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CAPITULO 32


Armisticio

Rachel

En algún rincón del mundo, alguien está inquieto por un vestido que no fue entregado a tiempo, por un ascenso laboral, o por un mensaje que nunca fue contestado. Estoy segura de que, en este mismo instante, alguien desvela su mente por problemas cotidianos, de fácil solución.

En algún salón se propician bailes, mientras que en otros se acaban de declarar guerras.

Los anhelos de unos y las batallas de otros conviven en el mismo tiempo, separados por una línea fina que la mayoría no nota. La mayoría de las personas respira ajena a las grandes luchas que se libran a su alrededor y me alegro por ellos. Estar dentro del conflicto me deja claro que es mejor preocuparse por un vestido y no por el campo minado que otros están obligados a atravesar sin perder la esperanza, porque perderla es igual a quedarse sin municiones.

Luisa permanece a mi lado mientras aprieto la mano de las personas que manifiestan su apoyo. Laila, Brenda, Parker y el resto de los soldados caminan a lo largo del salón diplomático. Se acaba de dar el comunicado oficial. Christopher sostiene una conversación con el presidente mientras Simon dialoga con un par de senadores.

Parker se desprende del grupo de parlamentarios, se disculpa con la mujer que intenta abordarlo y se acerca a mi lugar con una copa de champán en la mano.

—¿En qué lo molesté ahora, capitán? —le pregunto cuando se detiene frente a mí.

En la vida he recibido más regaños por parte de él, que por parte de Rick. En Londres, cada cinco segundos se quejaba de mí.

—¿Qué hice?

—Lo correcto —contesta—. No importa si debemos empezar desde cero. Siempre hemos sido un gran equipo de trabajo y las cosas siempre saldrán mejor si estamos todos en un mismo lado.

La serenidad de su mirada contrasta con la autoridad que emana de su postura.

—Buen comunicado.

—¿Esta es tu forma de decirme que no soportas tenerme lejos y agradeces tenerme a tu lado al fin?

—Me alegra saber que contamos con tus habilidades. Tú, como persona, me das bastante igual, así que deja de hacerte ilusiones, James. —Continúa su camino—. Se me hace que eres tú la que no soporta tenerme lejos.

Contengo la sonrisa, mentiría si digo que, pese a nuestros desacuerdos, no le tengo cariño. Le lleva una copa a Brenda y mi amiga le presenta a la persona con la que dialoga.

Christopher me recorre por completo desde su lugar. Pese a no devolverle la mirada, siento sus ojos en cada uno de mis movimientos. «No comiences, Rachel», me regaño. El momento fugaz del beso ya pasó, necesito que mi pulso vuelva a su normalidad.

—¿Con cuántos soldados cuentan? —me pregunta Luisa—. ¿El número se acerca al de Bratt?

Sacudo la cabeza. Me gustaría decirle que sí, que al menos se tiene la mitad, pero sería una respuesta falsa, porque no estamos ni cerca del número rival. Siendo sincera, lo que me mantiene en pie es la fe, esa extraña voz que, por mis hijos y las personas que amo, me anima a continuar. Eso y que quiero ver a Antoni, Gema y Bratt en el suelo. Merezco verlos, aunque sea por una vez en la vida.

Acompañado de su esposa, el presidente se acerca a despedirse. Tienen pendiente una asamblea a la que no pueden faltar.

—Sé que esto es un nuevo inicio para ustedes, un paso que luce algo incierto —me dice el mandatario—. Si me lo permite, me gustaría darle un consejo.

—Adelante.

—No se les ocurra detener la marcha, no retrocedan. No importa cuánto se tuerzan las cosas o cuántos obstáculos se les crucen, continúen. Los grandes ejércitos son creados por quienes han caído y, al levantarse, se hicieron invencibles. Por más que la FEMF sea grande, no le teman. A mi juicio, es poderosa, pero siempre puede haber una fuerza mayor.

No oculta la convicción con la que me mira y asiento despacio.

—Gracias por permitirnos el salón —le digo.

—Está a su disposición siempre que lo necesiten. —Estrecha mi mano.

Se retiran, mientras parlamentarios y senadores continúan con sus diálogos a largo del espacio. Me bebo dos copas de champagne, necesito calmar lo que me carcome con algo.

—¿Te embriagarás en tu primer día como primera dama? —me dice Luisa—. Si lo harás, avisa, porque la que más necesita una buena noche de alcohol soy yo.

—Rachel —me llama Laila, quien fija los ojos en el hombre que atraviesa la entrada principal.

El salón enmudece, Kazuki Shima atrapa la mirada de todos los presentes. Miro a Christopher, cuya atención no se desvía de la prenda que el viceministro trae entre las manos. Avanzo hacia él. La Élite se agrupa alrededor de ambos cuando el bordado en la chaqueta se hace visible: Linguini. Las letras me atenazan la garganta.

—El capitán Patrick Linguini informa que abandona las filas —dice Kazuki.

—Su presencia es crucial aquí —digo.

—Se lo hice saber y su respuesta fue la misma —extiende el uniforme hacia mí—: abandona las filas.

La chaqueta pesa en mis manos. Un vacío helado se instala, extendiéndose como una grieta en el suelo. El silencio de Christopher a mi lado dice más que mil palabras. Simon sacude la cabeza como si fuera una completa locura lo que acaban de decir.

—Es broma, ¿cierto? —dice Brenda—. Este equipo no puede quedarse sin él. No podemos quedarnos sin Patrick y Alexa a la vez. ¿Se lo dijiste? Si se va, estaría cayendo justo en lo que el lado contrario quiere.

—Afuera los dos —le ordena el coronel a Parker y Kazuki.

Me ocupo de los presentes que están por retirarse. Alex y Gauna partieron al comando hace una hora; necesitan familiarizarse con los soldados. Dedico sonrisas escuetas a modo de despedida. La tarde ya se descompuso en cuestión de segundos. No quería empezar de esta manera.

—¿Hay alguna novedad sobre el estado de Alexa? —pregunta Laila tan pronto el salón se desocupa.

—No ha despertado, de haberlo hecho, ya lo sabríamos. —duele decirlo.

Antoni nunca dice nada sin propósito. Durante meses lo observé trabajar, usando a otros como ratas de laboratorio en sus experimentos. El orgullo por la última droga que creó se evidenciaba en su manera de hablar y de presumir. Él nunca ha creado nada suave. Owen logró sobrevivir a él, no porque el veneno fuera benigno, fue gracias a la medicina recibida antes de nacer. Aun así, sufre por las toxinas en su cuerpo.

—Vamos por él —sugiere Simon—. No puede abandonar la tropa. Hay que traerlo, meterle la cabeza en un cubo de agua fría toda la noche, si es necesario.

—Este asunto es de Linguini y el coronel es quien se ocupará. —regresa Parker—. Su instrucción es clara: nadie debe desviar la atención de lo esencial.

—Patrick es amigo de todos, igual Alexa —interviene Brenda

—Patrick no está en condiciones de hablar con nadie ahora mismo. Cualquier intento de forzarlo, lo pondrá peor. Se aisló por un motivo y pide que respetemos su decisión. Si quieren hacer algo, enfoquemos nuestros esfuerzos en uno de estos dos objetivos: un milagro para Alexandra o hacer pagar a los culpables de su estado.

—¿Ellos están a salvo? ¿En sitio seguro? —pregunto y Parker confirma con un movimiento de cabeza.

—Por el momento, sí.

—¿Por el momento? —Simon frunce el entrecejo—. ¿El estado seguro puede ser temporal? ¿Por qué «por el momento»?

—No tengo todas las respuestas, Miller. Lo único que sé es que debemos seguir adelante, es la única forma de sobrevivir sin que nos aplasten.

—Enviaré un nuevo mensaje tanto a Gehena como al CCT. Con suerte, podrían ayudarnos con algo útil.

La sola idea de enfrentar otra despedida definitiva me paraliza. El dolor desgarrador ha dejado cicatrices tan hondas que cuesta imaginarlo cerca, siquiera. Le entrego el uniforme a Simon, quiero aferrarme a la idea de que es temporal su partida. Patrick no es un mero colega; es mi padrino de bodas, el mejor amigo del coronel, el que siempre ha estado para todos.

Cayetana me envía un mensaje preguntando si puedo ir a casa.

—Debo ir a ver a los mellizos. Pónganme al tanto si surge alguna otra novedad.

—Ve tranquila, nosotros también necesitamos descansar —dice Luisa.

Me despido de cada uno.

—Es una lástima que la victoria del comunicado se haya empañado tan pronto —me dice Laila con los hombros encorvados.

—Lo resolveremos. —Deslizo mis manos sobre sus brazos.

—Ve con los niños.

Cruzo el vestíbulo bajo la mirada atenta de los agentes que patrullan el corredor. Las puertas principales se abren para mí tras un breve saludo de los hombres que las custodian. Las cámaras barren el patio adoquinado, donde las águilas rusas, talladas en la piedra centenaria, reafirman que estamos en el centro del poder ruso.

Afuera, Tyler espera por mí.

—Teniente —me acompaña al auto—, el coronel partió junto al señor Kazuki.

—Llévame a la mansión, por favor.

—Enseguida. —Entra al vehículo conmigo y salimos del perímetro de la casa presidencial.

El hielo en los cristales distorsiona las luces, difuminando las sombras que se proyectan desde los altos edificios. Moscú no tiene la prisa caótica de Londres ni la calidez acogedora de las plazas italianas, pero su presencia es innegablemente majestuosa. En las aceras, las familias pasean sin prisa y los niños caminan de la mano de sus padres en las distintas plazas de la capital.

El prestigioso vecindario de Regina Morgan se extiende a mi alrededor. Mansiones de fachadas, pulcras y rejas blancas aparecen a cada lado, rodeadas de jardines amplios y frondosos. Esculturas de mármol y fuentes apagadas se asoman entre la vegetación invernal. Es fácil entender por qué la madre de Alex se sentía tan cómoda aquí. El ruido urbano es nulo, huele a pino fresco y se respira el ambiente reconfortante de todo espacio rodeado de vida verde.

El teléfono se ilumina con un mensaje de papá, quiere saber cómo estoy. Le respondo que bien. Vive en constante angustia y procuro no hacerlo esperar. Nuestra situación aún está lejos de ser segura.

El auto se estaciona frente a las escaleras de mármol. La empleada, que le ayuda a Cayetana con los quehaceres, me abre la puerta. Hay música a todo volumen, la pantalla de la sala está encendida y Milenka está dando saltos frente al televisor. Sonrío al instante, no hay dicha que se compare con experiencias tan cotidianas como esta.

—¿Qué haces, pequeña diablillo? —La sujeto por detrás—. ¿Qué terremoto hizo todo este desorden?

Los cojines están esparcidos por el piso y la alfombra es un desastre cubierta de palomitas. Beso la mejilla acalorada de mi hija y su risa me da mil años de vida cuando le pico las costillas. Tiene el flequillo empapado de sudor de tanto saltar.

—¿Dónde está tu hermano?

—Arriba, tiene fiebre y no quiso bajar a jugar.

Cayetana sale de la cocina secándose las manos.

—No se siente bien, dice que le duelen los oídos. Ha pasado toda la tarde acostado.

Subo las escaleras con Milenka en brazos, quien me exige que lo haga dando saltos. Accedo solo para oírla reír otra vez. Me he cohibido de sus risas por muchos años, es justo darme un banquete con ellas ahora.

Entramos a la habitación del hermano, en la mesita de noche reposa su carrito favorito. Owen está acostado. La cara le cambia en cuanto me ve, trata de incorporarse y me acerco rápido para ahorrarle el esfuerzo.

—¿Cómo está mi pequeñín?

Milenka da un salto hacia la cama. Alzo a Owen. Sus brazos son delgados en comparación con los de su hermana, y su respiración no es tan estable. Aunque no dependa de oxígeno, cada suspiro le cuesta más de lo que debería. Los juegos intensos o cualquier actividad física exigente están fuera de su alcance.

Cayetana me pone al tanto del medicamento que tenemos en reserva. Ya comieron, la tía de Stefan acostumbra a servirle la cena antes de las siete. Le doy jarabe a Owen para la fiebre y me acuesto en la cama con ambos. El tiempo es un regalo que atesoro cada vez que los tengo a mi lado.

Me quito los zapatos, beso sus cabezas y hago cosquillas en sus barrigas.

—¿A qué hora viene mi papá? —pregunta Milenka—. ¿Por qué no vino contigo?

—Está trabajando. Mañana, de seguro, lo verás.

—Muéstrenle a su madre el nuevo álbum que les hizo el tío Stefan —dice Cayetana—. Lo trajo ayer en la mañana.

Saca el libro de la cajonera.

—Hay nuevas fotos y recortes.

Recuesto la espalda contra la cama en forma de auto de carreras. Owen apoya la cabeza en mi hombro mientras Milenka recibe el álbum. En Londres, Stefan se sentía en deuda conmigo; ahora soy yo la que por siempre se sentirá en deuda con él.

Les pregunto a los niños quiénes son las personas de cada foto. Reconocen todos los nombres y lo que hacen. El álbum es hermoso, aun así, siento que le falta más vida, menos recortes y más momentos capturados que puedan preservar hasta su adultez.

—Tengo que bautizarlos —los abrazo—. Tendrán padrinos. Son personas que los van a amar, cuidar y siempre estarán para ustedes.

—Mi papá me ama —presume Milenka.

—Sí, pero no puede ser tu padrino. —Le acomodo el cerquillo.

—¡Un bautizo! —se emociona Cayetana—. Me encanta la idea, podemos decorar la casa, hacer un buen menú, traer invitados.

—Comprar trajes y bonitos vestidos.

En mi familia, el bautizo es una tradición. De niña, iba dos o tres veces al año a las ceremonias de los hijos de los hermanos de papá. Nadie tomaba los eventos a la ligera; se dedicaban meses para asegurarse de que todo quedara perfecto. Una de las primeras cosas que imaginé durante mi embarazo fue un bautizo. He perdido instantes valiosos y no voy a permitir que otro se me escape.

Repasamos el álbum tres veces más. En mi oficina, imprimo las fotos que tenemos en el móvil y las agregamos a las páginas en blanco. Las cosas han sido tan complicadas para todos que en ciertos momentos llegué a pensar que estar con ellos solo se quedaría en un anhelo. En la mansión de Antoni, hubo días en los que creí que nunca más tendría a mi lado lo que con tanto amor esperé.

El sueño vence a Owen después de darle la segunda dosis de jarabe. Milenka no es igual, parece que tuviera una batería con cargador conectado las veinticuatro horas del día. La cambio y arreglo los cojines de su cama.

—Ahora sí, a dormir. —Acuesto a Milenka.

—¿Estarás mañana?

—Sí, y pasado también. Tendré que salir a trabajar, pero regresaré.

—¿Vendrás a acostarnos y jugar con Pucki?

—Sí, y a hacerle más cosquillas a estas barrigas. —Beso su frente, haciéndole más cosquillas.

Espero a que se duerma y por minutos saboreo el pequeño instante de tranquilidad entre las cuatro paredes de la habitación tapizada. Dentro no hay amenazas al acecho ni decisiones urgentes. Solo el aroma de mis hijos en mi uniforme.

—Stefan vino a traerme un par de abrigos e hice té —dice Cayetana en la puerta—. ¿Le apetece beber una taza?

—Sí, la noche está algo fría.

Apago las luces y la sigo hacia el comedor. El tapiz blanco, decorado con ornamentos plateados, embellece las paredes. Cayetana conserva el lugar impecable. Las mesas de madera oscura del corredor sostienen jarrones con tulipanes frescos, lo que hace que se vea como la casa familiar soñada.

Atravesamos la sala. El olor a pan recién hecho sale de la cocina marfil y en la mesa del comedor descansa una tetera junto a un juego de tazas de patrón floral.

—Angel —Stefan aparece con una azucarera en la mano. Sonriente, se acerca a darme un beso en la mejilla—. Vi el comunicado, ¿todo en orden?

—Hasta el momento sí. —Lo invito a sentarse—. A excepción de Patrick: entregó su uniforme. No sabemos por cuánto tiempo se ausentará, o si volverá.

Sujeta mi mano encima de la mesa. Cayetana sirve la bebida de manzanilla. La tensión acumulada de las últimas horas agradece la taza humeante. Hace días que no reposo.

—A veces me pregunto si maté algún gato negro en mi infancia y a eso se deben todas estas desgracias.

—No se castigue ni atraiga mala energía pensando así. El camino de los valientes es difícil porque solo ellos son capaces de alcanzar lo que otros no —me dice Cayetana—. No tema ni se dé por vencida. Tiene un linaje de seres fuertes, de gente que no solo atrae por fuera, sino por lo que lleva dentro. No reniegue de su herencia, hónrela, haga de ella su escudo y verá que el universo sabrá recompensarla en esta vida o en la otra. No permita que otros ensucien su alma con dudas. El mundo está lleno de sombras, pero también de gente buena que eternamente le agradecerá todo este esfuerzo.

Me mira y hay tanta calidez en sus palabras que me dan ganas de abrazarla.

—Está en casa, deje los problemas afuera, aunque sea por esta noche. —Me sirve más té—. Mejor hablemos de la mansión. Es hermosa, ¿no le parece? Yo estoy enamorada desde que puse el primer pie aquí. Los niños la adoran, especialmente Milenka, porque tiene espacio para correr por donde quiera.

Me hace reír.

—Entonces también amaría la propiedad de los James en Phoenix. Papá tiene hectáreas de campo verde donde cabalgábamos durante horas. En verano, mis hermanas y yo pasábamos días enteros junto a la piscina disfrutando de parrilladas. Nuestro vecindario era tan extenso que a veces ni en bicicleta lográbamos recorrerlo por completo.

Les hablo de las noches de campamento bajo el cielo estrellado, del sonido del oleaje cuando íbamos a la playa en verano y de los amigos con los que pasaba horas jugando en el patio trasero.

Tuve que irme a los dieciséis, pero no perdía la oportunidad de ir en vacaciones. Viajaba a Arizona a compartir con los James, o a Washington a visitar a las hermanas de Luciana.

Stefan se extiende a hablar de los mellizos, sus pequeños detalles, manías y de cómo disfrutan de comer pollo frito. No es sorpresa, yo también amo el pollo frito. Habla de lo que les gusta hacer en sus ratos libres, de lo traviesa que es Milenka.

—¿Y cómo fue la infancia del señor Christopher?

—No tengo idea. Lo único que sé es que le gustaba correr desnudo por toda esta casa.

—No creo que montara a caballo, ni nadara en piscinas. Él, de seguro, robaba almuerzos y golpeaba a los niños del parque.

La tía lo regaña con los ojos.

—No me mires mal, que es cierto. —Le da un último sorbo a su té.

Mira su reloj, ya son más de las diez. Mañana tiene que trabajar temprano y no quiere empezar el día agotado.

—Tenemos espacio de sobra en el apartamento. Si no te sientes cómoda aquí, puedes quedarte allá sin problema. —Besa mi frente.

—Los niños la verían menos, así que no —lo espanta Cayetana—. Ellos deben pasar tiempo con su madre y su padre todo lo que puedan. Me duelen las caderas, no puedo estar llevándolos de un lugar a otro.

Le sonrío a Stefan, me devuelve el gesto y me levanto a abrazarlo. Uno de los motivos por los que tomé esta decisión es porque en verdad deseo estar cerca de los mellizos que, aunque sea por unos meses, la palabra hogar no les suene a algo desconocido. Estamos en un periodo incierto, donde no hay garantías. Hasta no tener nada asegurado, quiero que puedan disfrutar de su madre el mayor tiempo posible.

—Voy a estar bien, estate tranquilo.

—¿Puedo saber cuáles son los planes?

«Planes». La palabra sabe a nostalgia en mi boca. Hace tres años, mis planes eran simples: ser una buena soldado, una buena madre y tener un buen matrimonio. Ahora... ahora todo se reduce a subsistir, a analizar y batallar. Ya no puedo darme el lujo de soñar con futuros perfectos, así que mis planes ahora son más concretos: asegurar cada pieza del tablero, fortificar cada grieta por donde podrían herirnos. Antoni, Bratt, Gema... todos tienen la capacidad de arrancarme lo poco que me queda. No puedo perder más. No otra vez.

La cima nunca me importó tanto como ahora, que entiendo que es la única manera de mantener a salvo a los míos.

—Triunfar —lo resumo y sonríe.

—Así será. —Me vuelve a abrazar.

Se va y me quedo una hora más en el comedor. Envío los correos a Gehena y CCT. Owen tiene una revisión médica en unas semanas. Si no recibo respuesta vía correo, aprovecharé el tiempo con el especialista.

De algún lado va a salir alguna solución.

Reviso pendientes. Sam partirá a Estados Unidos mañana al mediodía. No viajará sola; soldados de la alta guardia la acompañarán. También se enviaron hombres a cubrir el perímetro de la casa Mitchels. Los acontecimientos del pasado no volverán a ocurrir.

—¿Podría darme el número telefónico de su cuñado? —Pide Cayetana de la nada y el té se me devuelve a la garganta—. Se me hace buena idea hacer un grupo familiar para las cenas...

—El papá de mi sobrina no es mi cuñado.

—Está casado con su hermana.

—Eso no significa que sea su esposo. —Un dolor punzante me atraviesa la cabeza—. Somos gente que firmaron un pacto temporal para no matarse. El hecho no nos convierte en familia ni nada parecido.

—Está llegando el coronel —anuncia Tyler en la sala.

—Me iré a descansar. —Abandono mi silla—. Gracias por el té, me hacía falta.

—¿No le apetece más?

—Estoy bien así.

Rápido, me encamino hacia las escaleras.

—Acomodé sus pertenencias en la habitación principal. —Cayetana me detiene a mitad de los escalones—. Llegaron ayer y, como no me indicaron dónde ponerlas, supuse que querría dormir ahí, ya que el dormitorio está cerca de la alcoba de los niños.

Death entra acompañado del coronel y no me queda más alternativa que quedarme en mi sitio. Apresurarme arriba sería grosero o, peor aún, daría la impresión de que estoy huyendo.

Christopher dirige la mirada a mi lugar. La chaqueta del uniforme que cuelga sobre su brazo, deja a la vista la camisa blanca que se ajusta al torso tallado, fruto de los años en el ejército. El cabello oscuro le cae desordenado sobre las cejas, como si hubiese pasado las manos múltiples veces por él a lo largo de la noche. Lo conocí cuando tenía veintiséis años; ahora ha pasado los treinta, y desearía que el tiempo hubiera disminuido su atractivo. Sin embargo, para mi desgracia, ocurre exactamente lo contrario.

—Teniente, buenas noches —me saluda Death—. O primera dama, ¿cómo debo decirle ahora?

—Como tú desees. Rachel estaría bien. —Miro al coronel como si nada pasara—. ¿Supiste algo de Patrick?

—No —se limita a decir y continúo mi camino.

—Ten una buena noche, Death —digo sin voltear.

—Igual usted.

Los latidos del corazón me retumban en cada rincón del cuerpo. El uniforme se me ciñe, convertido en una prisión, me aprieta ahogándome con cada paso. ¿Hasta cuándo va a seguir sucediendo esto? Es molesto. En Italia era la clase de mujer que tenía controlado todo atisbo de deseo. Esa certeza me daba poder, claridad. Pero con Christopher se acaba la dicha en un par de segundos.

«Concentrada, teniente» Me digo. Cada quien tiene su papel, su objetivo, y no hay espacio para nada más. 


════ ⋆★⋆ ════

Christopher

Hay quienes dicen que el sufrimiento ilumina, que el dolor te hace mejor persona, que después de tocar fondo, ves la vida de manera diferente, más clara, más pura. Falso. El tiempo en la fosa no me hizo mejor. No me dio claridad ni me llenó de agradecimiento. No vi luces divinas ni tuve epifanías.

Algunos salen de la oscuridad convertidos en santos, predicando sobre cómo el dolor los iluminó y la miseria los hizo mejores personas. No digo que sea del todo mentira, los débiles necesitan creer que su sufrimiento tiene un propósito, necesitan aferrarse a algo que los haga ver más sabios. Es su forma de justificar que han venido aquí a nada más que a sobrevivir.

Conmigo es distinto. Para quienes nacimos soberanos, el dolor no transforma ni enseña: redefine.

Reúno a los soldados responsables de la seguridad. Una vez que están todos, despliego los planos de la mansión sobre la mesa central de mi despacho. Necesito el perímetro cubierto las veinticuatro horas del día y hombres capacitados a su cargo.

—Empieza —le ordeno a Death.

El peleador del Mortal Cage se remanga la camisa. No trabajaré con lesionados. Requiero hombres en condiciones óptimas, listos para cualquier amenaza. Esta es mi casa, si algo debe estar blindado, es este lugar.

—Quítense la ropa.

—¿Para qué? —Palidece Tyler Cook.

—Quiero saber si el tono de tus pelotas se asemeja al mío. —Levanto la vista de la mesa—. Para evaluarte, imbécil ¡¿Para qué más sería?!

Death comienza con Baxter. Desliza los dedos por tobillos, pantorrillas. Palpa rodillas. La manos suben, presionan abdomen, costillas. Recorre deltoides, bíceps, trapecio. Detiene su inspección en las cervicales y sube hasta la zona craneal antes de avanzar hacia el puesto de los otros hombres.

Sabe bien lo que hace. Por algo, Thomas lo tenía como uno de sus soldados predilectos. Continúa al puesto de Tyler, quien parece que le fueran a hacer el examen de próstata cuando se coloca detrás de él.

—¿Tienes algún trauma que confesar?

—No, mi coronel.

Death procede. Diez minutos después me dirige una leve inclinación de cabeza. No hay soldado fuera de lo óptimo. Emito las indicaciones finales, dejo en claro que quiero un trabajo impecable. Nadie abandonará su puesto sin relevo autorizado. Están prohibidas las distracciones durante su guardia. Los puntos de acceso deben estar vigilados en todo momento y las rutas de evacuación, despejadas.

—Como ordene, coronel —dicen en unísono antes de marcharse.

Death es el único que se queda asintiendo al resto de las órdenes. Seguirá bajo mi servicio y convivirá con el resto de la guardia.

—No quiero sorpresas. Cualquier novedad, por insignificante que sea, me la informas de inmediato y directamente a mí. ¿Está claro?

—Como ordenes, Legión. —Se va.

Sirvo un whisky doble a la vez que reviso el teléfono. Los últimos mensajes enviados no tienen respuesta. Me empino el trago y el ardor del líquido me quema hasta el estómago. Patrick decidió meterse en una madriguera remota. ¿Lo sacaré? No. Lo que tenía que decirle, se lo dije ya. Él, más que nadie, es consciente de la situación en la que nos encontramos, sabe bien el peso de sus decisiones.

En el mueble reviso las noticias. Basta con echar un vistazo a un par de periódicos internacionales para notar la manera en la que Bratt tiene a los medios comiendo de su mano.

Podrá tener todo lo que quiera, pero nunca mi respeto. ¿Me dolió su traición? No. Lo que me hace arder los intestinos es su falta de pelotas, que no tuviera el coraje de mirarme a la cara mientras me clavaba el puñal. Prefirió esconderse entre sus mentiras de supuesta justicia y ahora pretende ser el bueno, el salvador de manos limpias y sonrisa hipócrita que se sienta en su silla, convencido de que su postura es moralmente superior.

Se jacta de ser mejor que yo, aun cuando sabe que no está ni cerca de serlo. A diferencia de él, nunca he fingido ser algo que no soy. Cuando quise poder, fui por él. Cuando necesité sangre, la derramé con mis propias manos. Mis enemigos siempre han sabido qué esperar de mí. Pero Bratt... Bratt Lewis es el tipo de cobarde que necesita convencerse de que sus acciones son justas, de que sus actos son necesarios. Se cree el gran guardián. Hipócrita es la única palabra que lo define.

Para su mala suerte, el infierno me escupió de vuelta y, si de algo estoy seguro, es que pase lo que pase, no volveré hasta conseguir que se arrepienta hasta de haber nacido. Ya tengo a la gente donde quiero que esté. Si alguien decide salirse del camino, le enterraré un tiro en la frente. Nada será un impedimento esta vez.

Salgo del despacho con el trago en la mano. Milenka y Owen duermen cada uno en su respectiva habitación. La primera ronca con la boca abierta; el segundo, al menos, no da pena ajena como la hermana.

Corro las cortinas que quedaron abiertas, cierro la puerta blanca y bebo el resto del licor en mi vaso. Camino hacia el dormitorio principal y lo primero que veo al entrar es el uniforme de Rachel en el mueble de la esquina.

Mi cuerpo reacciona al instante; sangre se arremolina en mi polla cuando mi cabeza despliega el calor de la boca que tuve encima en la tarde. He aguantado, enfocado en lo que tengo que hacer, pero una cosa es aguantar afuera y otra aquí, donde las ganas de volverle trizas la ropa y arrancarle las bragas queman el triple.

El control dura mientras tenga la cabeza distraída... Ahora no la tengo.

El sonido de la ducha inunda el baño privado y, por instinto propio, coloco la mano en la hebilla de mi pantalón. Ninguna barrera me impide entrar donde está, abrir la puerta de cristal, arrinconarla y chuparle las tetas hasta que sus piernas no puedan sostenerla y tenga que aferrarse a mí en lo que la cojo contra la pared. Tengo semanas sin follar, mi polla está urgida por soltarlo todo.

Doy cuatro pasos mientras desencajo la camisa, saco el miembro duro y la veo en mi mente: su piel mojada, su cabello cayendo por su espalda, el agua resbalando por sus curvas. «Joder». Una llamarada se acumula en mi pecho, desciende veloz hacia lo que sostengo en la mano. Hilos espesos brotan de mi punta.

Avanzo decidido hasta que... fragmentos de lo acontecido me llueven como esquirlas de vidrio en la cabeza y a menos de un metro dejo de moverme. Estoy en mi casa, puedo hacer lo que me plazca, ¿qué me lo impide? La respuesta golpea fuerte en el interior de mi cráneo.

Sé bien lo que sucederá si entro a ese baño: volveré a los antiguos malditos vicios de siempre.

Tengo un ejército que comandar, una guerra que ganar y no pensar con la cabeza fría fue lo que me hundió en años pasados.

—¿Cayetana? —pregunta desde la ducha—. ¿Despertó uno de los niños?

Me alejo de la puerta con la cabeza latiéndome.

Regreso al despacho donde me echo en el sofá. La polla se me sacude en protesta, quiere vaciarse; sin embargo, tendrá que aguantar, porque ahora hay cosas más importantes que un polvo bajo una ducha.

Si aguante años en una fosa, puedo aguantar ahora que necesito tener la cabeza clara.

════ ⋆★⋆ ════

Muchas gracias por leer mis amores.

¡Nos vemos el sábado!

Besitos con amor

Eva. 


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