IV. El lago
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CAPÍTULO 4: EL LAGO
Me esperó una larga conversación con la señora Roble, mi madre. Quiso saber, como es evidente después de que le contara sobre semejante escena, respuestas de lo que había sucedido.
Mi mente está hecha un caos maquinando e ideando las opciones, pero que siempre se reducen a una. Sin embargo, no quiero hacer suposiciones falsas y antes de tiempo. Necesito investigar a fondo.
¿Cómo lo harás, Ginger? ¿Contactarás un detective privado acaso?
—Debes relajarte un poco. Vamos, que te voy a llevar a un buen lugar —invitó ella al verme concluir con mi propia discusión de ira—. Lo mejor es dejar el tema por un momento y relajarte.
—¿A dónde vamos?
Nos subimos en su auto, esperé en el asiento del copiloto a que contestara mi pregunta.
—A despejarnos la mente, hija. A un lugar muy tranquilo que sé que te gustará —arranca y gira el volante para doblar a una calle a la izquierda.
—¿Estás enojada?
—La verdad es que sí, pero no contigo. Más bien con el error que cometieron en tu escuela.
Suspiré. No quería hablar de ello. Quería hacer de todo por olvidar aquello tan estresante y me daba dolores de cabeza.
—Llegamos —apaga el auto y se baja.
—¿Es aquí? —reparo todo el lugar. Para nada me lo esperaba.
—Sí —se coloca en puntas de pie y luego coloca los talones en el suelo— ¿Te gusta?
—Me encanta, hace tiempo no visitaba un lugar tan natural.
El césped chocaba con mis zapatos y los mojaba con el rocío nocturno. El aire puro inundaba mis fosas nasales y el sonido del agua correr me relajaba e intrigaba.
Alcé mi rostro para mirar las estrellas en el cielo, acariciado por las ramas desnudas de los árboles que se entrelazaban entre sí con su boscosa hermandad.
Mi madre me había traído al bosque que rodeaba al pueblo.
—Me pone muy feliz —sonríe y agarra más fuerte el bolso entre sus manos.
—¿Qué tal si nos acercamos al agua?
—Vamos, te acompaño —sonreí y empezamos a caminar hacia allí.
Llegamos a la orilla y nos sentamos. El sonido del agua me hacía cerrar los ojos y respirar profundo por primera vez en la semana. Los exámenes y repasos me tenían al borde de la locura.
—¿Sabes que cuando eras pequeña tenías una gran obsesión con el agua? —dijo mi madre y fruncí el ceño luego de mirarla.
—¿En serio?
Asintió.
—Recuerdo que una vez te llevamos a la playa en el auto tu padre y yo, y tú aun no sabías nadar. Nada más viste el agua y las olas corriste hacia ellas y se zambulliste en el agua hasta que te llegó por la media cintura —sonrió y miró hacia el lago—. Nunca habías ido a la playa en ese entonces. Era tu primera vez y no tuviste miedo, y yo llegué a tener miedo de tu valentía.
—¿Temías por mí? —pregunté extrañada y curiosa a la vez.
—No por ti, Ginger. Sino por los impulsos que tenías, que te motivaban a hacer cosas que nunca habías hecho sin temer los resultados —respiró profundamente creando un silencio lleno de sabiduría entre nosotras—. La playa fue la primera testigo.
—¿Hubieron más veces?
—Sí, muchas más.
—¿Cómo cuáles?
Mi madre mojó sus labios con su lengua y se mantuvo en silencio. Estaba pensando qué respuesta darme. Lo sabía, la conozco.
—La vez que... —no terminó la frase y se quedó callada.
—¿La vez que qué? —La presioné pero no me contestó— ¿Madre? ¿Qué vez? —tampoco lo hizo, fue como si se hubiese quedado hipnotizada mirando hacia el frente.
Mirando hacia el lago.
¿Qué tanto mira?
Seguí sus ojos hasta toparme con el otro lado del lago. Un anciano intentaba salir de él pero se resbalaba y volvía a caer al agua, intentaba por segunda vez y terminaba igual hasta que cayó de espaldas sumergiéndose en el agua.
Mi madre se levantó rápidamente.
—¡Vamos, Ginger! ¡Levántate! —no dudé en hacerlo y para cuando ya estuve de pie, mi madre estaba corriendo por el borde del lago.
—¡Madre!
—Tenemos que ayudarlo. Apúrate. Hay que salvarlo, Ginger. —comencé a correr tras ella cuidándome de no dar un resbalón y terminar como el anciano sumergida en el lago.
Volví a mirar hacia él. Permanecía con la cabeza fuera del agua pero se hundía por momentos instantáneos.
—¡Señor, aguante! —gritaba mi madre.
Ya casi llegábamos.
Apresuré mi paso y la tomé de la muñeca, jalándola conmigo hasta que llegamos a donde estaba el hombre.
—¡Quítate los zapatos!
—¿Para qué?
—¡Que te los quites! —gritó paranoica lanzando los de ella al aire los cuales cayeron en lugares muy distantes.
Corrió hacia el lago.
Pero cuando quise moverme mi cuerpo permaneció quieto. No pude moverme aunque quisiera. Tenía los pies clavados en la tierra metafóricamente. Pero en realidad me había quedado en shock.
—¡GINGER! —escuché los gritos de mi madre pero no pude moverme.
Estaba ida.
Fue como si mi espíritu saliera de mi cuerpo y me abandonara, dejando una estatua de mi estructura como recuerdo.
Lo vi todo borroso. Pero percaté de que mi madre pudo con el anciano sacándolo del lago con éxito. Le tendió un brazo por encima de los hombros y lo ayudó a caminar hasta que lo sentó en el suelo con rocas.
El anciano comenzaba a temblar.
—¡Ginger, niña! ¿Que no me escuchas? Ven y ayúdame. —pidió mi madre y ahí sí me pude mover.
Fui hacia a ellos y me arrodillé.
—¿Estás bien, madre?
—Yo sí, pero al parecer él no. —Enfoqué su labio inferior y había perdido el color—. Está temblando —reparó en su cuerpo, sus ojos por poco se salían de sus cavidades— ¡Ginger, le va a dar una hipoglicemia!
—Hay que hacerlo entrar en calor.
—¡¿Si pero cómo?! Ayúdame a hacer una fogata.
—¡No sé hacer una fogata!
—Se va a congelar aquí, Ginger. ¡Busca madera!
—¿DÓNDE?
—¡Tienes todo el bosque a tu alrededor! ¿Cómo vas a hacerme esa pregunta? —mi madre estaba molesta.
Pero mi cerebro seguía bloqueado.
—C-casa... —el anciano murmuró.
—¿Qué está diciendo, Ginger?
—¡Si me dejaras escuchar...!
—Shh... —me chitó mi madre, me enojaría pero no tenía tiempo para eso— Calla.
Miré al señor. Tenía el rostro lleno de arrugas y cabellos entre lo blanco y lo gris. Manchas marrones bañaban su cara y gotas de agua recorrían por su piel.
Sus ojos azules miraban a mi madre, quien le tenía puesta la cabeza sobre sus cubiertas piernas.
—Llévenme a... —calló tragando saliva, su garganta hacía ruidos que llegaron a nuestros oídos.
—¿A dónde señor?
—Creo que está diciendo que lo llevemos a su casa, madre. —concluí rápidamente y sin siquiera respirar. Una palabra salió detrás de la otra como una caravana.
—Eso creí desde un principio. Vamos hija, ayúdame a...
Mi madre dejó las palabras a media cuando el señor se dio la media vuelta en el suelo quedando boca abajo. Comenzó a toser y me asusté. La tos era muy continua y fuerte.
Agua salió de su boca y mi madre se levantó del suelo, sus manos iban muy nerviosas de adelante hacia atrás. No sabía qué hacer en una situación así y yo tampoco.
—Creo que hay que darle boca a boca.
La idea me repelió, pero debido a las circunstancias salvar un vida podría ser la excepción. Me mantuve por cinco segundos en una discusión en mi cerebro, pero entonces el anciano dejó de toser.
—¿Se encuentra bien, abuelo? —preguntó mi madre. Él no respondió.
Se apoyó en sus rodillas y trató de levantarse.
—Oh, yo lo ayudo —me ofrecí y lo sujeté por la espalda.
—Ay, Ginger, hija. Loca estás si crees que podrás levantarlo tú sola. Déjame ayudarte —madre se acercó y tomó al anciano desde su frente—. ¡Vamos, abuelo!
Jalamos y no pudimos a la primera.
—¡Con fuerza! —volvimos a intentarlo. Lo levantamos aunque nos crujieron como cinco huesos en la espalda.
Colocamos sus brazos sobre nuestros hombros, exactamente entre las dos.
—¿Tenemos que llevarlo así, verdad?
—¿Acaso ves otro modo?
—Sí, pues tu auto.
¿Qué otro modo más razonable si no es el auto? Es un buen modo de terminar con los dolores en la espalda. Hay que aprender a utilizar la lógica en la vida.
—¡Vamos, madre!
—No, auto no. —el anciano murmuró y esta vez pude escucharlo—. Mi casa está cerca. En el auto no.
—¿Dónde se encuentra su casa? —inquirí.
—Detrás de nosotros. Hay un camino. El camino llega a casa. —murmuró dejándose caer un poco más sobre nosotras.
—Hay que dar la vuelta, madre.
—¡A la cuenta de tres!
No fue de tanto trabajo dar el giro como el dar los primeros pasos.
Justo a nuestro frente estaba el oscuro bosque, los árboles espesos y grandes creaban cortinas oscuras y tenebrosas.
Entre dos árboles había un espacio de separación de más de un metro. Observé al suelo y rocas yacían sobre él creando un camino.
—Es por aquí, vámonos. Tenemos que hacer un buen uso de los músculos a partir de ahora, pues no se cuan largo sea el camino.
—Cincuenta y tres pasos —susurró el anciano—. Solo cincuenta y tres.
Uní mis cejas. Solo una persona que invierte bastante tiempo en caminar de la casa al lago contaría sus pasos con tal precisión. Sin embargo, el hombre no albergar juventud en su mente pues sus respuestas eran extrañas, aun después de recuperar el aliento.
—Madre, mejor comenzamos a caminar.
A través del bosque íbamos pasando; los árboles se separaban como dos metros unos de los otros en fila. En mi mente evalué la distancia de cuatro pasos y la dispuse de forma horizontal. Ocho pasos medía el espacio que nos permitía avanzar.
—Agua. —susurró el anciano, pero su mirada no atendía el camino. Estaba perdida en el más allá.
—Casi llegamos, abuelo. —alenté.
Levanté mi cabeza y entonces la vi. Una cabaña vieja que parecía de tiempos pasados se hospedaba en el centro de este oscuro bosque, de sus ventanas alumbraban luces amarillentas provenientes del interior.
Las blancas paredes necesitaban pintura nueva, la suciedad se impregnaba de estas como un mosquito a la sangre y el moho rodeaba las maderables ventanas. El techo era de paja en su mayoría, abajo estaba sostenido por madera y una pequeña chimenea se alzaba en las alturas.
—Casa.
—Abuelo, ¿a dónde va? ¡Oiga, después no diga que lo soltamos!
—Quiero ir a casa —al abuelo se alejó de mi madre y de mí dando pasitos de hormiga y arrastrando sus pies por la tierra.
—Creo que esa es la casa del señor, madre —le susurré.
—Creo que el señor está enfermo.
—Enfermo no sé, pero de que está viejo y llegando a senil, lo está.
—Si es que no ha llegado —coloqué suavemente mi mano bajo mi mentón y sostuve mi codo con la otra— ¿Vivirá solo, madre?
Silencio.
El silencio nos inundó a las dos cuando el anciano aun andaba por la mitad de su camino.
—Muy bien, esperemos aquí toda la noche hasta la madrugada —dije con sarcasmo. Rodé mis ojos y presioné con fuerza un labio contra otro. Un pequeño tic nervioso me empezó a impacientar el pie.
—Con nosotras iba más rápido...
—¿Sabes qué? No me voy a quedar como estúpida aquí parada así que voy a ayudarlo. Tal vez de paso de hormiga cambie a de serpiente si tropieza y cae al suelo. —comencé a caminar haciendo cada vez más corto el tiempo en que alternaba mis pies en la tierra.
El hombre seguía en el mismo lugar que hace cinco minutos atrás. Imagino que para llegar al lago salió de su casa en pleno día.
—¡Ginger, ¿qué haces, Ginger?! ¡Vuelve aquí, niña!
—¡Madre, ya no tengo siete años! Sé cuidarme sola. ¿Okey?
—Al menos... —giré enfocándome a mi frente. El anciano seguía con la mirada perdida. Y los ojos... ¿Qué no eran azules al principio? Ahora están marrones y muy oscuros— ¡Bah! No sé para qué hablo contigo. Nunca me haces caso.
Y como ella dijo, no le hice caso. Seguí con el señor hasta abrirle la puerta de la casa - cabaña para que luego de diez segundos pasara al interior.
—¿Señor, usted vive solo?
Siguió caminando y obtuve un silencio sepulcral como respuesta.
Miré hacia afuera y mi madre me hacía señas. Le agité la palma de mi mano varias veces para que me esperara.
—Señor... —Vamos a intentarlo de nuevo— ¿Puedo pasar?
—Pasa, Alejandra. —habló sin siquiera mirarme.
—¿Disculpa? ¿Alejandra? —fruncí el ceño, el miraba a sus pies— ¿Crees que me llamo Alejandra?
—¡No te hagas la tonta, Alejandra! Decidiste marcharte y nunca volviste —alzó su voz y unas venas marcaban su cuello— ¡No vengas a hacerte la desentendida ahora!
Decidí cerrar la boca.
Alejandra.
¿Quién es Alejandra?
Tal vez en verdad esté senil como dijo mi madre y me esté confundiendo con otra persona.
—Ginger, hija —miré hacia afuera. Al parecer la señora Roble no se pudo estar quieta en su lugar— ¿Qué haces con este hombre? Estamos en medio del bosque y está oscuro. No sabes lo que se puede aparecer por aquí. Puede haber animales salvajes y...
—¡Natasha! —gritó el anciano desde adentro haciéndome brincar— ¿Por qué tu hija no volvió por aquí? ¿Le impediste a Alejandra verme como las otras veces? ¿Eh mujer?
Mi madre se enderezó e indagó al señor con curiosidad y a la vez elevó sus hombros y negó varias veces.
—No sé de qué me está hablando.
—Ah sí sabes. Sí sabes.
—Creo que me está confundiendo. Nos está confundiendo a mí y a mi hija con otra persona. —Tomó mi muñeca y dio dos pasos hacia atrás— <<Vámonos, hija. Este viejo está loco>> —susurró jalándome hacia afuera.
—¡Huye, Natasha! Huye con tu hija que es lo que mejor sabes hacer —vociferó y tembló tanto que se le cayó algo al suelo. Una cadena dorada.
Logré zafarme del agarre de mi madre y la tomé entre mis manos. Representaba a una parte del yin yang, rodeado con un arco rojo a su alrededor.
Qué extraño artefacto.
—¡Ginger, suelta esto! —mi madre me lo arrebató de las manos y lo lanzó adentro de la casa. Tomó mi mano y con mayor fuerza que la anterior me sacó de la casa—. ¡Y vámonos de aquí!
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