Capítulo 7
Sus lágrimas atrapadas en sus pestañas, se escondían tras el vapor del café en sus manos. Abrazaba la taza, manteniéndola junto a sus labios, como si esperarse encontrar el café desprevenido para tomarlo.
No tenía apetito. Su mente, sumergida en una blanca claridad, le mantenía alejado del resto del mundo. En ese instante, su única conexión con el exterior era esa ventana por la que observaba la naturaleza. Ni siquiera el calor le molestaba. El ruido de las campanas, no le hizo saltar de su asiento. La mariposa que se coló a pasear por su hogar, no idiotizó su corazón.
El crujido de las bisagras fue el único que le alertó, saboreó el sabor amargo en la lengua, antes de apoyar su taza contra la mesa. Una lágrima se deslizó por su pómulo, dándole una húmeda y fría caricia a su piel. Los quejidos de Dante le irritaron, sus ganas de explotar, las diluyó al apretar con los dedos su taza.
Dante se resbalaba por la pared, intentando conseguir estabilidad, pues sus piernas temblaban ante su falta de fuerza. La luz dentro de la casa le quemó los ojos, obligándole a restregarse los párpados. Caminando con torpeza, consiguió llegar a la platera, echándose agua, que atrapó entre sus manos, al rostro. Las gotas se quedaron presas entre su cabello, algunas otras bajaron por su barbilla y muchas tantas cayeron muy lejos de su cuerpo.
Asher no se atrevió a verlo, se dedicó a escucharlo en silencio, evitando que sus propias exhalaciones fueran violentas — No vas a ir — dijo, absorto en el movimiento de la superficie del café, creando ondas por sus constantes soplidos.
— Lo sé — se rió de sus malestares, el dolor de cabeza era punzante, lo suficiente para doblegarlo. La sed le raspaba la garganta y la necesidad de una comida líquida y extremadamente caliente, le estaba esclavizando — No volveré a salir de tragos con Jayce, no conoce límites —
— No hablo de Jayce — le corrigió, manteniéndose distante, conteniendo el enojo. Obviando la confusión del hombre a sus espaldas, secándose el rostro con una toallita — Hablo de la invitación, no invitación de enlistarte —
— Ash — La toalla se le resbaló de las manos. Todas sus dolencias desaparecieron durante aquel profundo y doloroso suspiro — Ash, cariño... — se acercó a él y apoyó sus dedos sobre el hombro del chico, sintiendo un poco de alivio, porque su pareja decidió no alejarse de su sutil contacto — No quería ocultártelo —
— ¿No? — Su intento de risa, se quedó solo en pensamiento — ¿Entonces cuándo ibas a decírmelo? — Esquivó su mirada al apartar su rostro hacia la ventana, rehuyendo del hombre que tomó asiento a su lado — ¿Cuándo el autobús estuviese en mitad del pueblo llevándose a todos? —
Dante posó su mano encima de la de Asher, su aparente calma le ponía más nervioso que cualquier respuesta efusiva de su parte. Su intento de borrar la lágrima cayendo por el cachete del menor, le fue impedido por éste, quien le apartó con su mano.
— No es una decisión mía, Asher. No puedo negarme — Explicó lentamente, como si el otro fuese demasiado pequeño para entenderlo por su cuenta — Es una orden — se inclinó sobre la mesa, acercando su cuerpo al del contrario, arrinconándolo.
Ash se giró a verlo, la rabia irradiaba en el profundo y basto mar atrapado en sus ojos — La mía también es una orden, Dante. No irás — remarcó entre dientes, a él no le importaban las consecuencias de ser juzgado como un traidor a la patria por no ser un partícipe voluntario de una barbarie.
Su corazón no soportaría ver partir a la persona que más amaba, a una batalla que no era suya. La tristeza podría matarlo.
¿Por qué Asher no iría?, técnicamente él no existía. Su nacimiento jamás fue inscrito. El Padre Thomas, nunca registró su concepción, ante su ingenuidad de conseguirle una familia apropiada, que le brindara un hogar. Ash no consiguió ser adoptado, y el sacerdote no se preocupó por su inscripción.
Dante deslizó sus dedos a centímetros de distancia de la mejilla de su amado. Guardando con melancolía, la belleza de su rostro — Voy a volver, Asher. Lo prometo — musitó al mantener la esperanza, de vivir una pesadilla pasajera, antes de poder ser feliz junto a él — Te amo. Mi corazón siempre va a estar contigo —
El azabache negó en un lento movimiento de cabeza, golpeó con su puño cerrado el pecho de Dante. Solo su corazón no le bastaba, él era egoísta. Quería todo de Dante.
— Sí te vas, yo no voy a esperar por ti — Le amenazó en un acto desesperado por hacerle cambiar de opinión — No eres el único hombre en el mundo, Dante — Los insistentes golpes, se convirtieron en un apretón a su camisa, arrugando la tela entre sus dedos, obligándolo a mantenerse junto a él — Me enamoraré de otro. Le entregaré mi amor a alguien más —
Dante le acalló al abrazarlo, sosteniendo su tembloroso cuerpo contra el suyo, mientras acariciaba su espalda, reconfortando su tristeza con sus toques plagados de cariño, de un amor incondicional. Sabía de su mentira, porque aquellos ojos le contaban una historia diferente a la de su boca.
— Voy a volver, Asher —
Tres días después. Aun siendo consciente de la inevitable despedida, el final le supo abrupto.
El anillo sostenido por las manos que le contaron sobre el amor, solo le demostraba desolación. El frío le dio un abrazo, y la nada le dio un beso. Tembloroso, intentó hacerse con la joya, pero las dudas le hicieron detenerse antes de rozarlo.
— Tómalo, Asher... es el signo de mi promesa — Dante tomó su muñeca, dejando en la palma de su mano, el anillo. El hombre frente a él, era un recuerdo de la viveza de su amado. ¿A dónde estaba él? — Volveré, y haremos una ceremonia, incluso si solo estamos nosotros dos — susurró, sin contener las ansias de abrazarlo. Lo apretó con tanta fuerza, por el miedo que las piezas rotas terminaran de desprenderse.
Asher, desganado, empuñó su mano, impidiéndole a la joya resbalarse de su agarre. No devolvió el abrazo, estaba lo suficientemente agotado, después de noches en vela, días sin apetito y el constante dolor en su pecho, para esforzarse más.
— Asher, dime algo... Te lo suplico — Dante insistió, derramando finalmente un sollozo lastimero, tras tanta indiferencia. Su voz rota, resquebrajó la fuerza de sus piernas, haciéndole decaer más contra el menor, torciéndole.
— Me lastimas — su tono tan bajo, lo hizo un susurro. Un par de lágrimas descendieron por el lado contrario a los lagrimales, humedeciendo las mangas de su novio. Asher tiró débilmente de su camisa, en un banal intento por despegárselo de encima. Él no podría cargar su propio peso y el de Dante.
Thatcher entró en sí, se alejó al recuperar el valor de pararse por sí mismo, consiguiendo limpiar el llanto del contrario, acunando sus mejillas, para perderse en el azul de sus ojos, buscando aquel amor, que consoló su corazón. Tomó de sus labios un beso, un poco tosco y unilateral, rozó su boca con la contraria.
Derrotado, apoyó su frente en el hombro de Asher, inhalando aire con mucho esfuerzo, sujetándose a su calor para no olvidarlo. Mantener la esperanza de "un pronto volveré" le hacía preservar su cordura. Ash rozó sus dedos con las hebras castañas desarregladas de su cabello, las palabras no le salían cuando más las necesitaba.
Si Dante le hubiese dicho que no iría, él habría escapado de su mano. Estaba dispuesto a abandonar a su familia, su hogar y su vida, si con ello podía quedarse a su lado, pero él no se lo pidió, en cambio, le dijo que lo esperara. Esperar era un tormento, en donde el verdugo era el tiempo y la tortura la incertidumbre.
— Me haces daño — Ash repitió al caer su mano. Dante apretó sus brazos, antes de marcar distancias por completo, dejando con su ausencia, la compañía de la soledad.
Thatcher recogió la mochila en donde echó un par de pertenencias, se colgó el bolso al hombro y una gorra sobre su cabeza. En ese momento, entendió, las despedidas eran sinónimos de tragedia. Decirle adiós, al silencioso hombre frente a él, no se sentía correcto.
Cara a cara, percibió el cansancio en su expresión. Sus labios resecos seguían siendo apetecibles, pero el volver a besarlos, solo le tentaría a quedarse más tiempo. El rojo de su piel alrededor de sus ojos, era suficiente para saber de su tristeza. Esbozó una escueta y lastimera sonrisa, guardando el egoísta anhelo de conseguir una última risa de su parte.
— Voy a volver, Asher. Regresaré, porque el amor que tengo hacia ti, es más grande que mi vida — declaró a viva voz, erguido por el orgullo de sus sentimientos y la admiración hacia su amado. Se despidió tras una promesa y una mirada, tatuando en su alma, el recuerdo de una persona esperando por su retorno a casa.
Asher no reaccionó al ruido de la puerta cerrándose. Se quedó pasmado, en la misma posición, de pie frente a la nada, mientras las lágrimas brotaban a borbotones, impidiéndole ver más allá de su propio dolor. Presionar su pecho no acalló los latidos, se le saldría el corazón de tanto sufrimiento. Casi cayó hacia adelante, por el temblar de sus piernas al perder sus últimas fuerzas. Se sostuvo de la silla a su costado, escuchando sus propios sollozos asustar a las olas, ni siquiera ellas se atrevieron a rugir en medio de su agonía.
La falta de aire le hizo abrir la boca, pero el nudo en su garganta le impidió inhalar aire. Con el dorso de sus manos, insistió en removerse las lágrimas, sin embargo, estás eran mucho más rápidas. Quitarlas solo atraía más de ellas, impidiéndole recomponerse. Quizá nunca lo haría. ¿Podría morir por llorar sin agotarse? Lo descubriría con el paso de esos días solitarios a los que estaba condenado.
— Dante — Musitó entre hipidos, a sabiendas de no obtener una respuesta. Su pequeño hogar jamás se sintió tan inmenso — Vuelve, Dante —
Entonces, dio el primer paso hacia adelante. Ya en el tercero, estaba trotando, dejándose los suspiros en fuerzas con las cuales correr. Apresuradamente, batalló con el picaporte, que se deslizó por su mano. Su estado de desesperación, le hacía padecer de una aguda torpeza. Se golpeó la frente con el filo al abrir la puerta.
Se aguantó un quejido, porque el dolor físico no era comparable a la angustia de sus emociones. Tiró de la entrada, escuchando el retumbar a sus espaldas, mientras bajaba los escalones de dos en dos, hasta caer de cuclillas al suelo, deslizándose antes de ponerse en pie, golpeando con sus puños sus muslos, impidiéndose detenerse.
— Dante — dijo, aún no lo suficientemente alto para ser escuchado — Dante — pronunciar su nombre le daba mayor impulso de seguir — Dante — sus pies le guiaron hacia adelante, ignorando la vista cristalina a través sus ojos.
Caminar se convirtió de nuevo en un trote, al desesperarse por no ver ni siquiera de lejos, a su persona amada. Más allá, solo estaba el atropellado camino de tierra, campos de flores creciendo en pasto saludable y sendas repletas de árboles, danzando al ritmo del viento. El sol apenas penetraba entre las gruesas y extensas copas en donde relucían las hojas más vigorosas de la naturaleza.
— ¡Dante! — Su voz finalmente salió, gritó desde lo profundo de su garganta, esperanzado en ser escuchado — ¡No te vayas! — Aunque hablar le costase la vida, no le importaba pagar el precio con tal de hacer que él se quedara. En sus tímpanos, podía escuchar el retumbar de sus latidos.
Su corazón estaba trabajando al doble de su capacidad, pero no le importó que le explotase, con tal de detener aquella locura. El único lugar de Dante, era junto a él, no lejos, en medio de miles de vivencias tétricas, de esas que producen fantasmas y eternas pesadillas.
Una de las tantas piedras del camino, le hizo tropezar, interrumpiendo abruptamente sus pasos. Aunque luchó por mantener el equilibrio, se derrumbó contra la tierra y la grama al lado del sendero. Un par de flores perecieron con su caída, la grama arrancada voló libre por el soplo del viento.
Su atrofiada respiración y el palpitar golpeando su pecho, fue lo único que escuchó durante aquellos segundos de negación. Su cuerpo, acostumbrado a la pereza, no resistió un empuje más. El impacto hizo merma, adolorido, se removió intentando levantarse, pero el más mínimo movimiento le hacía retorcerse.
— Dante — susurró su alma herida. Su propia debilidad le hizo odiarse. Entre chillidos mezclados con sollozos desconsolados, consiguió abrir su mano admirando la preciosa e invaluable joya en su palma. La piedra incrustada en medio del aro, brillaba en resonancia con el baño del sol, era perfecta. Terminó llorando en posición fetal, aferrado a la más grande promesa de amor.
Con el peso de su fracaso en sus hombros, regresó a casa. La ropa embarrada de barro, unas cuantas hojas enredadas entre sus hebras azabaches, el rostro enrojecido era un maquillaje acompañado del rastro de lágrimas y un raspón en su rodilla, cuya sangre ya se había secado y mezclado con el polvo, le dieron un aspecto muy deplorable. Lo único admirable de su imagen, era el anillo plateado en su dedo anular.
Prendió la luz fuera de su hogar, pese a ser de día. Guardó toda su ilusión en ese foco encendido. Sería una señal para Dante, la guía con la que podría encontrar el camino a casa. Hasta que él no volviese, esa bombilla jamás sería apagada. Nunca.
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