Gratitud en Nochevieja
Elizabeth no había planeado tener visitas este Año Nuevo para quedarse cuidando de sus perros de los efectos de los fuegos artificiales, sería su primera vez celebrando una fiesta decembrina sola, lo que la emocionaba, después de que el año anterior había presenciado un par de escenas incómodas con la familia de su madre.
Mientras cocinaba la pasta con albóndigas que iba a cenar, pensaba en lo que había logrado ese año, como cortar las amistades tóxicas, reforzar lazos con buenas personas con las que sabía que podía contar, aumentar su masa muscular, aprender caligrafía con acuarelas, dedicar tiempo a la lectura, y la más importante, había alcanzado el más imposible de sus sueños: presentarse como debutante en un gran evento cultural.
Fue un año con acontecimientos tan radicales, que si doce meses antes alguien le hubiera dicho todo lo que sucedería, no lo hubiera creído. Lo que más curioso le parecía era que no había planeado nada de eso, ni siquiera lo había deseado, las cosas se dieron de una manera tan natural que no sabía si debía atribuirlo a una buena estrella que no la abandonaba o a su firme creencia de que, aunque todo parezca que va mal, al final las cosas siempre salen bien.
Le pareció un poco ridículo pensar en todo ello y rompió en una carcajada boba, de aquellas que la asaltaban cuando se encontraba en soledad pensando en alguna tontería. Sólo quiso agradecer por la vida tranquila y feliz que tenía en ese momento, a quien quiera que la hubiera proveído de tanta buena fortuna. Tenía salud y podía procurarse un techo sobre su cabeza, un hogar en el que vivía en completa libertad con sus mascotas; tenía a sus padres y a su hermana viviendo con salud y prosperidad; ¿y por qué no? también daba gracias por tener un empleo digno que le permitía tener descanso. Había tanta abundancia que agradecer al Año Viejo, que no tenía ganas de pedir nada más, excepto que todo continuara tan bien como hasta ese momento.
O bueno, tal vez sí quería pedir un deseo: no volverse a sentir con ganas de morir, por ser algo que no podía controlar. Desafortunadamente, sucedía más seguido de lo que le hubiera gustado admitir.
A veces esos pensamientos llegaban sin que lo esperara, podía encontrarse bien en algún momento y al siguiente deseaba desaparecer. Era como si algunos acontecimientos oprimieran ese botón de autodestrucción que ya no estaba tan oculto, y como le daba demasiada vergüenza hablar de ello, no era algo que atendiera en terapia, a pesar de que sabía que debía hacerlo. Y si lo hiciera ¿qué iban a decirle? ¿Que tenía una buena vida y eso debía ser un motivo suficiente para continuar con ella? No tenía problemas con eso, era el sentimiento de desolación, que no era capaz de explicar, lo que la asfixiaba.
El aroma del ajo tostado la hizo volver a la consciencia de la hora que era.
No iban a tardar en aparecer los fuegos artificiales, era mejor que se apresurara con la comida y resguardara a sus canes dentro.
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