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Capítulo 15:

RACHEL:

Después de tres horas arreglándome, muchas lágrimas y sacrificios involucrados, me observé en el espejo de cuerpo entero con bordes dorados colgado sobre la pared en mi habitación. Simplemente no podía creer que esa fuera yo. El vestido encajaba sobre mis curvas como un guante. Era de terciopelo perlado. La parte superior era delicada. Solo dos hilos delgados la sostenían. El escote era completo. No enseñaba de más. Era sencillo. A la altura de mi cintura la tela apretada se unía en una línea horizontal con la falda larga hasta el suelo. Era del mismo material, pero más liviano, impidiendo que la tela no permaneciera rígida. Mis manos estaban dentro de un par de guantes largos de encaje con algunas hebras sobresalientes del mismo tono. Se sentían suaves contra mi piel.

Gary se encargó de mi cabello y maquillaje. Hizo un buen trabajo transformándome. Las hebras oscuras estaban atadas armónicamente en un moño en la cima de mi cabeza. Logró que mis pestañas lucieran más largas y abundantes. Mis ojos, suavemente maquillados, se veían más grandes. Mucho más. Llamarían la atención junto con mis labios embarrados con un suave tono coral. No quería sonar pretensiosa en mi propia mente, pero realmente tenía la autoestima suficientemente alta como para decir que me veía como una reina. Mis dedos temblaban de emoción cuando até el collar con una única perla alrededor de mi cuello. Eso y un par en mis orejas eran lo único aparte del vestido, los guantes y los zapatos, tacones color piel, que llevaba.

—Estoy lista —susurré verificando a Madison.

Mi pequeña princesa daba vueltas sobre su alfombra. Al sentir mi mirada sobre ella hizo una adorable mueca de bebé y me demostró su fuerza gateando hasta Pulpo. Sus encías se hincaron en la unión de su cabeza con sus tentáculos, en lo que vendría siendo su cuerpo, su pequeño ceño frunciéndose en un estado de concentración absoluta.

Debía saber bien.

—Tus trajes han quedado como un saco de patatas al lado de esto. —Cristina sonrió levantándose de mi cama de un salto—. Esos guantes están hermosos. De verdad estás exquisita. Serás el centro de atención esta noche. Esas perras querrán matarte.

Despegando los ojos de Madison dando vueltas y haciéndole una llave a su amigo de felpa, me concentré en mi asistente. Ella fue quién estuvo emocionada por las dos desde el principio. Ahora algo de ese entusiasmo se me había contagiado. Por supuesto que había tenido que asistir a una ridícula cantidad de eventos desde que empecé a trabajar en la agencia, pero ninguno como este. Ninguno tan parecido a mi vieja yo. Había olvidado lo bien que se sentía trabajar en mí misma, preparándome para la competencia, hasta este momento. Una sonrisa curvó mis labios. Ella tenía razón. Probablemente, si había hecho lo correcto con mi atuendo, querrían matarme. Si hubiera tenido más tiempo habría contratado un guardaespaldas.

La sonrisa se convirtió en una risita estúpida.

No importa. Tendré mi cortauñas preparado, pensé metiéndolo el bolso.

—¿Me llamarás si surge algo?

Asentí.

—Te llamaré mañana en la mañana y te contaré cómo me fue. Quiero que estés preparada para cualquier cosa que pueda surgir. —Le guiñé—. Estoy planeando destronar a Fisher esta noche. —Ella era mi verdadera competencia en la ciudad. La mujer de cuarenta años tenía más experiencia y clientes en Brístol que yo, aunque no me encontraba especialmente preocupada por eso. Era exótica, responsable e innovadora. Los demás simplemente eran buenos—. Conoceré tanta gente como pueda, Cris, lo prometo. —Me acerqué para besar sus mejillas. Era tan buena conmigo. Todos en el trabajo eran imprescindibles para mí, excepto ella. Se lo había ganado—. Gracias por la ayuda. Sin tu apoyo moral no habría tomado la iniciativa de ir. Sin tu ayuda escogiendo un atuendo... —Negué—. Habría hecho el ridículo.

Sus lindos ojos azules brillaron con emoción.

—De nada, Rachel, para eso estamos las amigas.

—Las amigas también...

Mi voz se cortó cuando la puerta se abrió. Estaba a punto de darle un merecido aumento a Cris, que ya tenía pendiente, cuando Gary entró j con Eduardo. Iban en pijama cargando un tazón de palomitas cada uno. Se quedaron de piedra después de verme. Tratando de empezar a romper el hielo para esta noche, di una vuelta y les ofrecí mi mejor pose. La mandíbula de los dos casi llegaba al suelo.

—¡Damn! —Eduardo sacudió la cabeza—. ¿Planeando conseguir números? —Cristina rió. Literalmente esa era mi misión la noche de hoy—. Si es así, que sospecho que sí, no te tienes que preocupar. Lloverán en abundancia.

Gary asintió en acuerdo.

—Deberías preparar un arca. Habrá un diluvio.

—Si fuera heterosexual estaría flechado —añadió el rubio.

—Yo muy duro.

Puse los ojos en blanco.

¿Iban a empezar una especie de guerra de elogios? No era que me molestara, ¿a qué chica podría molestarle que dos atractivos chicos tuvieran una batalla de palabras bonitas para ella? Pero iba a llegar tarde. Diego me mandó un texto veinte minutos atrás diciéndome que me esperaba abajo. No estaba segura de haber hecho lo correcto aceptando su invitación. Sabía que esto solo haría el trabajo más incómodo. Era mil veces mejor llegar con él, sin embargo, que en taxi.

—¡Madison! —El grito de Eduardo me sacó de mis frívolos pensamientos. Probablemente vinieron a buscarla. Ella pasaría la noche festejando con ellos, como siempre, hasta que eventualmente sus ojos se cerraran—. ¡Qué linda estás hoy!

Solté una carcajada cuando mi hija dejó caer a Pulpo, sorprendida y asustada por la aparición del rubio, y rápidamente empezó a gatear lejos de él. Gary me imitó cuando Eduardo la alcanzó y la sostuvo en sus brazos junto a nosotros. Ella refunfuñaba y buscaba salir de su agarre de cualquier forma torciendo su pequeño cuerpo. Llevaba pantalones de algodón grises y un suéter rosa palo.

—Te odia. Lo sabes, ¿no? —preguntó Gary tomándola de sus brazos antes de que yo lo hiciera. Que se retorciera así era peligroso—. Es por tu maldito perfume. No sabes cuánto sufrí hasta que me adapté.

—No es mi perfume —empezó a protestar.

Antes de que se armara una guerra me interpuse entre ellos.

—Bien, chicos, tengo que irme. —Guardé mi celular, labial y un par de billetes. Besé a Madison en sus mejillas, haciéndola reír, antes de girarme a ellos de nuevo—. Gary...

Puso los ojos en blanco.

—Sí, Rachel, te llamaré cada vez que Madison respire o si Damon se besa con Elena. —Empezamos a caminar a través del pasillo hacia la sala. Ahí estaba Cleo esperando por mí para bajar juntas—. Te lo prometo.

Aún en tacones tuve que elevarme sobre mis pies para besar la punta de su nariz.

—Gracias. Eres el mejor amigo que una chica podría desear. —Le devolví el abrazo grupal entre Madison, él y yo—. El mejor —repetí.

—Me duele tanto que me dejes en la friendzone —murmuró contra mi cabello.

Reí.

—Bobo.

—Yo también quiero amor —se quejó Eduardo, así que lo unimos.

El gruñido de Cleo consiguió que nos separáramos. La apreciación en su mirada me hizo sentir orgullosa. Usaba sus típicas botas militares, leggins negros y un suéter de lana blanco. Su codo se entrelazó con el mío antes de que alguien más pudiera retenernos. Hablamos de nuestros planes para el fin de semana hasta que, arqueando una ceja en mi dirección, lo soltó.

—¿Vas a follar o seguirás permitiendo que tu ático se llene de telarañas?

Jadeé.

—Cleo...

—Nada de Cleo. —Negó—. Estás tan seca que no me sorprendería verte convertida en cenizas. Tienes que obtener algo de diversión. No te preocupes por Madison. Estoy segura de que ella piensa igual que yo.

Puse los ojos en blanco. Ya estábamos en la calle.

—¿Cómo sabes?

—Ella me lo dijo.

Mis réplicas basadas en el hecho de que Madison aún no hablaba se vieron interrumpidas por la pronta aparición de Diego. Él vino hacia nosotras desfilando su traje negro, de marca, combinado con una camisa del mismo color abierta en los primeros dos botones. Se veía peligrosamente ardiente, encantador, con su usual aire de latin lover. Cleo bufó junto a mí, cruzándose de brazos, pero pude ver genuino interés brillando bajo todo ese desdén.

—Bellezas silvestres —susurró inclinándose—. ¿Cómo están?

—No puedes estar hablando en serio...

Le ofrecí una sonrisa a Diego en un intento por llamar su atención. Él siguió con su mirada clavada en Cleopatra, sin embargo. La curvatura de mis labios se volvió genuina.

Al parecer había cierta tensión aquí.

—¿Tu nombre es? —le preguntó.

—No te importa. —Suspiró cuando la regañé sin palabras—. Cleopatra.

Inclinándose sobre sí mismo de nuevo, mi cliente tomó la mano derecha de mi mejor amiga y depositó un beso en su dorso. Estaba segura de que Cleo se dejó hacer por la impresión. De no estar fuera de su zona de confort lo habría apuñalado o algo por el estilo. La entendía. Diego era diferente. No era el típico rico egocéntrico. Su personalidad poseía un toque arrogante, no lo iba a negar, pero era más extravagante que idiota.

—Diego Acevedo a tus servicios, cielo —ronroneó.

Una risita escapó de mis labios, al ver la cara en blanco de Cleo, sin poder evitarlo. De pronto la idea de ir con Diego no se veía tan mal. Embelesado de ella como estaba prácticamente no me había dirigido la palabra. Me sentí feliz, aunque un poco culpable por considerarlo una molestia, de haberle pasado la papa caliente a mi mejor amiga. Nunca hubiera funcionado con él. No era mi tipo y sinceramente no arruinaría mi carrera por una aventura con alguien que ni siquiera me gustaba.

Apartando y recuperando su mano de un tirón, Cleopatra lo fulminó con la mirada y me dio dos besos antes de desaparecer dentro. Ella y los chicos harían una especie de pijamada. Cristina se iría a casa más tarde. Esperé en silencio a que Diego decidiera apartar sus ojos verdes como esmeraldas de su espalda y, por fin, los enfocara en mí. Lejos de estar molesta por su falta de atención me encontraba extasiada ante la idea de un ship.

Cleogo, quizás. O Dipatra.

Me estremecí. Sonaban espantosos. Era mala en esto. Por eso no me habían aceptado en el club de fans de Damon y Elena.

Cuando por fin volvió a la tierra sus mejillas se sonrojaron con violencia. Sus ojos, gloria a Dios, se enfocaron en mí. Trasmitieron incomodidad y después volvieron a la normalidad luciendo evaluadores y apreciativos. Comprendí. Después de un flechazo ya nada era igual. Conteniendo otra risita, le ofrecí una sonrisa tranquilizadora y nos guié hacia su coche. Todo el camino hacia la fiesta lo pasé con la mano en el celular en marcación rápida. Me hallaba lista para llamar una ambulancia. No escucharlo hablar era raro. Extraño. Irreal. Cleo debió afectarlo más de lo que pensé.

¿Era así como ocurría el amor a primera vista?

NATHAN:

—¿No has oído lo que dicen sobre...?

Alcé una ceja.

—¿Por qué tendría que haberlo hecho?

Se relamió los labios.

—Todo el mundo habla sobre ello.

—¿Eres tan egocéntrica que te consideras todo el mundo? —Me alejé de la esposa de un abogado que asistió al baile y la dejó a su suerte. El idiota debería esta por allí feliz de ser libre de su boca chismosa. Era hermosa. No lo iba a negar. Si no fuera tan insoportable sería una típica belleza británica—. Fue un placer conocerle, señora Castle, espero que nos encontremos en otra ocasión.

A la mierda.

Cuando la viera acercándose me pegaría un tiro.

Me alejé de ella sin esperar una respuesta. Odiaba cuando las personas no estaban lo suficientemente capacitadas para entablar una conversación sin usar a otras como fuente de inspiración. Ni siquiera quería pensar en lo que se dijo de mí cuando fue más que evidente mi ruptura con Amanda. Antes salía con ella a todas partes. Si no tenía nada que ver con el trabajo y no podía acompañarme, me abstenía de ir.

Pero mi repulsión estaba en el hecho de que habiendo tantos temas prefirieran joder a otros y lanzar mierda en lugar de usar un par de neuronas. No era exigente. Deportes. Política. Música. Incluso estaba abierto a hablar del jodido clima. Sería feliz si alguien de los presentes se acercara a preguntarme por la temperatura y no por alguien en particular.

En el baño más cercano me recosté sobre el filo del lavamanos. Limpié mi rostro con abundante agua y cuando terminé me miré en el pequeño espejo redondeado. Con la imagen del sujeto frente a mí descubrí la razón por la que la gente se había estado manteniendo lejos. Me veía como la mierda. Sombras estaban bajo mis ojos. Llevaba al menos cuatro días sin rasurarme. Mi piel tenía un tono más pálido de lo normal. Los resultados de la prueba de paternidad seguían atormentándome, pero no tanto como el hecho de que tendría que jugar sucio para poder acercarme a Madison.

Mi Maddie.

Ya no servía de nada negarlo. Ya tenía la única respuesta a que realmente importaba. Ya ni siquiera le prestaba atención a lo que mi mente una vez pensó de Rachel o al cómo todo sucedió. Si me engañó, si me manipuló, si jugó conmigo... ya no me interesaba una mierda. Solo quería tiempo con la niña. Esas pestañas, ese cabello, esos rasgos eran míos. Míos. Fui yo quién la hizo. Lo había intuido a penas verla, pero no fue hasta que los resultados me noquearon que terminé de salir de Idiotalandia. Madison era mía y quería gritarlo a los cuatro vientos. Darle mi apellido. Hacerme responsable. Ahora el tema era cumplir mi promesa y luchar por merecerla, cosa para la que antes debía amansar a su lunática madre, la razón por la que estaba aquí. Cuando oí que Harold la invitó sencillamente no pude quedarme en casa. No cuando esta podría ser otra oportunidad para exponer mi caso.

Cansado de autocompadecerme, salí y me dirigí al salón principal. Las paredes de la gigantesca sala estaban decoradas con papel tapiz rosa y de grabados dorados. Sobre mi cabeza había candelabros y unos cuantos balcones que sobresalían del segundo piso. Las cortinas estaban hechas de satén blanco. Mis pies se deslizaban con cada paso sobre el piso de mármol. Alrededor de todo el espacio se hallaban hileras de mesas, sobre ellas jarrones con flores, infinidad de bocadillos y licores que solo se veían excluidas en lo que vendría siendo la pista de baile. Lucían deliciosos. Ninguno me abría el apetito. Fuera quién fuera el encargado de la ambientación al viejo estilo de los clubes londinenses, lo hizo bien.

Tomé un trago de mi bourbon y, entonces, la escuché.

—Hola, Nathan.

No pude evitarlo. Bebí más.

—Hola, Amanda.

Desde que llegué mi mirada se cruzó con la suya en más de una ocasión. Sabía que estaba aquí, pero no sabía que tuviera las agallas para acercase y saludar después de que me engañara con mi secretaria en mi maldito sofá. Usaba un vestido amarillo con falda ancha, sus rizos recogidos en una cola de caballo y guantes hasta la muñeca. Se veía linda. Adorable. Por más que lo busqué ahí, en alguna parte dentro de mí, no sentí ningún tirón magnético hacia ella.

Había un gran vacío en mi pecho. Ahí dónde antes mi corazón latía por ella.

—Intenté alcanzarte cuando entraste al baño de hombres, pero no te encontré.

Dirigí mi mirada hacia su entrepierna.

—¿Ahora usas el baño de hombres?

No era que me importara, pero no sabría como sentirme si pasara a llamarse Amando.

—Solo quería hablar contigo.

Alcé una ceja.

—¿Sobre qué?

—¿Cómo estás?

Me balanceé sobre mis pies.

—No quiero sonar grosero. —Sí quería sonar putamente grosero—. Pero si no vas a decir nada en concreto, Amanda, da media vuelta y desaparece. No tengo ganas de perder el tiempo con una charla que resulta incómoda para ambos.

Amanda no estaba acostumbrada a mis malos tratos. Ella siempre recibió lo mejor de mí. Incluso desde niño era un idiota dispuesto a llevar los golpes de balones por ella. Ignorando lo que sucedió con Rachel, a lo largo de los años lo único que hice fue amarla y darle lo mejor de mí. Tan bella y ahora indispensable para mí como Madison lo era, eso no borraba que estuvo mal lo que hice. Así mismo mi equivocación no anulaba el hecho de que perseguí a esta mujer toda mi vida para nada.

Me equivoqué. Lo admitía. No hacía falta decírselo para enmendarme porque tuve mucho tiempo sintiéndome culpable, pero mientras estuvimos juntos solo fui bueno, generoso y comprensivo con ella. La llevé a conocer un montón de lugares. La empujé a cumplir sus sueños. Acepté que nunca me querría como yo a ella. No fui el típico idiota machista que la trató mal. Así no me enseñaron a tratar a las mujeres. Natalie me crió siendo un caballero. Tuve un colapso con Rachel, sí, ella era dueña de la razón. Por cómo actúe con ella y con Madison no le quedaba más remedio que odiarme. Amanda, por otro lado, no podía decir lo mismo.

Realmente la amé.

Cada día de mi vida, por dos décadas, empezó y terminó en sus ojos.

En ellos, yendo a la actualidad, vi lo noqueada que estaba recibiendo estas palabras de mi parte. Estaban llenos de lágrimas. Su personalidad pasiva la llevó a recibir mierda de cada persona que conocía. Yo, sin embargo, nunca me aproveché. Nunca le alcé la voz. Jamás dejé de tomarla en serio.

Pero ahora solo la veía y... ya.

Era como ser consciente de la existencia de un mueble más en la habitación.

—Nathan...

—Aquí no, Amanda. —Apreté mis puños—. No llores aquí.

Incluso sin la conexión entre nosotros seguía siendo malditamente susceptible a sus lágrimas. Lo era ante las de cualquier mujer. Recordar a Rachel ese día en mi oficina, por otro lado, me demostró una vez más lo equivocado que había estado. No le hice caso. No la tomé en serio. A Amy, que me engañó por quién sabe cuánto tiempo, sí.

¿Cómo de ciego había estado?

—Yo... yo... —tartamudeó.

—¿Tú qué? —presioné.

Sollozó.

—Nate. —Otro sollozo—. Yo solo quiero que seamos amigos.

Solté un largo suspiro.

—¿Eres consciente de que los amigos no se mienten?

Su rostro cayó mientras asentía. La esperanza ya no estaba en él durante el último vistazo que me permitió echarle. Se dio la vuelta, sosteniendo su falda, sin mirarme de nuevo. La vi desaparecer en los servicios. Sus hombros se sacudían. Estaba siendo un hipócrita. No me importaba. Solo quería que se fuera. Cerré mis párpados buscando concentrarme en la oscuridad, no en mi ex, pero haberlo hecho fue un error que no me permitió prepararme para el segundo golpe que tendría el destino preparado para mí esta noche.

Estaba completamente seguro de haberme quedado sin aire justo en el instante en el que la distinguí. ¿Cómo era posible que se viera tan perfecta? Su clara piel relucía en un sencillo vestido hasta el suelo de terciopelo. Era de lejos la mujer más preciosa presente. Me molestó que su cabello oscuro estuviera amarrado, me gustaba más suelto, pero más lo hizo ver su codo entrelazado con el de Diego mientras se abrían paso hacia la pista de baile. El maldito seguía tras ella. No se había aburrido aún. No lo culpaba. ¿Cómo se suponía que los hombres podrían mantenerse alejados de ella luciendo así? No lo hacían. No podían. No era posible. Quería matarlo. Sacudiendo mi cabeza me forcé a pensar en ella como la mamá de Maddie y... tragué duro cuando sus ojos dieron con los míos.

Grises. Grandes. Eran mi perdición.

Aquí vamos, pensé antes de navegar voluntariamente hacia la tormenta.

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