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Ansiedad

Hacía días que había perdido el apetito, no hacía nada a derechas, se olvidaba de cosas y a su gran pesar se unían los obstáculos varios de la vida cotidiana. Una opresión en el pecho se hacía latente desde un día antes, pero ese día era ya insoportable. Se había cansado de aparentar estar bien ante los demás, ante los suyos, para dedicarse aunque sea solo un rato a ella misma, a sus sentimientos, y no era porque quería hacerlo, sino porque el dolor en su pecho la obligaba. Llevaba unos días continuando su vida, su trabajo y sus quehaceres como una autómata, porque la rutina la empujaba a hacerlo así. ¿Qué hacer si no?. Tenía un trabajo, un hogar, un esposo y dos hijos por los que luchar, por los que dar lo mejor de sí misma.

Decidió tomarse un antidepresivo de los que no tomaba nunca, porque nunca creía necesitarlos. Hoy sí lo necesitaba. Se acurrucó en la cama a esperar que le hiciera efecto la píldora y su marido puso una película en televisión para que se distrajera. Él no sabía qué hacer para consolarla puesto que no podía ponerse en su lugar, nunca había pasado por una situación así, de hecho nadie debería pasar por una situación de esa envergadura. No sabía cómo darle el trozo del corazón que le faltaba, tampoco sabía que no podía dárselo, debía recomponerse ella misma.
Cuando hizo efecto el tratamiento, dejó de doler un poco, solo un poco. Y esa sensación de ansiedad fue apagándose para dar paso a la salida de una gota salada procedente de sus lacrimales. A esa le sucedió otra, y otra, acabando por convertirse en un llanto entrecortado que dejaba salir la rabia, la desesperación, la impotencia, el miedo, la incertidumbre.
Poco a poco dejaba de llorar mientras era acunada por unos brazos que no querían soltarla, que le decían ¡estoy aquí!, y al fin se quedó dormida.

Los padres creen que si se llevan mal, es mejor divorciarse cuando los hijos están grandes. Si se llevan mal deberían hacerlo en ese momento en el que son incapaces de solucionar sus avenencias porque los hijos sufren igual, ya sean adultos o niños. Para los niños es más fácil adaptarse a los cambios, lo que ocurre al contrario con los mayores. Déjense llevar por el corazón, tanto para amar como para separarse. Las mejores decisiones salen del corazón y no del cerebro.

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