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Capítulo 40

—Esto es una pésima idea —murmura Axel, frotandose la cabeza.

—Sí, lo es. Pero si no me hubieras ayudado, habría ido a otras personas, que no son de fiar y...

—Pablo va a matarme.

—No le diré que fuiste tú.

—Es mi arma, Susana.

Resoplo y guardo el arma en mi bolso. Suspiro y confirmo la información. Por quién debo preguntar, a dónde debo dirigirme una vez que esté dentro y qué hacer.

—Gracias.

—Ten mucho cuidado, mujer.

—¿Tienes las llaves? —Asiente y vuelve a suspirar. Axel no quiere que haga esto, pero lo haré.

—Sí, Jesús Susana, voy a meterme en una buena aquí.

—Sí sirve de algo, les diré que te obligué y amenacé con cortarme las venas o escaparme y buscar a los traficantes del centro si tú no me ayudabas.

—Dios.

—Bien, es hora. Llama a Saúl después de que me haya ido.

No espero por su respuesta, camino hacia la ventana de mi habitación y salgo por ella. Me aseguro de que nadie me vea, me agacho al pasar por el marco de la ventana de la cocina y de la sala, sigo agachada cuando llego al auto. Abro la puerta y estoy a punto de montarme...

—¿Susana?

Mierda.

Levanto mi mirada y veo a Pablo acercandose con Saúl, hacia mí. Entro rápidamente al auto, pongo el seguro en todas las puertas y lo enciendo, Pablo me mira confundido desde la puerta del pasajero, pero cuando empiezo a dar reversa, su mirada se llena de entendimiento.

Sabe que voy a hacer algo que no le gustará.

—¡Susana! —grita y viene hacia mí, piso el acelerador y derrapo un poco cuando intento sacar el auto a la calle.

Me alcanza y tratar de abrir mi puerta, pero vuelvo a acelerar y me alejo. Veo por el retrovisor como corre tras de mí, Saúl debe entenderlo por fin y corre hacia su auto. Pablo le sigue y entonces acelero más, intentado aprovechar la ventaja. Doy varias vueltas y giro demasiadas veces para recordar, hasta que estoy segura que Pablo no tiene idea de a dónde fui, mi teléfono no ha dejado de sonar, pero lo ignoro. Dejo el auto en el parqueadero de un centro comercial y camino hasta la parada de los taxis. Pablo probablemente ya está llamando a sus amigos policías y estarán buscando mi auto.

—¿A dónde? —pregunta el conductor.

—Edificio Siglo XXI, por favor.

El tiempo que toma llegar al lugar es eterno. Pago la carrera y acomo mi bolso, voy hacia la entrada al estacionamiento y pregunto por Martín Salgado. Un hombre de unos cuarenta y tantos se me acerca.

—¿Susana Cruz?

—Sí, soy yo.

—Suba al piso siete —Extiende un sobre y baja la voz—, pregunte por Aida Lotero y digale que usted va a llevar los documentos del lote en Villa Rica. La oficina es la 715, ahí está.

—Gracias.

Subo al piso siete y busco a la señora Aida Lotero, la anciana me sonríe y cuando le informo el motivo de mi visita y que busco a Cristian Sanchez, me hace pasar sin más. Camino por el pasillo y me desvío a la oficina 715, tomo aire frente a la puerta, invoco la imagen de mis niñas y entro...

—¿Señor Giovanni Montana?

El viejo y gordo hombre detrás del escritorio levanta sus fríos ojos oscuros hacia mí. Los dos hombres sentados en las sillas se vuelven, y reconozco a Luis. Me sonríe y se cruza de brazos.

Maldito.

—¿Dónde están? —gruño, esto no es lo que tenía planeado, pero aquí está uno de las dos personas que realmente estoy buscando. Luis resopla y el señor Giovani nos mira con el ceño fruncido.

—Señorita —dice con su voz ronca—, ¿Se puede saber qué hace en mi oficina interrumpiendo una reunión privada?

—¿Dónde están las niñas? —gruño de nuevo. Luis esconde su sonrisa en un puño y el señor Giovanni lo nota. Estrecha sus ojos hacia él y luego los dirije a mí.

—¿Ésta es otra de tus mujeres con hijos que niegas reconocer? —pregunta y el otro hombre se ríe.

—¿Dónde putas están Marcela y Samanta? —grito, sacando el arma de mi bolso y apuntando a Luis.

Los ojos del idiota se abren, el señor Giovanni retrocede y el tercer hombre también saca un arma y me apunta.

Joder, esto no tenía que ir de esta manera.

—¿Está hablando de mis nietas? —pregunta el señor Montana mirándome furiosamente—. ¿Sabe usted en todos los problemas que se está metiendo por apuntar con un arma a uno de mis hijos?

—¿Qué más va a hacer? Ya destruyeron mi tienda, ¿Van a seguir acosándome y enviándome esas putas rosas negras?

—¿Qué? —Ambos hombres dirigen sus miradas a Luis, quien levanta sus manos en señal de rendición mientras el color de su rostro se drena—. ¿Quién es esta mujer hijo?

—Soy la novia de Pablo —respondo, intento por todos los medios que, ni mi voz ni mi mano, tiemblen. El curso de "Cómo usar un arma" de Axel sólo duró nueve minutos. Espero que haya servido—, la mujer a la que usted ha estado acosando e intimidando. A quien le invadieron su casa, persigieron, destruyeron su negocio y usaron para llevarse a las niñas. —Vuelvo mi acerada mirada hacia Luis—. Dime dónde están, hijo de puta, o juro que te volaré los malditos sesos en estos momentos.

—Sí, claro —dice con sorna—, y luego mi amigo aquí —Señala al hombre que apunta su arma hacia mí—, te llenará a ti de plomo, por no mencionar a los otros hombres de mi padre que probablemente ya se dirigen hacia aquí y entrarán por esa puerta.

—No importa, de toda formas libro al mundo de una porquería como tú.

—Ah, pero no encontrarás a las niñas —se burla.

—¿Qué mierda hicieron ahora? —gruñe el señor Montana y Luis vuelve a perder el color y la sonrisa. Olvidó que su padre estaba aquí.

—Nada —responde—, no he hecho nada.

—Mientes maldito cabrón. —Agito el arma frente a él y retrocede en su asiento—. Dime dónde están, es la tercera y última vez que lo repito.

—Señora —dice el hombre del arma—, baje el arma y hablemos.

—Ni mierda, ustedes son una partida de corruptos y asesinos, si voy a morir hoy, al menos me llevaré a uno de ustedes por todo lo que le han hecho a Pablo y su familia. ¡Habla! Dime donde están y espero que no les hayan hecho daño o juro que acabaré con todos ustedes.

Luis resopla una risa y se encoje de hombros. —No podrás...

—¡Abre la puta boca Luis y dinos dónde está Alexia y mis nietas! —explota el señor Montana, golpeando el escritorio con el rostro rojo por la ira y sorprendiéndonos a todos—. Imagino que esa loca es quién las tiene.

—Papá...

—Dilo, porque de lo contrario... —Se acerca al hombre del arma y se la arrebata, apuntando a su hijo—, seré yo quién te dispare.

—E-están en el nuevo edificio de apartamentos.

—¡Maldita sea! —gruñe y golpea a su hijo con la culata del arma, rompiendo su nariz, jadeo y mi mano tiembla.

El hombre que antes me apuntaba aprovecha la distración y se lanza por el arma, justo cuando la puerta se abre de un golpe... y un disparo suena...

—Oh Dios mío —gimo y suelto el arma. Toco mi cuerpo buscando la herida, pero entonces el señor Giovanni cae de rodillas.

—¡No! —grita y levanta su mano. Me vuelvo hacia la puerta y veo a tres hombres apuntando hacia mí—. Fue un accidente —gruñe—, además no es grave.

Entonces lo veo, está sangrando de un hombro. Fui yo quien disparó, y lo hice contra el congresista más corrupto de la ciudad. Los hombres se encuentran reacios a bajar sus armas, pero otra seña de su jefe y lo hacen.

Estoy en jodidos y serios problemas.

—Carlos, ve y busca a la loca de mi hija. Tráela y a mis nietas, aségurate que estén bien —ordena y el hombre que se lanzó por mí asiente—. Manolo, alista el auto y llama a mi médico, lo espero en casa. Los demás, encarguensé de este desastre.

—¿Y la chica? —pregunta uno de los hombres que irrumpió por la puerta.

—Irá con nosotros.

Oh, oh. Van a asesinarme.

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