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Capítulo 8

Los días parecían detenerse por mil años a las tres de la tarde. Las noches apagaban las luces, encerrándolo en las penumbras hasta la salida del sol. Ahora que conocía la vida junto a él, olvidó lo que era la soledad.

El calor no mejoró durante el invierno, y en el verano solo se acrecentó la rabia del sol. Se ahogó aceptando miles de peticiones de trabajo, enfocando la mayor parte de su tiempo en usar su cabeza para sus encargos. Comía cada vez que se acordaba y bebía agua por el mero reflejo de los mareos. Dormir se convirtió en uno de esos bonitos recuerdos, porque pese al cansancio, su tristeza no le permitía descansar.

La puerta de su hogar siempre se mantenía abierta, incluso durante la noche, cuando se recostaba contra el marco de la puerta, esperando. Sus ilusiones morían con cada amanecer, porque era otro día en el que Dante no aparecía.

Margot seguía frecuentando su hogar con constancia, ayudándole con algunos trabajos, procurando mantener el aseo y platos calientes para su taciturno muchacho. Impotente, solo podía rezar junto al joven, por todas aquellas almas de los desafortunados.

— No cenaste anoche, Ash — murmuró, cansada por repetir las mismas palabras cada mañana. Afligida por la delicada salud del muchacho, negó al encontrar la cena intacta, guardada en el pequeño refrigerador — Debes comer. Un día de estos tu descuido te pasará factura —

El chico estiró una aterciopelada tela, quitándole las costuras con una pequeña hoja de navaja, procurando no desgarrar la blusa o pincharse el dedo por accidente. — Lo siento, lo olvidé. No volverá a pasar — dijo desganado, aguantando las ganas de bostezar, achinando sus ojos tras el cristal de sus lentes, para cortar la línea correcta.

Margot suspiró, escuchar la misma mentira cada mañana no le hacía bien a su corazón. Apiló los tratos de mala gana, empezando a irritarse por la actitud tan melancólica que su muchacho había tenido durante esos cinco meses. Sus frustraciones las liberó contra los platos al restregarlos con el paste y el jabón.

— Siempre dices, comeré y no comes — farfulló, insistiendo en quitar una mancha que ya no estaba — "Lo olvidé, lo siento, no pasará" y siempre pasa al día siguiente — despotricó, quizá el hecho de ser ignorada por Asher le hacía rabiar más. Apretó los párpados, impidiéndole a sus cristalinos ojos perderse por las lágrimas — Te estás muriendo en vida —

Asher se quitó los lentes, acarició con sus dedos el puente de su nariz. Perder peso solo aumentaba su aspecto desaliñado y achacoso. El lápiz preso sobre su oreja, cayó al suelo, provocándole un pequeño susto. Consciente de las quejas de Margot, dobló la camisa con la hoja filosa encima, para no perderla de vista.

— Voy a desayunar la cena — murmuró al levantarse, sin aguantar el quejido brotar de sus labios, por sus entumecidos músculos. Acababa de llegar a los veinte, pero su alma y su cuerpo parecían los de un anciano en sus sesenta años.

Margot, aún furibunda, echó los tallarines en una paila, pretendiendo calentarlos a fuego lento — Y a tomar un descanso, saldrás a dar una caminata para que te dé el aire en la cara — le amenazó al señalarlo con un dedo — Te asearás y cortaré tus cabellos... Te ves como la mierda — enredó sus dedos en las hebras secas y descuidadas de Asher, encontrando uno y mil motivos más para regañarlo.

— ¿Dijiste una mala palabra? — Esbozó una pequeña sonrisa, aunque como carecía de alegría, su imitación no fue perfecta — Ya tienes un pecado que confesar —

— No estamos hablando de mí, estamos hablando de ti — le dio un empujón en la espalda, el golpe de su palma fue lo suficientemente fuerte para doblegarlo y hacerle chillar — Vamos, mueve esas piernas. Aunque sea empieza a caminar alrededor de la casa, te estás atrofiando desde tan joven —

— Voy, voy. ¡No me pegues! No seas violenta — Sobándose la espalda, dio un par de pasos girando sobre la estancia, hasta que la fémina le llamó a gritos, haciéndole comerse su plato de espaguetis de pie, bajo la ultimátum de terminar todo el plato o lo dejaría fuera de la casa durante horas.

Comiendo con la ayuda de un tenedor, se llevaba los tallarines a la boca, procurando lamer el jugo de tomate en sus labios, alimentándose a un ritmo bastante lento. Viendo a cada tanto el mundo tras la ventana, luchaba por enfocar un poco más allá, porque quizá Dante podría estar allí, caminando de regreso a él.

Las malas noticias son más rápidas. El único que llegó a su casa esa mañana, fue el Padre Thomas, cuya expresión de pesadumbre no cambió. Pesaroso, informó del fallecimiento de Liah Huxley, la abuela y único pariente de Jayce. La anciana había muerto sin despedirse de su nieto, quien no podría encargarse del acto fúnebre.

Ante la ausencia de Jayce, Asher se encargó de ir periódicamente a la deshabitada casa a limpiar. Su ritmo de vida cambió, Liah era una de sus clientes más antiguas, se sentía responsable de velar por salvaguardar el lugar que durante toda su vida llamó su hogar, como una forma de agradecimiento por confiar en su trabajo durante tantos años.

Dos veces a la semana, con su gorrito en la cabeza, materiales de aseo en su bicicleta y la piedad del sol mañanero, emprendía su viaje hacia la vivienda.

Una vez al mes, visitaba su tumba, siempre le llevaba un gran y oloroso ramo de crisantemos de varios colores, los cuales acomodaba en una vasija. Se encargaba de cortar la maleza y nutrir la grama con abono. Al terminar su pequeña jornada, se recostaba contra la lápida, admirando las nubes sin ningún pensamiento en específico, disfrutando de las pocas corrientes de aire, mientras su usual sombrero de paja descansaba sobre su regazo.

Solía quedarse para rezarle a Dios en esos instantes donde más en paz se sentía. Le contaba de sus pesares, sus miedos y sus sueños, a veces solía enojarse con él, porque las estaciones seguían cambiando y no obtenía respuestas. Quizá el Padre Thomas tenía razón y solo le faltaba fé.

Los días se hicieron semanas, las semanas pasaron a meses y los meses se convirtieron en años. Celebrar su cumpleaños veintidós no fue motivo de celebración, se encerró en casa a embriagarse con alcohol, pese a los reniegos de Margot por combinar su medicina con licor. A medida que el tiempo pasaba, su esperanza fallecía en una lenta tortura.

Empezó a vivir con el lema de los adictos: Hoy no, mañana sí. Tal vez mañana Dante sí regresaría. Los terrores nocturnos habían desaparecido, dejando de él, solo una cáscara somnolienta, que le gritaba a las paredes, suplicándoles que le dejasen descansar por unas horas, sin despertar a cada rato, sumido en lágrimas incontrolables por despertar de una bonita ilusión en donde su amado nunca se había ido.

Ver el amanecer a través de la ventana de su habitación, tras una noche en vela, sentado en la cama con la espalda recostada a la pared, mientras abrazaba una almohada, había perdido su magia si lo hacía todos los días. Aún cansado, se despojó de las sábanas alrededor de sus piernas, para empezar su eterna rutina.

Ojalá ese día hubiese sido otro más.

Con su cuchara hundida en el café, combinaba el azúcar con su bebida, respirando el vaho con aquel gustoso aroma infectado de cafeína. Su mente yacía ocupada en planear el orden de los encargos de esa jornada, sumido en el golpe del cubierto contra el cristal, salió de su ensoñamiento cuando el Padre Thomas abrió la puerta de su casa.

— Padre, no sabía que vendría — esbozó una pequeña sonrisa. Dejó de agitar la cuchara, para darle un pequeño trago, comprobando su sabor — ¿por qué no me lo dijo? Habría hecho una... — Su intentó de mantenerse tranquilo, se derrumbó al notar la expresión en su rostro.

El asa de la taza se le deslizó de los dedos, y cayó contra la encimera, mezclándose el café con los vidrios rotos, consiguiendo hacerle un par de raspones en la mano y los pies. Retrocedió en negación, sabiendo que aquellas no eran buenas noticias.

— Ha llegado una carta del ejército — dijo, saltándose su usual calidez. No podría rebuscar las palabras, porque no existían las que pudieran hacer más suave el golpe definitivo.

Asher parpadeó constantemente, haciendo que un par de gotas se desprendieran de sus ojos. Cubrió su boca con su mano, moviendo sus dedos por su barbilla, rozando sus mejillas y sus labios ante un ataque de nervios y negación. ¿Su corazón seguía latiendo? El dolor de su pecho y la falta de aire, eran devastadoras.

— Está muerto. Dante, está muerto — Asher afirmó, mientras su estado emocional decaía. Aunque se mordió los labios, los sollozos acabaron escapando.

El Padre Thomas no respondió, otorgándole el inevitable sí. Las pesadillas de los primeros meses, renacieron como la verdad de la realidad.

— ¿Podría dejarme solo? — Susurró desecho, cansado de fingir que estaba bien, cuando era una mentira para complacer a los demás.

Thomas, afligido por no poder apaciguar aquel profundo dolor, se negó — Hijo, este es un momento... —

— Déjeme solo, por favor — suplicó al dejarse caer de rodillas al suelo, perdiendo la facultad de hablar. Gritó amargamente, abrazándose a sí mismo, enterrando sus uñas en su blanca piel, sin poder mantener las piezas rotas de su alma. Las lágrimas no le dejaban ver más que su propio dolor, él se asfixiaba pese a respirar.

El dolor le estaba desgarrando por dentro, y el Padre Thomas solo podía sujetarlo contra su pecho, acompañando su desconsuelo en silencio.

El llanto continuó a pesar de quedarse sin lágrimas para derramar, la pena de su corazón no tenía cura. Se quedó sin voz de tanto gritar, sin embargo, sus pensamientos nunca se callaron.

Finalmente, Asher cayó al vacío.

Nadie podría sacarlo de las garras del monstruo de la depresión. Solo él podía luchar, y ya no quería hacerlo.

El rechinido de la vieja silla de madera en el pórtico, resonaba junto al soplido del viento y la danza de las olas. Se mecía con el mínimo esfuerzo de sus piernas, admirando a la nada, pese a estar rodeado de naturaleza. El apagado brillo de sus orbes, iba acorde a la palidez de su tez y el descuido de su cabellera.

Margot se acercó a él, suspirando de cansancio tras espantar el polvo de los rincones de la casa. Con las manos sobre sus caderas, negó insistentemente, mordiéndose los labios para no soltar improperios. Hablar con Asher era unilateral y desgastante, desde que acudió a la mudez selectiva para escapar de la realidad.

— Muchacho, debes comer. Vas a morir de hambre — Le regañó en un tono maternal, aguantando las ganas de echarse a llorar. Jaló la pequeña mesa al lado de la silla mecedora, metió la cuchara en la sopa, revolviéndola — Dante no quisiera que murieras de hambre, no era un hombre desalmado —

Asher no reaccionó, cual si fuese un desahuciado, esperando la muerte llegar por él, no tuvo voluntad de responder. Respirar ya era laborioso.

Margot cerró los ojos por un instante, suplicando a Dios fuerzas. Tomó el crucifijo que Asher nunca abandonó, hasta la devastadora noticia del fallecimiento de su amor, tres meses atrás. Le dolió hasta el alma cuando su muchacho se deshizo de este, solo pudo guardarlo con la esperanza en que un día se lo pidiese de regreso.

El paño húmedo en su hombro, lo utilizó al pasarlo sobre las mejillas de Asher, intentando refrescarlo. Acarició la piel expuesta, siendo cuidadosa al enfriar su cuerpo. Luchando con su respiración, parpadeando reiteradamente para no lagrimear. No quería perder la batalla contra la tristeza. El cuerpo demacrado del chiquillo, por la falta de agua y alimentó, sacudía su corazón.

— Mejor, ¿verdad? — Esbozó una escueta sonrisa, derrumbándose al no conseguir sacarle ni una sílaba. Agotada, se levantó con esfuerzo, sintiendo un punzante dolor en su espalda, se mordió los labios, ignorando sus propios pesares — Iré por tu medicina... Y está vez debes comer, necesitas comer, Asher —

El joven siguió su figura con los ojos, hasta que la mujer se perdió tras la puerta. Ni siquiera el Padre Thomas conseguía arrancarle la voz. Volvió a empujar la silla mecedora, provocando un molesto chirrido.

Margot regresó con la pastilla debajo del vaso de agua en la mano. Puso los tratos en la mesa, peinó los cabellos de Asher con los dedos y rogó por fuerzas para una nueva batalla. Apretó el labio inferior con la cápsula, intentando meterla en la boca de Asher en su contra.

— Por favor, Ash... Debes tomarla, tu corazón la necesita — Insistió, recibiendo una respuesta negativa sin necesidad de palabras — ¿Por qué no dejas a Dante cuidarte desde el cielo? Quizá está sufriendo al verte morir lentamente —

Asher no miraba el mal en fallecer, desde su punto de vista, era un castigo contra Dante por abandonarlo. Escuchar sus mentiras era la miel más dulce y dolorosa, comió tanta de ella, que acabó lastimado por glotón.

El terror conocido como guerra le había arrebatado a su más grande amor, llevándose con ella sus sueños y esperanzas del futuro, tras contarle el peor chiste de la existencia. Su país se había retirado al aceptar su derrota contra el enemigo, hasta que la sangre fue derramada, los poderosos se abrieron a las negociaciones para terminar diplomáticamente un conflicto que ellos mismos crearon.

Dante murió por culpa del interés de cerdos codiciosos.

— Asher — Margot clamó su nombre, en un tono entre la rabia y la melancolía — No me hagas esto, ya no puedo soportarlo... No puedo soportarlo — entre sollozos provocados por el dolor de una madre siendo testigo de la muerte de su hijo, terminó derrotada, arrodillada a los pies de Ash, sujetándose desesperadamente a su ropa, tirando de la tela hacia abajo.

A lo lejos, un par de pasos se escucharon detrás del llanto de la fémina. La pequeña y difusa figura negra, avanzó lo suficiente para ser reconocible. Bajó el incandescente sol de la tarde, cargando con una mano las correas de un bolso que golpeaba su espalda, aquel hombre llegó a su propiedad. Sus pesadas pisadas hicieron rechinar los escalones del pórtico.

Sus ojos se cruzaron por un segundo, hasta que el mayor se acercó a tomar a Margot del brazo, ayudándole a levantarse, secó sus lágrimas con su mano, mientras daba caricias circulares a su espalda, consolándola.

Jayce había regresado. 

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