3- La plebeya
Daemon
Mi vida como monarca ha estado marcada por la muerte desde el primer día e incluso antes de este. Mis padres, Daeron y Alyssanne, fueron víctimas de sus actos monárquicos. Por su búsqueda de poder y grandeza olvidaron que tenían a una persona que dependía de ellos para todo, yo, y es debido a eso que fui coronado rey a la corta edad de seis años luego de que un atentado les arrebatara la vida el mismo dia en que Langelfort cambió de gobernantes.
Durante años me preparé para reinar como se esperaba pero, mientras lo hacía, Richelstown se sumía en la pobreza, el endeudamiento y la ilegalidad como consecuencia de la mala gestión de quien fue nombrado regente por el consejo real y fue por ello que al cumplir dieciséis años acabé con el periodo de regencia. Me encargué de eliminar a todo aquel que no servía e hice lo necesario para llevar a mi pueblo a la gloria merecida sin importar lo mercenario y déspota que me hiciera ver. Hoy, diez años después, Richelstown es potencia número uno en tantas esferas que ningún monarca se atreve a ponerse en mi contra y, si algún día me lo preguntan, no me arrepiento de nada de lo que tuvo que suceder o tuve que hacer aunque aún me queda un mal sabor en la boca al no haber podido hacer justicia por lo sucedido tantos años atrás con mis padres. Me juré a mí mismo encontrar a los culpables y, sin embargo, cada investigación ha sido destinada al fracaso. Es esa la razón por la cual asesino y aniquilo incluso cuando no tengo motivos, para descargar la frustración que siento en alguien más al no poder hacerlo con los verdaderos responsables.
He pasado los últimos años sintiendo resentimiento e ira hacia mí mismo y los demás. No permito que nadie se acerque a mí lo suficiente como para descubrir lo débil que en muchas ocasiones me siento y mucho menos le doy la oportunidad de meterse en mi cabeza porque todo lo que a mí se acerca está destinado a la muerte. Así fue con mis padres, con mis padrinos y con mi prometida, y tengo la firme intención de no permitirlo nuevamente aunque signifique condenarme a una existencia de soledad, oscuridad y violencia.
—Su majestad —murmura uno de los guardias irrumpiendo en la habitación de hospital. —Una doctora solicita verlo —informa y me mira en espera de una orden.
—¿Es la misma plebeya? —Cuestiono ocultando la ansiedad por volver a verla.
Desde que ella se marchó no he podido dejar de pensar en las similitudes entre ambas. Los mismos ojos, la misma personalidad irreverente que no se deja intimidar y, sobre todo, esa manía de llevarme la contraria a toda costa. Es imposible y sería catastrófico que así fuera pero mi estropeado cerebro quiere creer lo increíble y es por eso que quiero conocer más de ella.
—No —responde el soldado y puedo sentir la decepción que surge en mí. —Es la doctora Laussmanier —aclara y con gesto resignado le indico que la haga pasar.
—Tiene treinta segundos para hablar —espeto al verla entrar acomodandome en el sofá.
—Ya veo que recuperó su habitual carácter, majestad —comenta deteniéndose a dos metros de mí. —Deberia estar en la cama —añade con severidad. —La herida podría abrirse e infectarse aún más —hace notar pero me importa un carajo.
—No es la primera herida que recibo o se infecta, doctora Laussmanier, y francamente no le he pedido su opinión así que límitese a lo suyo —aclaro sin ocultar mi fastidio. —Ahora, dígame a qué ha venido o larguese por dónde vino. No me haga reconsiderar la decisión de meterla al calabozo —advierto sin paciencia.
Tuvo suerte de no ser ella a quien metiera en la carcel por el mal tratamiento que fue dado a mi herida cuando vine hace una semana lo cual provocó que se infectara y retrasara el proceso de curación tan vital para quien tanto debe hacer como yo.
—Bien, su majestad. Vengo a informarle que si lo desea puede marcharse a palacio y continuar el tratamiento ahí. Ya la fiebre remitió así que no hay peligro alguno para su vida —comunica alegrandome la tarde.
Sin embargo hay una cosa que me retiene aquí.
—Pasaré la noche aquí y mañana me iré en cuanto salga el sol. A fin de cuentas me viene bien descansar del ajetreo palaciego.
—De acuerdo. En ese caso le diré a la estudiante asignada que le haga compañía, a menos que usted desee lo contrario —responde esperando algún tipo de negativa que no llega.
—Me da igual. No tengo problema con compartir el aire con un estudiante. Recuerde que ellos son la prioridad del reino —me escudo en mi plan de reinado sin una pizca de vergüenza.
No permito que sepa que estoy al tanto de quién estará esta noche conmigo porque estoy seguro de que la ha asignado a mi habitación con toda la mala intención que alberga en su rubia cabeza y no planeo dejarle ver algo que no me interesa que vea.
—¿Seguro? ¿No quiere saber quién es? —Indaga como si quisiera que me negara a la compañía.
Niego con la cabeza en respuesta.
—Si eso es todo, lárguese de una buena vez y déjeme en paz hasta que llegue la plebeya —gruño molesto por su reacción ante mi aceptación de la presencia de Anastasia.
¿Qué más le da a ella si quiero o no que la plebeya me acompañe? Tengo mis motivos y nadie debe cuestionarme por ello.
—Como guste, su majestad. Si necesita cualquier cosa no dude en avisar —replica hipócrita y asiento solo para no verla más.
Este tipo de persona la detesto y Laussmanier se está esmerando en caerme incluso peor de lo que ya lo hace.
—Una cosa más, doctora —digo antes de que abra la puerta. —Recuerde quién es el soberano antes de cuestionar mis decisiones o querer hacerme pasar por tonto si es que en algo valora su insignificante existencia plagada de mentiras —advierto con dureza y adopta el color del papel ante lo que he insinuado saber.
Si creyó que no la iba a investigar se equivocó. Tengo conocimiento de la vida de cada persona implicada conmigo y ella no es la excepción porque, a fin de cuentas, es la jefa de Emergencias de mi hospital.
Al marcharse Laussmanier ordeno hacer pasar a la plebeya apenas llegue y me pongo a revisar informes sobre el reino. Dicto sentencias, firmo leyes y doy luz verde a proyectos en tanto avanza la tarde. Se pone el sol y sigo en lo mío hasta que alguien habla a mi espalda recordándome que soy humano y necesito comer a pesar de haber rechazado la cena en cuanto me la sirvieron hace un rato.
—Es deliciosa la tarta de melocotón, ¿cierto? —Provoca la niñata plebeya probando un bocado del postre que hay sobre la charola que lleva en sus manos.
Me giro a observarla y me regaño a mi mismo por interesarme tanto en alguien inferior. Sin embargo, algo hay en ella que me atrae por más que quiero repelerla.
—En efecto, plebeya. Compartimos el gusto por un postre —confieso atraído por el olor que desprende. —¿Quién le dijo que lo trajera? —Indago a pesar de tener un sospechoso en mente.
—¿Otra vez pasamos a las formalidades? —Cuestiona luciendo ligeramente decepcionada. Me encojo de hombros en respuesta sin dar mayores explicaciones. —Bien pues, quien me ha dado esto para que se lo trajera fue un tal Franz que se presentó ante mí como su consejero —dice con soltura confirmando mi sospecha.
—En ese caso, ¿por qué no me entrega lo que es mío? —Pregunto apartando los documentos para dejar espacio libre a la charola.
Dije que no quería cena pero no me negué a un postre y el viejo zorro que me aconseja lo sabe.
—Bueno pues, verá, su consejero me ha dicho que como retribución a soportar su malhumor por toda la noche podría quedarme con la mitad de la tarta —responde inocente y ante ello niego con la cabeza.
Maldito sinvergüenza. ¿Regalar la mitad de mi postre favorito? ¿A una simple plebeya? No, ni hablar.
—Pues yo le digo que no voy a darle nada —me niego poniéndome de pie y arrebatándole la charola.
Vuelvo al rincón de la habitación que ordené preparar como despacho, pongo la charola sobre la mesa y me dispongo a cortar un trozo para llevármelo a la boca pero me quitan la cuchara de la mano. Alzo la mirada buscando a la culpable y la veo tragándose lo mío.
—Y yo le digo que lo que no consigo con amabilidad lo tomo a la fuerza así que usted decidirá si comparte conmigo por las buenas o si debo tomar lo que me fue prometido por las malas —replica con tanta seriedad que me rindo ante ella.
No estoy en condiciones de negarme a su capricho y menos si quiero saber más sobre ella.
—Bien, usted ha ganado —acepto. —Ahora devuélvame mi cuchara —ordeno pero no me hace caso, en su lugar me entrega una de plástico y tal acto me hace mirarla con enfado. —¿Pretende que me lleve a la boca un material tan pobre como el plástico? ¿Acaso se volvió demente? —Reclamo indignado por la situación.
Niega con la cabeza sonriente.
—Estoy en pleno uso de mis capacidades mentales, majestad, pero no creo que quiera usted llevarse a la boca un objeto que está cubierto de mi saliva, ¿o sí? —Pregunta y me doy cuenta de su acierto.
—Debería encerrarte por esto —comento rendido por segunda vez consecutiva ante sus argumentos.
—Pero no lo harás —responde con seguridad antes de sentarse en la misma silla en que estuvo Franz durante la mayor parte del día y comenzar a comer con avidez por lo cual es fácil deducir que le gusta tanto el poste como a mí.
El tiempo pasa con rapidez mientras hablamos hasta la hora en que decide que es suficiente plática y que ya debo dormir. Mide mis signos vitales y los apunta en la historia clínica antes de devolversela a la enfermera, se despide deseándome un buen descanso y se va dejándome a solas en la oscuridad de la habitación.
Antes de dormir repaso mentalmente lo descubierto y decido que alguien debe investigar más respecto a ella, no porque la considere una amenaza sino por el misterio que envuelve su vida, sobre todo su pasado que me tiene fuertemente intrigado.
¿Quién es realmente Anastasia Lange? ¿Qué pasó con su familia biológica? ¿Por qué siento que es importante que descubra las respuestas a esas preguntas?
Me duermo pensando en lo anterior a pesar de que ni siquiera debería estar interesado en la vida de una plebeya como ella. Sin embargo, debo confesar que el que no rechace todo lo oscuro que habita en mí es razón suficiente para querer saber más sobre ella que cualquier otra persona viva y es por eso que me prometo a mí mismo conocer todo de Anastasia Lange aunque el proceso tarde. A fin de cuentas soy el soberano y siempre obtengo lo que quiero.
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