti en mis palmas y salí disparado de mi oficina. No habían pasado ni dos minutos y ya le daba la razón. Estaba arrepentido de mi comportamiento sin tener que esperar la llegada de ese algún día del que habló. Mi madre no me crió para ser un cobarde. Si su hijo tenía sangre Blackwood, lo arreglaríamos. Podría ayudarla sin involucrar a Amanda, encontraría la manera, pero el bebé tenía que nacer. De lo contrario no me lo perdonaría jamás. Hallaría la forma de equilibrar las consecuencias de mi error y mi futuro con Amanda en una misma bandeja. Los enviaría a vivir al Polo Norte en un iglú con televisión satelital. Inventaría algo. Solo necesitaba tiempo para pensar.

Lo solucionaría. Lo haría o de lo contrario no podría vivir conmigo mismo.

Cuando estuve en el pasillo me encontré con que el ascensor estaba en mantenimiento. Con la tarea en mente de despedir a alguien, bajé las escaleras de dos en dos. En planta baja, al no verla por ningún lado, le describí a Rachel a la recepcionista. No reconocía el tono de urgencia en mi voz.

—¿La mujer de vestido blanco? —Afirmé—. Acaba de salir.

Con su respuesta corrí al exterior y giré el rostro de un lado a otro esperando verla, pero no la encontré por ningún lado. Me di cuenta demasiado tarde de que estaba a bordo de un taxi, alejándose. Intenté alcanzarlo. La llamé. Grité su nombre. Me detuve al ver un cable descendiendo de su oreja.

Usaba audífonos.

Dejé caer mis brazos cuando las señas tampoco llamaron su atención. Ahí parado, en medio de la calle, sentí como mi vida se resquebrajaba por iniciativa propia a la velocidad de los neumáticos del vehículo.

Desconocía hasta qué punto.


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