Capítulo 32
Los golpes reiterados sobre su pómulo le hicieron abrir los ojos, Jayce presionaba su vientre, apretando sobre su mano, intentando contener la pérdida de sangre.
Leopoldo gruñía, sus ladridos se entremezclaban con los alaridos de Dante, entre gritos y maldiciones, los disparos vociferaron la llegada de un enigmático silencio, tras el estruendoso y desgarrador chillido del can. Él se había abalanzado con valentía hacia el atacante.
— ¡Asher! ¡Asher, no te duermas! ¡Cariño, sigue despierto! ¡Háblame! — Jayce no dejaba de insistir, el bullicio proveniente de la visita de la parca, le regresó a esos cruentos años donde vivió de las peores desgracias durante su tiempo en la línea de frente en la guerra. Hiperventiló, mas no se dejó sofocar por los recuerdos.
El sonido del arma disparando tras su oreja, no le hizo acongojarse. La pistola se había quedado sin ningún proyectil. La errática respiración de Dante, resonaba con tanta violencia. Su brazo no dejaba de temblar por el dolor de las mordidas que el perro le había hecho al encajarse en su piel, rasgándola con la facilidad con la que desliza un cuchillo por la mantequilla.
Asher le dio un empujón a su amado con su mano libre, queriendo apartarle, hacerlo correr del peligro. Ya no le alcanzaba la energía para hablar. Se desorientó, tembloroso por el frío que la falta de sangre le provocó.
— Sin perro, sin esposo... Sin nada. Conocerás mi dolor — A Dante se le resbaló el arma de los dedos, cayendo al piso, empapándose de la sangre de Asher — Estamos a mano, amigo — Lo merecían por lastimarlo, cada gota derramada, era el pago por romperle el corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas en nombre de su gran amor, en silencio se despidió de él, de sus memorias juntos y el gran significado de sus sentimientos, sintiéndose tranquilo de mantener su imagen pura, tal como él la recordaba.
Iba a matarlo a golpes. Jayce solo anhelaba romper cada uno de sus huesos, moler su carne y arrancarle cada pedazo de piel con sus propias uñas. Contuvo su odio y rabia, porque su mayor preocupación era mantener consciente a su esposo. Sentía esa preciosa vida irse de sus manos, sin que pudiese hacer nada más que sostenerlo. Ni siquiera tenía el valor de correr hacia su cachorro, tumbado en el suelo.
Dante caminó a trompicones, agarrándose el brazo con fiereza, maldiciendo el dolor de sus heridas, creando un camino de sangre que se le deslizaba por la punta de los dedos. Vio su reflejo contra la gran mancha debajo del perro, le dio un puntapié, mofándose de verle inamovible, sin esa vigorosidad con la que le ladraba.
Salió del encierro del sucio taller de autos, la luz apenas se mantenía en el cielo. Era libre, se infló el pecho de aire, sin perder esa euforia que le hizo gritar de dicha, extasiado de la vida.
Sus risas de júbilo, terminaron llamando la atención de los curiosos. No fue solo uno, el que quedó aterrorizado con su aspecto. Ante los ojos de los más religiosos, parecía un demonio enloquecido de dolor, sucumbiendo ante un mal peor que él.
Abrió los ojos, pero el reflejo de la luz le hizo sentirse sofocado, adolorido. Las cortinas a su alrededor no dejaban de darle vueltas, quiso moverse para cubrirse con las sábanas, pero su cuerpo no reaccionó, se sentía entumecido y el mareo estaba por hacerlo vomitar.
No tenía dolores, sin embargo, el aturdimiento le tenía agobiado. Parpadeó lento, costándole mantenerse despierto. Con torpeza, agitó su mano debajo de la colcha, sus dedos golpearon una textura suave y fría, apenas rugosa. Jayce se removió al sentir un toque delicado sobre su mano. Adormecido, con el cansancio entumiendo su espalda y hombros, le tomó un instante despertarse.
Sus ojos se encontraron, el mayor hizo tambalear el banquillo hasta su inevitable caída. Cubrió sus mejillas entre sus manos, repartiendo sonoros besos sobre la comisura de sus labios, su frente y la punta de su nariz. Un par de sus lágrimas le mojaron el rostro, haciéndole cerrar los ojos. Un poco de las suyas, se unieron a las de él.
— Jamás te voy a perdonar... — El susurro adolorido de Jayce, escondía un profundo alivio. Recuperó con un soplo de vida de su amado, el alma que le había abandonado — Nunca, ¿entiendes? Maldita sea, ¿lo entiendes? —
— No, no lo entiendo — La caricia de aquellos dedos sobre su mano, le adormecieron. Ash sonrió bobalicón, agradecido de esa segunda oportunidad de vivir — Sabes, lo volvería a hacer. Una y otra vez... Porque te amo —
— Entonces deja de amarme, por favor — llevó el toque de esa fría mano sobre su mejilla, no tenía suficiente de sus caricias. Se restregaba, casi ronroneando contra su piel, necesitado por su falta — Si me sigues amando... Vas a terminar matándome —
Trazó un par de torpes mimos sobre sus pómulos, apartando algunas lágrimas — ¿Qué tan malo fue? — La medicina le tenía lo suficientemente adormecido, para no sufrir de dolores por el disparo. Aún no conseguía moverse a gusto.
— Creí perderte... — Solo Dios sabía cuántas veces le rezó durante esas tétricas horas. Nunca fue tan desdichado, como la primera noche en la sala de espera del hospital, temblando por la ropa empapada en sangre de su esposo, luchando contra sus impertinentes pensamientos y la dolorosa sensación de impotencia.
El tiempo le torturó por más de mil siglos. Ni siquiera en aquellos años en el servicio militar, aguantando hambre por días, durmiendo durante ratos y luchando por su vida en una batalla sin sentido, fue tan miserable, como en ese momento.
— No me perdiste — Los párpados seguían pesándole, Asher no dejaba de luchar para no quedarse dormido. Aún tenía tanto por saber, después de perder la consciencia, incluso antes... Lo demás era borroso — Créeme, me vas a soportar muchos años más — de sonrisa cansada, entrelazando sus dedos con los de su esposo, intentó calmar sus pesares.
Jayce posó un nuevo beso sobre su frente. No le cabían las palabras de agradecimiento, por tener la oportunidad de poder perderse en esos ojos, escuchar el tono de su voz y tener el honor de sostenerle en sus brazos. Se aferró a él, con una inconmensurable desesperación, temeroso de perderle de vista.
Asher apenas cerró los ojos por el paso delicado de la yema de los dedos de su esposo, contorneando su rostro. Por su insistencia, Jayce se subió a la camilla, pendiendo de la orilla. La luz, que entraba por la ventana, golpeaba directamente en la espalda de Ash, dándole a su figura un aspecto angelical. Aún con los cabellos desarreglados, los labios agrietados y la fea bata de hospital, lucía hermoso.
— Quiero irme a casa — sus dedos se entremezclaron con la tela de su camisa, podía sentir cada latido contra su piel — Llévame a casa —
— No, no hasta que te den el alta — su voz era ronca, adormecida por relajarse tras esas horas tensas, solo anhelaba dormirse con él — Tuviste suerte... La bala entró y salió, sin dañar órganos vitales — el peso de su cabeza sobre su brazo, no le molestó, estaba ido en su alegría.
Asher jamás estuvo tan agradecido de sentirse entumecido, no confiaba mucho en que la medicina podría apaciguar su dolor. Las constantes caricias entre las hebras de su cabello, le brindaron paz.
El amor le daba fuerzas para hacer las locuras más racionales — Antes, gracias por defenderme. Jay... — susurró, contemplando su rostro. Se le notaba cansado, con un par de manchas negras debajo de sus ojos.
— Acabaste aquí, no hice un buen trabajo — entristecido por su poca fuerza, rememoró la noticia más difícil que tenía que dar — No hice nada. No pude hacer nada —
Apretó, aferrándose con mayor afán a la tela de su camisa. Quería darle de su fuerza, borrarle el dolor con sus besos y abrazarlo hasta el alma — Ibas a dar tu vida por la mía, Jayce —
— Tú fuiste quien me protegió... — No ver el arrepentimiento en esos ojos, le provocó un incontrolable enojo — Y no te estoy agradecido. En realidad, te odio... —
— ¿Mucho? — Antes de sentirse ofendido, una risa le brotó de los labios. Los primeros atisbos en que la medicina estaba dejando de surtir efecto, fue el pinchón en su vientre que le hizo retorcerse — A mí... siempre me caíste mal —
— ¿Duele? — Se tensionó por el gemido de dolor, se inclinó hacia adelante, bastante tentado en correr a buscar a alguna enfermera — Será mejor que vengan a chequearte —
El hospital no era muy grande, solo gritando alguien podría escucharle a través de las cortinas de peso ligero. En el centro, apenas se tenía lo justo, porque la lista de lo que escaseaba, era kilométrica. Tener medicina era un milagro, y los profesionales trabajando, se contaban con los dedos de las manos. Asher desconocía que el Padre Thomás y el propio Jayce, donaron su sangre para mantenerlo con vida, porque ellos no contaban con reservas. Sobrevivir a la precariedad era por obra divina.
— No... No te vayas. No quiero que venga nadie — sin fuerzas, solo apoyando sus dedos en su brazo, consiguió detenerle — Solo quiero estar contigo, nosotros dos... —
Aunque frustrado, Jayce acabó cediendo a sus caprichos porque muy en el fondo, su egoísmo lo necesitaba para él sólito.
— Si el dolor se hace insoportable, llamaré al doctor, ¿de acuerdo? —
Asher asintió relajado al poder alargar el momento íntimo entre ambos. Habían sobrevivido, pero no por ello, el trauma no dejó cicatrices que quizá nunca sanarían.
Volvió a recostarse sobre el brazo de Jayce, aspirando la calma al confiarle su cuerpo con los ojos cerrados. Cada caricia entre sus cabellos, le hizo suspirar.
— ¿Qué pasó con él? ¿Qué pasó con Dante? — Cuestionó, la curiosidad le había terminado ganando. Si pudiera poner en palabras sus sentimientos, lo aborrecía... Sus deseos sanguinarios se giraron hacia alguien más, pero ahora no dudaba sobre su odio. Él no fallaría al jalar del gatillo.
— Encerrado. Los vecinos lo esposaron después de verlo riéndose por las calles, manchado de sangre, balbuceando incoherencias — dijo lo que a él le contaron. Tras las horas caóticas, no le dio tiempo de corroborar la noticia — No te preocupes, cariño... Ya no volverá a hacerle daño a nadie —
Asher no alcanzó a sentirse aliviado, pagar pena de prisión no borraría el dolor y el miedo. Quería cobrarle la misma moneda. Se guardó sus pensamientos en secreto, desconociendo los de su esposo.
En silencio, marcó con su dedo, figuras sobre la camiseta de Jayce. Aunque cansado, no quería conciliar el sueño, ya había dormido suficiente. La suave respiración de su marido, llegaba a su oído como música, esas dulces tonadas le tenían relajado, mejor que cualquier medicina o té.
— Mi pobre Leo, seguro está asustado en casa — musitó con una sonrisa melosa, anhelando poder darle cariño a su cachorro. La ilusión se le rompió al sentir al hombre tensarse. Confuso, buscó la respuesta en su rostro — ¿Dónde está Leo? —
— Él está bien — Sabía que su corta respuesta no había convencido al menor, su expresión delataba la mentira pronunciada por su boca — Descansa, Ash... Apenas sobreviviste a una cirugía. Ni siquiera tenían sangre... Casi te pierdo. Tu corazón se detuvo —
— ¿Dónde está Leo? — Insistió al interrumpirlo. Quizá su corazón en verdad no iba a soportarlo. Su respiración se volvió irregular, acorde a la desesperación de Jay por encontrar las palabras correctas — ¿Dónde? Quiero verlo —
Inevitablemente, sus ojos se cristalizaron. Jayce estaba tan cansado, y adolorido, que jamás pensó en inventar una dulce fantasía. Las duras situaciones de la vida, le agotaron. Necesitaba un descanso de sentirse tan miserable.
— Nuestro pequeño valiente, no lo logró — pese a no rompérsele la voz, los sollozos no tardaron en salir a borbotones, entorpeciendo sus exhalaciones. No tenía ni fuerzas para consolar a su amado. Terminó derrumbándose delante de la única persona en quien confiaba.
Asher se cobijó bajo su abrazo, sus propias lágrimas le mojaron la ropa. Las punzadas eran tan tortuosas, desconocía si eran las heridas o su debilitado corazón gritando por ayuda. Ahogándose en su miseria, compartió el dolor con Jayce a través del llanto. Se apoyaron en el otro, pese a estar igual de rotos, desconsolados por la falta de un ser querido que ya no volverían a ver.
— Leo, mi Leo... Mi cachorro — Asher le llamó desesperado, esperanzado en poder escuchar su respuesta. El arrepentimiento le azotó en oleadas, se culpó por varios motivos. Suplicó por volver en el tiempo, queriendo una oportunidad de hacerlo todo de nuevo — ¡Devuélvanme a mi Leopoldo! —
Aunque derramaron más de cien mil gotas de angustia, nada le devolvería la vida a su cachorro. Leopoldo se había ido, sin que pudieran despedirse. Empapándose en los recuerdos, cada memoria provocó una nueva laceración. No dejaba de sangrar.
Jayce le apretó, atolondrado con su llanto. Mojó sus cabellos, y le enterró sus dedos contra su piel al sostenerlo, sin poder contener su propio sufrimiento. Él también se culpó de sus propios errores. Enumeró cada una de las cosas que pudo hacer, y no hizo.
— Llama al doctor... Llama al doctor, amor — su voz entorpecida por los sollozos, combinado con sus hipidos, fue un murmullo ronco y lastimero — porque ya no aguanto el dolor — Asher sostenía su pecho y su abdomen, contrayéndose ante su desgarradora pena.
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