Capitulo 1: Frio como el hielo por dentro
La luz del sol entraba en el torreón a través del pequeño agujero redondo de la ventana que, como de costumbre, estaba abierta cuando la temperatura lo permitía, para dejar pasar el aire limpio de la mañana.
Sobre la cama Ferin sonreía con los ojos cerrados mientras Beril la hacía reír con sus caricias que se convirtieron en traviesas cosquillas que la hicieron temblar y agitarse mientras se hacía la dormida.
Hacía ya más de cinco años que estaban juntos.
– Jajajaj, Beril, no, ¡¡no!! – decía riendo mientras intentaba esquivarlo.
Ferin tenía una piel peculiar, de un rojizo oscuro. El pelo de un chispeante naranja encendido, con los rizos que le caían rebeldes sobre la cara, y unos profundísimos ojos negros.
Beril, en cambio, tenía la piel pálida, un desordenado pelo castaño cenizo y unos ojos de un color verde claro como la hierba fresca.
La risa de ella cesó, y los besos de él se volvieron intensos.
Se habían conocido hacía ya muchos años, cuando sus padres vivían en Mulg.
Siendo aun niños, a Beril le gustaba ir después de la escuela a la orilla del lago. Donde una Ferin unos años más pequeña que él, solía ir a refugiarse.
Cantaba cada tarde con una voz dulcísima mientras caminaba por la orilla.
A Beril le parecía un ser de otro planeta, con su piel rojiza brillando por el reflejo nervioso del agua del lago y su pelo naranja rizado flotando al viento.
Un día Ferin estaba recogiendo redondeadas piedras oscuras del agua. Sus pies se hundían en el agua al ritmo de su canción, y el borde de su vestido estaba húmedo de agacharse sin cuidado a recoger los cantos.
Una pequeña criatura del lago se deslizó bajo su pie mientras caminaba y un grito se alzó en el aire. Beril había salido instintivamente de entre los arbustos donde descansaba escuchándola y la había ayudado a llegar hasta la arena. El pie sangraba y él, cargándola en brazos, la había llevado hasta donde ella le dijo que trabajaba su padre. Fue una sorpresa para él encontrarse en un taller lleno de piedras como las que Ferin recogía del rio. Un ruido vibrante traspasaba el muro.
El aire sabía a humo y a polvo.
Cuando Ferin tuvo el pie vendado, su padre se volvió hacia Beril.
– Chico, gracias por ayudar a mi hija.
– No ha sido nada. – contest Beril, fijando su atención en una piedra ennegrecida, con pequeñas notas brillantes en los bordes, como olvidada sobre un estante.
El padre de Ferin lo miró atentamente.
– ¿Como te llamas chico?
- Beril... Beril Arcomayor, señor, vivo con mi madre en la casa de la escuela.
– ¿Tu madre es la maestra Tormaline? – le preguntó.
– Si – y acordándose de su madre miró hacia la ventana, descubriendo que el sol estaba ya desapareciendo entre las colinas – Y será mejor que vuelva ya a casa. Me estará esperando.
Cuando se acercaba a la puerta echó una última mirada a Ferin, que sentada en un escalón lo observaba apoyando la barbilla entre sus manos con una sonrisa. La devolvió la sonrisa mientras chirriaban los goznes al abrir la puerta.
– ¡¡Beril!! - Escuchó a sus espaldas. Al volverse, tuvo apenas el tiempo de aferrar un objeto que el padre de Ferin le lanzó con un rápido gesto. Era la piedra que momentos antes había absorbido su atención.
– Acéptala como agradecimiento. – le dijo.
Ante la mirada atónita de Beril, el padre de Ferin sonrió.
– Ven mañana y verás qué es lo que se esconde dentro. – le dijo – ¡Saluda a tu madre de parte de Frenand!
Al día siguiente Frenand le mostró cómo de la piedra más insospechada podía surgir, con un sabio tallado, una preciosa piedra.
Algunas piedras eran de tonos metálicos, otras de colores encendidos... observó cómo Frenand despojaba el material de la roca que le había regalado, y como de entre el fango surgió un cristal de un verde profundo, suave...
– Hay quien dice, Beril, que es la piedra la que elige a la persona. Pero yo creo que es la persona la que decide su propio camino.
Desde aquel día Beril no se apartó de Ferin, jugaban juntos y pasaban grandes y pequeñas aventuras. Todos sonreían al verlos y les decían continuamente que estaban hechos el uno para el otro.
Beril era continuamente invitado a casa de Ferin, su madre les preparaba meriendas de fruta y pasteles por la tarde.
Cuando llegó el momento Frenand lo aceptó en su taller como aprendiz, y le enseñó a tallar y pulir piedras y gemas como nadie. Beril parecía tener un talento innato para descubrir una belleza especial en los minerales.
Pero un día Ferin y sus padres desaparecieron.
Beril no supo nada de ellos durante años.
Y sin previo aviso un día Ferin volvió. Y volvió sola.
Apareció convertida en una mujer preciosa que hacía que todos los jóvenes de la zona se volvieran a mirarla, mientras pasaba por las calles de Mulg.
Se dirigió directamente al taller, como si no hubiera pasado un solo día desde la última vez que se habían visto. Entre ellos no fue necesario pronunciar ni una sola palabra. Ella se instaló en su casa sin explicaciones, sin disputas, naturalmente. De la misma forma que había sido todo entre ellos durante su niñez.
Desde entonces habían pasado más de cinco años.
Ferin era una mujer culta, graciosa y algo tímida, a la que todos adoraban. Al poco tiempo de volver a la ciudad mucha gente buscaba su consejo, que ella no negaba nunca. Desde el comienzo había conseguido animar la vida de Mulg. Era ella quien se ocupaba de organizar todos los eventos, las fiestas y reuniones. Desde el más importante, hasta el cumpleaños de los más pequeños de la pequeña ciudad.
Nunca faltaba la música y los bailes desde que ella había llegado. Conseguía alegrar a todo el mundo.
– Deberías irte, Beril. No es el momento para esto. Tu madre quería que fueras a verla esta mañana.
Su gesto era serio ahora y la sorpresa hizo que Beril se separase de ella instantáneamente. Se ensombreció también la expresión de él, pero no estaba enfadado. Ni siquiera salió de entre las sábanas de la cama.
– Tú sabes que te quiero, Beril – Volvió a sonreír, y él le devolvió la sonrisa. Pero ella ya había empezado a levantarse para vestirse, y su sonrisa se volvió algo triste.
Saltó con energía de la cama y comenzó a vestirse también él.
Beril pisó el suelo de baldosas rojas y se acercó a la ventana, apoyándose en el marco redondo. Desde el torreón podía observarse toda la ciudad y el creciente movimiento de las personas que comenzaban a caminar por sus calles.
En ese momento se percató de un ruido sobre la madera de la ventana, el cristal temblaba imperceptiblemente. Se volvió y miró a Ferin, que muy seria parecía observar el suelo bajo los pies de Beril, solo que tenía los ojos cerrados.
– Están aquí – susurró casi inaudiblemente.
Antes de que Beril pudiera preguntarle a quien se refería, quién había venido y cómo lo sabía, el suelo empezó a vibrar bajo sus pies. El torreón saltaba y se balanceaba fuertemente.
Beril cayó contra la pared, cerca de la ventana. El suelo se hundió bajo los pies de Ferin.
La perdió de vista. Dejó de entender lo que sucedía a su alrededor. Todo parecía en movimiento, no supo si caía o se elevaba por los aires, y el polvo le nublaba la vista. Después de eso perdió el conocimiento.
Se despert sobresaltado por un punzante dolor en la cabeza, y notó que la tenía bajo algo pesado que lo había golpeado. Al deshacerse del obstáculo vio que se trataba de una vieja viga metálica que lo podía haber aplastado completamente, y que sin embargo lo había protegido de un muro completo que se le había desplomado encima. Se trataba de una de las vigas que cubrían el techo.
Entonces le volvió a la mente. ¡Ferin! Estaba con ella cuando había desaparecido delante de sus ojos.
La buscó con la mirada. No la veía.
– ¡¡Ferin!! – la llamó, pero no obtuvo respuesta.
– ¡¡¡¡¡Ferin!!!!!
Empezaron a llegarle voces, susurros y algunos gritos desesperados. Caminó desorientado entre los escombros sin reconocer de dónde provenían. La ventana seguía en su muro en lo alto del torreón, intacta, como si nada hubiera ocurrido al resto de la habitación en lo alto del torreón. Pero no necesitaba asomarse para ver que fuera, la ciudad entera había sido arrasada, y los gritos y llantos de la gente se extendían en todas las direcciones.
En ese momento, escuchó una respiración entrecortada detrás de él. Al girarse vio otra de las vigas que había atravesado el suelo, abriendo un agujero hacia el piso inferior. Miró a través de él y vio a Ferin.
Bajó saltando entre las ruinas con el corazón encogido. Ella lo había mirado, y lo había sonreído, pero ¿por qué no se levantaba?
– Ferin, qué demonios... – se detuvo en seco. La piel oscura de Ferin aparecía más rojiza de lo normal. Brillaba como si fuera metal fundido. Ella volvió a sonreír viendo que Beril comprendía.
– No... Ferin voy a buscar ayuda, por aquí debe estar...
– Beril – le silenció ella – no debes estar aquí...yo necesito...
Las palabras sin sentido de ella le causaban escalofríos.
– Ferin no estás bien, deja que te lleve a algún sitio donde puedan ayudarte, solo tengo que...-su costado estaba atravesado por una barra de hierro forjado. Las flores que lo decoraban se insertaban afiladas en su carne y se teñían con su sangre de un carmín oscuro. Al moverla ligeramente, de la boca de Ferin escapo un sordo gemido que le heló la sangre.
– Beril...no te olvides de que yo...suceda lo que suceda...
No entendía nada de lo que estaba diciendo. Pero si conseguía llegar hasta su madre, quizá pudieran volver para ayudar a Ferin y salvarla...si ella estaba a salvo...
De pronto, la angustia por su madre le embargó más profundamente y tuvo el impulso de echarse al lado de Ferin esperando despertarse de aquella horrible pesadilla. Pero la voz de Ferin lo devolvió a la realidad.
– Beril, te amo... – la agarró de la mano, y la respondió, esbozando la sonrisa más difícil de su vida.
– Yo también te amo...
– Corre... ve con ella... – susurró.
– No te dejaré aquí.
– Ve con ellos... ¡¡ahora!! Algún día volveremos a estar juntos...créeme.
Sus ojos se empaaron y su voz se apagó para siempre.
Le cubrió la boca con un beso profundo, un beso que tenía un sabor metálico. La sangre de ella le mancho la boca de color carmesí. Se separó de ella y observó su cuerpo inmóvil. Las lágrimas le nublaron la vista por un largo momento.
Le costó creer que el cuerpo de ella se enfriaría, lo llevarían lejos de allí y no volvería a ver sus ojos, ni a escuchar su voz, no volvería a sentir su olor ni a besar su piel...
El dolor le había traspasado el pecho también a él. Pero entonces pensó en su madre. Si estaba herida...
Le invadió un sentimiento urgente. El miedo lo impulsó.
Saltó entre los cascotes que habían formado las paredes del torren, ahora en ruinas. Se movía cada vez más rápido y consiguió salir a la calle tambaleándose, donde la gente luchaba por escapar de las casas derrumbadas que les habían servido de hogar hasta unos momentos antes. Pero no se detuvo a ayudar a nadie, pasaba sin mirar a la gente que le rogaba, siguiendo el camino que tantas veces había recorrido.
Apresuró aún más el paso y se encontró en el patio de su casa, increíblemente intacta. Delante de él, encontró una escena que recordaría siempre. Una imagen que se congeló en su mente.
A cámara lenta vio a un hombre joven, cubierto de una especie de armadura brillante que se pegaba a su cuerpo, y delante de él, a una cierta distancia, se alzaba otro hombre grotesco. Su aspecto era cansado y tenía una mirada endurecida.
– Has sido inteligente escondiéndote aquí, solo has cometido el error de permanecer demasiado tiempo... – le decía el hombre joven de la armadura.
La cara del hombre le resultó familiar, pero un gesto irónico le dibujaba una sonrisa torcida en sus labios tensos. De repente se ensombreció y haciendo un movimiento lento, cerró los ojos. La tierra comenzó a vibrar nuevamente. Los gritos ensordecieron las palabras de los dos hombres, que continuaban gritándose algo el uno al otro.
Sin previo aviso, de detrás del hombre de la armadura surgió una figura delgada que parecía saltar y bailar realizando movimientos en torno al hombre joven, se detuvo en seco a una cierta distancia del hombre sombrío y en su rostro se intuyeron mil años. Se quedó mirándole cara a cara a pocos metros de distancia y de sus manos extendidas volaron chispas doradas. En ese preciso momento, la madre de Beril apareció como de la nada y situándose frente a ella, recibió una veintena de puntas doradas que se clavaron profundamente en su cuerpo. Beril corrió desesperadamente y deslizándose por la tierra húmeda logró frenar la caída de su madre poco antes de tocar el suelo, sosteniéndola en su regazo.
– Beril... – le dijo en un susurro al ver su rostro – has llegado a tiempo... – tosió ligeramente –Beril, perdóname si no has tenido la vida que te esperaba...
– Mamá... – sollozó sin saber qué decir. – por favor, mamá, no puedo... no puedo perderte a ti también.
– Ssssh... habrá quien te diga que de poco sirve querer evitar lo que está escrito que debe suceder... – como Ferin pocos momentos antes, también su madre lo sonreía, pero ya no lo estaba mirando. Sus ojos se volvieron vidriosos al tiempo que dejaron escapar una lagrima. – pero Beril, solo tú puedes decidir... no dejes que nadie te diga dónde debes estar, sigue lo que llevas dentro – y diciendo estas palabras, expiró.
Colocó con cuidado el cuerpo de su madre extendido, colocó sus manos entrelazadas sobre su pecho, los ojos suavemente entornados.
Miró a su alrededor. El hombre más mayor había desaparecido.
De frente, la mujer alta y delgada lo observaba con expresión desconcertada debida al horror. Su cuerpo estaba teñido de oro. El hombre brillante permanecía a su costado.
Beril se incorporó despacio, sintiéndose frío como el hielo por dentro.
– Has matado a mi madre... – siseó con la mirada fija en ella.
La expresión de la mujer que tenía delante se hizo dura.
– Ha sido ella misma la que ha elegido su destino metiéndose entre la lanza y el asesino.
– La asesina eres tú.... – se acercaba a ella cada vez con más velocidad.
El hombre de la armadura alzo sus brazos y creo una gran corriente en torno a ellos que hizo volar la melena dorada de ella en todas direcciones, partículas brillantes corrían por todas partes, pero ella, inmóvil, no apartó su mirada de Beril. Cuando estuvo cerca de ella, una fuerza casi invisible lo empujó violentamente, pero lo sobrepasó haciendo un gran esfuerzo.
Fue entonces cuando ambos retrocedieron con cierta sorpresa. Evidentemente no habían esperado que Beril fuera capaz de atravesar aquella barrera.
En la mano de ella apareció entonces una afilada vara de oro justo en el momento en que Beril la embestía con furia, arrastrándola violentamente varios metros hacia atrás.
La punta atravesó lacerantemente el cuerpo de Beril, haciéndole probar un fuerte dolor en el lado izquierdo del pecho, pese al cual continuó luchando contra aquella figura. Miró dentro de los ojos de ella, ahora frente a los suyos. Eran brillantes, de oro.
El dolor se hizo intenso, insoportable, y el cuerpo de Beril comenzó a ceder, cayendo entre los propios brazos de su enemiga, que no lo soltaba. Quiso alejarse de ella. En ese momento Beril perdió el sentido.
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