Veintiuno
Tengo una dinámica: voy a comentar este capítulo como una lectora más, ustedes se pueden unir a mis comentarios o hacer los suyos propios. Veamos a dónde nos lleva esto *se emociona*
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Luego de tomarnos la taza de chocolate, aún con el hambre viva, esperamos unos minutos hasta que la bocina de un auto se escuchó desde afuera. Sabiendo que era Oliver y sintiendo el corazón latir como una estampida de toros enojados, tomé mis pertenencias y salí junto con Lu.
Oliver estaba apoyado en el capo del auto y miraba distraídamente su celular. Tenía una camisa blanca, de esas que tú veías y te preguntabas si eran nuevas o si esa persona lavaba demasiado bien para tenerla en ese tono de blanco tan limpio; un blue jean rodeaba sus piernas como si lo hubiese mandado a hacer específicamente para él, y por último, pero menos importante, su maldito cabello. Estaba húmedo y oscuro, brillante, suave, hermoso, perfecto; algunos mechones caían en su frente y otros por sus orejas, se veía tan adorable que dolía. Dolía mucho mirarlo.
—¡Buenas!
El grito de Lucero lo sobresaltó. Subió la mirada con los ojos abiertos y confundidos, pero luego sonrió y comenzó a caminar hacia nosotras.
Yo quería morirme.
Obviamente iba a dejar que él me saludara, pero ¿Cómo me iba a saludar? ¿Un beso en la mejilla? ¿Un beso suave y rápido como el de ayer? ¿Qué, qué, qué, qué?
Me estaba muriendo de nervios, las manos me estaban sudando mientras miraba el beso que dejaba en la mejilla de Lucero. Me humedecí los labios cuando sus ojos se fijaron en mí y su cuerpo se empezó a mover en mi dirección.
Al final, cuando sus zapatos chocaron con los míos y su mano estaba puesta en mi nuca, él simplemente se inclinó y dejó un lento beso en la comisura de mis labios.
Estuve tentada a moverme y recibir algo más, pero recordé que yo le había dicho que seríamos amigos nada más. Y los amigos no se besan.
Forcé una sonrisa en medio del manojo de nervios que era e hice contacto visual.
—Hola —saludé. La voz me había salido extraña así que carraspee.
Aún sentía sus labios cerca de los míos.
—Estás muy guapa, vomitona.
Su maldita sonrisa. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué debían existir personas como él, sonrisas como aquella y miradas tan descaradas?
Espera…
Borré mi sonrisa y lo miré con fingida molestia. Era imposible que me molestará con él cuando constantemente sentía este revoloteo en el estómago solo por su presencia, así que debía fingirlo.
—¡No me digas así! —chillé avergonzada.
Lu se rió entre dientes y sin esperar o pedir permiso, abrió la puerta trasera del auto y subió.
—No es para tanto —objetó—, te queda bien y todo… amiga.
¿Qué? ¿Eso era burla lo que escuchaba?
—Vale —murmuré, ignorando a propósito el “amiga” burlón.
Él amplió aquella sonrisa que no se eliminaba y me hizo un gesto exagerado con los brazos, indicando que subiera al auto.
Subí y antes de que él subiera al auto, sentí un dolor insoportable en el brazo a causa del golpe durísimo que me dio Lucero.
—¡Que bello, marica! ¡Que bello! —susurró-gritó.
Yo mordí mi labio inferior para evitar gritar con ella y simplemente asentí.
Oliver se sentó tras el volante y encendió el auto.
—Lucero —llamó— ¿Sabes quién está loco esperando en la casa?
Mi amiga se sentó en la orilla del asiento y metió su cuerpo en el espacio entre los asientos delanteros. Como una niña.
—¿Quién? —parecía verdaderamente confundida. Yo también lo estaba.
Oliver se concentró en conducir, ampliando una sonrisa divertida que llegaba a sus hermosos ojos.
—Sebas —inmediatamente fui consiente del rubor feroz en las mejillas de mi mejor amiga. ¿Qué?—, llegó hace unos minutos, fingiendo que quería ver a Andro cuando minutos antes le había dicho que ustedes irían.
Lucero carraspeó y lo miró inquisitiva.
—¿Cómo sabes que no es por Laura? —preguntó, adoptando la misma diversión que Oliver.
Él frunció el ceño.
—Eso es imposible —sentenció e inmediatamente me sentí mal.
¿Qué quería decir con eso? Que sí, que Lucero era hermosísima, pero yo no era tan insípida como para que un chico no se fijara en mí.
«Tu novio te puso los cuernos, ¿Por qué crees?» mi mente empezó a jugarme en contra y mi cuerpo colaboró cuando sentí los ojos arderme.
Giré el rostro hacia la ventana y fingí que el exterior era nuevo para mí.
Ay mira, nunca había visto esa plaza…
—¿Por qué imposible? —preguntó Lu, yo quise golpearla.
Mi autoestima no era el mejor para escuchar la…
—Porque él sabe que Laura me gusta, por supuesto —lo miré. Sus manos apretando el volante—. Mi hermano no me haría eso, ya dije, es imposible.
Estaba entre hacer un puchero por lo adorable que era la relación entre Sebastián y Oliver, y ponerme a gritar histéricamente por lo que acababa de escuchar.
Primero, mi autoestima estaba en lo más alto de la pirámide. Le gustaba a alguien.
Segundo, no era que le gustara a alguien, era que LE GUSTABA A SEÑOR SEXO. Eso era otro nivel.
Y tercero, ¿Cómo… en todos los cielos… podía existir alguien tan perfecto como él?
Estaba enojada en parte, porque yo no sabía que le gustaba. Bueno, quizás sí lo sabía, pero nunca había sido tan directo como ahora. O tan real, para ser más específicos.
—Ah caray —murmuramos Lucero y yo al unísono. Algo súper normal.
—Sí —susurró Oliver, ahora parecía bastante incómodo.
No iba hacer nada por sacarlo de aquello, le tocaba. A los perfectos también se les podía poner incómodos, tomen nota.
El resto del camino lo pasamos en silencio, hasta que Oliver estacionó en una casa familiar, ubicada en una residencia, también familiar. Todo era muy bonito y organizado. Las casas se parecían y los árboles parecían cortados por el mismo jardinero.
Me puso nerviosa ver dos autos estacionados frente a la casa, pero no pude escarbar en aquel sentimiento porque la puerta se abrió y Andrómeda salió corriendo hacia el auto con una sonrisa maliciosa.
Oliver bajó y nosotras le seguimos, pero Andrómeda, en lugar de saludarnos o acercarse a su padre, se metió en el auto y cerró la puerta, luego nos hizo un gesto de silencio con el dedo índice y sus labios… manchados de chocolate.
La miré con el ceño fruncido sin entender, hasta que la puerta se abrió nuevamente y Sebastián salió corriendo hasta nosotros.
—¿Dónde está? —preguntó exasperado.
Vestía un chándal azul y una camisa negra. Estaba descalzo.
—¿Quién? —preguntó Oliver con el ceño fruncido.
Lo miré sin entender. ¿Acaso no sabía que se refería a…?
—Andrómeda, Andrómeda —contestó Sebas, mirando hacia todos lados—. Escuché la puerta, seguro salió. Se ha estado escondiendo…
—¿Perdiste a mi hija? —le acusó Oliver con el ceño fruncido y una mueca de aparente molestia.
—¿Qué? —Sebas parpadeó— ¡No! Claro que no… ella…
—Mas te vale que la encuentres, Sebastián...
Comenzó a decir Oliver, pero fue interrumpido.
—¡Bu!
Andrómeda abrió la puerta del auto y muerta de risa corrió hacia la puerta de su casa, pero antes de llegar, un cuerpo femenino bloqueó su paso y ella chocó, cayendo hacia atrás.
Todos corrimos hacia ella por impulso.
Dios mío, todo estaba sucediendo tan rápido.
—Andri, cariño, ve por dónde vas —dijo la chica, agachándose para levantarla.
Lucero y yo nos detuvimos a unos pasos. Miré a Sebastián, que, al parecer, por fin había reparado en mi mejor amiga y la veía embelesado; luego miré a Oliver que tenía toda su atención en Andrómeda. Y por último miré a la mujer que sonreía cálidamente a la niña.
Dejé de respirar.
Allí estaba, Susana Hernández, la madre de Andrómeda.
Y también mi hermana.
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