Desde la Ventana...
Después de la muerte de mi esposo, exactamente un año después, cuando aún era una mujer admirada y deseada por todos los que me rodeaban, decidí encerrarme por completo en mi apartamento. Podía vivir holgadamente de mis rentas, mi pensión de viuda y los dividendos que generaba la venta de mis libros; así que un buen día decidí sacudirme la hipocresía y la oxidada mentira de la gente que conformaba mi círculo social. Hablé con mi abogado para que se encargara de todo y mensualmente me visitara para rendirme cuentas. No tenía hijos ni mascotas, por lo que fue fácil tomar esa decisión. Las compras del mercado las hacía por teléfono y de los gastos de servicios también se encargaba el buen jurisconsulto.
Todos los días eran para mí una secuencia interminable de una amada y anhelada rutina. Disfrutaba preparar y servirme yo misma la comida, y de vez en cuando, se me antojaba vestir la mesa y cenar exquisiteces a la luz de las velas. Lavaba poco, usaba pocas prendas y a veces me provocaba andar en cueros. Limpiaba el apartamento que poco se ensuciaba al no recibir visitas, salvo en los días en que venía Tomás el cual dejaba una arenilla espantosa que al parecer dormitaba en las suelas de sus zapatos y que justo al contacto con mis blancas baldosas, se despertaba y se esparcía. El resto del tiempo, que era bastante, porque dentro de mi vida rutinaria tenía bien planificado día y hora para cada tarea doméstica, lo destinaba a leer los periódicos locales, costumbre que heredé de mi difunto esposo, mirar un poco de T.V, y sobre todo a escribir. Pasaba largas horas pensando cómo ficcionar sobre las cosas que pasaban en el mundo de afuera y sobre mis mismas cosas.
Desde la ventana de mi apartamento se podía ver casi todos los sitios importantes de la ciudad. Yo corría las persianas de vez en cuando y allí estaba la gran avenida, la plaza, la oficina de correos, la iglesia, los techos de las casas, otros edificios, el kiosco de la esquina; en fin, casi todo lo que yo solía visitar. Me gustaba sentarme en un banquillo, apoyarme en el filo del ventanal y mirarlo todo. La ciudad me pertenecía a cualquier hora, desde allí, en calma, sin estruendosas bocinas y empujones de los transeúntes.
Siempre tuve un buen sentido de la vista y solía distinguir formas, colores y letras a largas distancias; sin anteojos por supuesto, aún a mi edad, no los necesitaba. Pero de tanto mirar y detallar las cosas desde mi ventana mi visión se hizo más aguda. Podía mirar las expresiones en los rostros de las personas, adivinar por el movimiento de sus labios lo que decían y hasta ver el contenido de las carteras que solían abrir las mujeres en la parada del autobús. Descubrir esto, fue haciendo que gran parte de mi tiempo estuviera sentada frente a la ventana, observando y observando.
Un buen día pasó algo que llamó desesperadamente mi atención. Era aproximadamente las seis de la tarde cuando de un edificio situado en una calle paralela a la plaza salió una pareja tomada de la mano. La mujer vestía elegantemente un traje rojo, zapatos altos, aretes y collar finamente tallados en oro y piedras preciosas, en su mano sostenía un pequeño bolso de fiesta. Él ataviado de traje y corbata lucía sencillamente cautivador; su barba delicadamente cortada y arreglada. Se dirigían hacia un automóvil estacionado frente al edificio; lucían alegres, enamorados, sus rostros me eran muy familiares al principio, luego al verlos con detenimiento me asombré al reconocerme junto a mi esposo unos años atrás. Pero obviamente eso era imposible, rechacé de plano la idea por muchas razones pero sobre todo porque Martín siempre detestó el color rojo y nunca aceptó que yo me vistiese así para ninguna de nuestras celebraciones.
Después de esa tarde nunca más volví a ver a la pareja salir de aquel lugar. Me entretuve mirando otras cosas: el apresuramiento de las personas al tomar el autobús, la forma en que conversa la gente cuando compra el periódico y la forma en que los trabajadores públicos podan los árboles de la plaza. Una mañana, después de asear mi departamento me detuve a mirar por la ventana; la plaza estaba casi sola, los barrenderos también habían terminado su limpieza así que lucía muy agradable. Una mujer de espaldas a mí paseaba empujando un coche vestía zapatos tenis, pantalón de algodón y una camisa holgada de diminutas rayas; todo en azul celeste, mi color preferido. La mujer caminaba lentamente empujando el coche, lucía fresca, por su caminar, su porte y el brillo de su pelo debía tener unos veinticinco años. De vez en cuando se detenía, miraba al bebé y seguía. Al cabo de unos minutos giró y pude ver su rostro mientras se acercaba. La impresión fue tanta que intenté cerrar la ventana pero mi incredulidad me mantuvo ahí. Cómo explicarme que esa mujer del niño en el coche era yo poco después de haberme casado con Martín. Su anillo en el dedo era el mismo que reposaba en el cofre plateado de mi habitación. Ahora que podía detallar su rostro me reconocía en él. Era yo veinticinco años atrás; pero sobraba el niño y el coche porque mi yermo vientre nunca pudo dar frutos.
Cerré de un jalón las persianas y pasé cerrojo al ventanal. Me tendí en mi habitación a oscuras y lloré; lloré con el anhelo ser madre que se ahogó dentro de mi. Mucho deseé darle un hijo a Martín, mucho quiso él que así fuera pero todo fue imposible. Así que con el paso de los años la resignación terminó por desterrar la ilusión y nos conformamos con vivir nuestro amor; ese que hasta el último momento se mantuvo tierno y apasionadamente intacto. Durante varios días no abrí el ventanal; me dediqué a mis habituales cosas y a escribir un cuento a la memoria de mi amado Martín. Poco a poco, distraída en esos menesteres, la resaca sentimental que me provocara el episodio de la plaza, se fue apaciguando y así pude volver a la normalidad; los estados depresivos nunca han sido mis favoritos.
Una tarde, a eso de las cinco, me provocó abrir la ventana. El sol pronto se ocultaría y soplaba un poco la brisa. Afuera la gente caminaba apresurada, los colegiales regresaban de sus clases y muchas personas de sus trabajos. El flujo tricolor del semáforo iba y venía marcando de manera constante el paso en la gran avenida. A lo lejos, por una de las calles que bordeaban la plaza, una anciana con un pequeño perrito se acercaba hasta la plaza. Un joven, generosamente la ayudó a cruzar la calle sosteniéndola por un brazo. Caminaba hacia uno de los bancos de la plaza; su paso era menguado y el temblor de sus manos se dejaba ver al sostener la correa del perro. El animalito, aunque de mucho ímpetu, caminaba a su lado como un silente compañero. Al llegar al banco, la anciana amarró la correa del pequeño animal en el posabrazos del banco de hierro. El perrito correteaba de un lado a otro en el limitado espacio que le otorgaba la longitud de su correa; de vez en cuando ante el transitar apresurado de algún transeúnte emitía algunos ladridos. Entonces la anciana sacó de unos bolsillos un papel amarillento por el tiempo. Poco a poco lo desdobló y comenzó a leer. Por el movimiento de sus labios podía distinguir cada sonido pronunciado: "Querida Carlota, hoy Paris luce muy frío y te extraño enormemente. Mi amor crece con esta distancia y sólo añoro regresar para tenerte entre mis brazos..." El hilo de voz con el que leía la anciana no lo podía escuchar pero percibía la emoción nostálgica que sentía. Sabía de qué se trataba. Corrí hasta mi cuarto y de un cofre de madera saqué una carta. Regresé a la ventana y allí, simultáneamente con la lectura de la anciana yo seguía cada palabra: "...Finalmente, dentro de una semana terminará la junta y ya podré regresar. Ya verás todo lo que he comprado para ti, sobre todo muy buenos libros. Cuídate, a mi regreso te quiero tan hermosa como siempre. Te amo Carlota."
No estaba loca ni mucho menos delirando pero lo que sucedía era inexplicable. La anciana del perrito sería yo dentro de unos treinta años leyendo la última carta que Martín escribió para mí y que llegó días después de aquel accidente en el que murió cuando regresaba de Paris. Esta vez no cerré la ventana, en medio de mi incertidumbre, seguí mirando. Al cabo de un rato, la anciana después de besar el amarillento papel lo guardó nuevamente. Tomó la correa de su mascota y se marchó lentamente. La vi cruzar la calle y entrar al mismo edificio de donde una vez viera salir a la feliz pareja.
Esta vez decidí cerrar para siempre aquella ventana. En la soledad de mi habitación, aún incrédula pues jamás me gustaron las mascotas, escribo hoy el epígrafe de este relato: "A Martín, en recuerdo de los años venideros."
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