Prólogo
14 años atrás
Lizbeth se limpió el maquillaje que se le había corrido por debajo de los ojos. A Lowan no le gustaba que atendiera a los clientes con las acusadoras marcas que dejaban las lágrimas.
Y lo que a Lowan no le gustaba terminaba en el contenedor más cercano, volviéndose comida para ratas.
El último clientes había sido especialmente duro. Le saldrían hematomas en el interior de los muslos por lo que tendría que pasar varias horas antes de la próxima noche ocultándolos con maquillaje. Odiaba ese maquillaje barato que se cuajaba con el sudor. Odiaba ese sudor que apestaba a sexo y alcohol y drogas y otras cosas aun más desagradables.
Odiaba su vida. Ese era el resumen de la larga lista que ocupaban las cosas que odiaba.
No podía creer que solo unos meses atrás se había comportado como una mujer de la calle. No podía creer aun lo tonta que había sido. Lo niña que había sido ansiando las caricias de los hombres para que estas opacaran todas las que no había recibido de sus padres.
“Niña tonta” pensó aferrando con la mano el labial rojo carmín que debía de seguir llevando por mucho que le repugnara.
La puerta se abrió sin aviso y Lizbeth se apresuró en aplicar el carmín en sus labios llenos. Sabía quien era porque Lowan nunca tocaba las puertas, varias veces le había escuchado decir que era su maldito local y él hacía lo que le daba la gana en él.
— Vaya vaya. Tu rapidez me fascina Liz. Hace solo 5 minutos que tu último cliente se marchó y ya estás lista para el siguiente. — los dedos de él, gruesos como salchichas, recorrieron la piel expuesta de los hombros de ella y ella no pudo evitar estremecerse.
Estremecerse no por placer sino por miedo. Miedo a esos dedos y a esas manazas que ella sabía a la perfección que podían moverse con la rapidez de una serpiente al ataque y envolverse alrededor de su cuello y allí apretar hasta asfixiarla. Ella ya lo había experimentado antes y no lo deseaba repetir.
Él rió con maldad sabiendo a que se debía su reacción.
— Me gusta saber que ya estás lista para tu cita conmigo. Ya sabes lo que tienes que hacer ¿verdad? — ella asintió mirando a los ojos de él a través del espejo y tratando de evitar los temblores que estaban por sacudir su cuerpo.
— Dilo, Liz. — apretó él el hombro de ella, aquellos ojos verdiazules tan sumamente hermosos que no reflejaban el alma podrida oculta tras ellos.
— Sí, señor. — claudicó ella aunque no quisiera. Algunas batallas era mejor dejarlas... Por el momento.
— Bien, caramelito. — ronroneó él y mordisqueó el cuello de ella para alejarse poco después.
Lizbeth sabía que era lo que él deseaba, así que se puso de pie y se desnudó para luego recostarse en la cama, si es que a ese catre viejo podía llamársele así. Lowan nunca dejaba de repetir que era una chica suertuda de ser la única que no compartía habitación con alguna más; Lizbeth hubiera preferido eso mil y una vez a tener que compartir su cama cada noche con ese hombre.
— Lindos. — murmuró Lowan poniéndose de rodillas sobre la cama y acariciando, casi como si temiera hacerle daño, uno de los hematomas que adornaban la blanca piel de los muslos de ella. Pero como él mismo acariciaba, también podía dañar y eso lo supo Lizbeth cuando el apretó con saña el mismo moretón que antes había rozado con tanta delicadeza, provocando que ella contuviera un grito mordiéndose la lengua.
— Espero y mañana sepas ocultarlos Candy. — concluyó él, llamándola por el nombre por el que la llamaban sus clientes y después de eso no dijo nada más en un buen rato.
Una horas después, cuando ella vomitaba sin parar, casi abrazada del inodoro, pensó que debía acelerar su plan de escape sino deseaba que su hijo naciera también en un sitio como aquel. El hijo de una prostituta y de Lowan... Un monstruo.
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