Veintitrés
24 de diciembre, 2017 (3 años antes)
—Estaba pensando que Laura podría venir a las vacaciones de año nuevo con nosotros —comentó Lucero mientras picaba el pastel y lo repartía a las personas en la mesa—, su abuela no tiene pensado salir y ya saben que su mamá está de viaje.
—A mí me parece una buena idea —aceptó la señora Lucía—, solo debemos hablar con su mamá. Para los permisos y eso.
—Si Laura dice que su madre le dio permiso, yo le creo.
Sonreí tímida y miré al señor Ruguío con agradecimiento. Ellos confiaban mucho en mí.
—Igual podemos llamar a mi mamá, no hay problema —cedí para satisfacción de la señora Lucía.
—¿Crees que te den permiso para ir a la fiesta de navidad? —pregunto Anton, el primo de Lucero.
Él siempre estaba tratando de coquetear conmigo, yo siempre agarraba eso como broma y no le daba ningún indicio de querer algo serio. Porque realmente no quería nada serio, y menos con el primo de mi mejor amiga.
—He pedido permiso para quedarme en casa de Lu todo el fin de semana, ya quedaría de parte del señor Ruguío y la señora Lucía si me dan permiso —ellos me miraban atentamente como cada vez que abría la boca—, estoy bajo su responsabilidad, o eso dijo mi abuela.
—Tu abuela tiene razón —cedió Lu, como siempre—. Y a mí me dieron permiso, así que a ti también.
—¿Qué fiesta es? —inquirí dudosa.
—Es una fiesta de los compañeros de la U.
—¿No tendrán problema con que Lu y yo vayamos?
—Que va —se burló Anton—, mientras mas personas mejor. Y ustedes están buenísimas.
—Das asco, Anton —se quejó Lucero—. Los hombres sirven nada más para meter la polla.
—Soy hombre Lucero —su padre la señaló—, que no se te olvide.
—Tú eres la excepción papá, pero que sepas que también sé que metes la polla —comentó divertida—, no creo que sea adoptada.
No, por supuesto que no era adoptada. Era una fotocopia del señor Ruguío.
—Has dicho polla dos veces Lucero, quiero dos dólares en el botellón.
Su madre la miró con una ceja alzada, retándola a que le contradijera.
—También has dicho la palabra —le señaló Lu—, debes un dólar.
—¿También debo poner dinero en el botellón? —pregunté.
Lu ya me había dicho lo que su madre había hecho para evitar o disminuir las malas palabras en esa casa, ya que todos eran muy vulgares a la hora de hablar, pero no sabía si debía cumplir con aquella normativa de igual forma.
—Que va, tú nunca dices una mala palabra —comentó Anton con un puchero triste— ¿Cómo le haces?
Si ellos supieran…
Lucero se echó a reír.
—Laura es educada, pero no cristiana. Si tú escucharas lo que sale de esa boquita —negó lentamente—… te buscarías una caja de detergente para lavarle la boca y la llevarías a la iglesia para que la consagren.
Mis mejillas ardieron de la vergüenza. Estaba pasando por esa etapa donde no podía decir alguna palabra sin sonrojarme, donde veía a un chico por más de tres segundos y ya lo imaginaba desnudo. Lucero me había dicho que eran las hormonas, pero no tenía ni idea de a lo que se refería.
—Bueno, cariño. Si dices alguna mala palabra también debes poner el dólar, ya eres parte de la familia —me explicó la señora Lucía.
Asentí y seguí comiendo.
Cuando todos terminamos, Lucero y yo subimos a su habitación para arreglarnos. Yo estaba que hiperventilaba de los nervios, pero me obligué a respirar profundo cuando me tuve que maquillar.
Ambas habíamos decidido en combinar nuestras ropas, así que Lucero tenía una falda de cuero blanca con una camisa de seda negra, y yo vestía una falda de cuero negro y una camisa de seda blanca.
Nos sentíamos como unas diosas. Y más cuando nos pusimos unos tacones que le había regalado su tía, habían sido dos pares, así que unos para ella y unos para mí.
Estábamos guapísimas.
Nos fuimos en el auto de Anton, cuando llegamos pude ver a mucha gente mayor que nosotras, fuera de una casa alumbrada con luces de navidad. El corazón me latió frenético y las manos me comenzaron a sudar, tenía ganas de entrar corriendo y también de salir corriendo hasta la casa de Lu, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas.
Lucero siempre era la más sociable de las dos, así que cuando sonrió ampliamente y aplaudió emocionada, me di cuenta de que la única opción que había era entrar en aquella fiesta rodeada de tantas personas.
Anton estacionó donde pudo y nos tomó a ambas de la mano para entrar juntos. Si era como él decía, entonces simplemente lo estaba haciendo para presumir de nosotras.
Muchos chicos miraban a Lucero y la saludaban, a pesar de que estaba cien por ciento segura de que no la conocían y viceversa. Cuando llegamos a la cocina para encontrar a los amigos de Anton, ya estaba más cómoda conmigo misma. Habían demasiadas personas como para reparar en mí.
—¡Nuñez! —gritó uno de los chicos al reparar en Anton.
El mencionado nos jaló y caminó más rápido, sonriendo ampliamente.
—¡Hey! —saludó cuando llegó, por fin, soltándonos las manos.
Él saludó a todo el mundo mientras que Lucero sonreía amable. Yo simplemente existía. Ni siquiera quería alzar el rostro para ver a los demás. Mis zapatos parecían más interesantes.
—Mira, ella es mi prima Lucero y su mejor amiga Laura.
Me vi obligada a mirar a todos cuando pronunciaron mi nombre. Ellos me veían esperando a que me acercara a hacer lo mismo que hacía Lucero. Saludarlos.
Carraspee y caminé lentamente.
—Hola —di un beso en la mejilla al primero y así sucesivamente.
Estaban Luis, Carlos, Manuel, Lana y Reina. Pero cuando llegué al último me quedé fría.
Literalmente comencé a sudar frío.
Sin saludarlo ni moverme de su espacio, busqué a Lucero con la mirada. Ella ya me estaba viendo con los ojos grandes y el ceño fruncido; negó lentamente y me hizo señas para que respirara.
Yo boté aire por los labios y miré al chico frente a mí.
—Laura —dije besando su mejilla.
—Ignacio, mucho gusto —respondió.
Una emoción indescriptible se apoderó de mí. Le sonreí y le miré a los ojos, deseando que viera el parecido entre nosotros, que se diera cuenta de la similitud entre Susana y yo. Que descubriera que yo era su hermana.
Pero eso no pasó.
Él sonrió, soltó mi mano, y siguió hablando con sus amigos.
Intenté aparentar que no me dolía, a pesar de que Lucero ya sabía cómo me estaba sintiendo en ese momento.
Aunque también estaba feliz, no podía negarlo; lo había conocido.
Había conocido a mi hermano.
Me hubiese gustado decirle: Hola, soy tu hermana. Pero eso era muy inmaduro, precipitado y sanguinario, así que solo me quedé callada y lo observé hacer.
Él era tan increíble. Ni siquiera lo conocía y ya lo admiraba.
Hablaba con todos, era gracioso, amable y tenía una mirada adorable. Lo amaba mucho, ojalá él me amara a mí.
Hubo un momento dónde las personas se empezaron a ir. Cuando me di cuenta, ya eran las dos de la madrugada. Yo no me quería ir, no quería.
—Ignacio, ¿Dónde está Susana?
No sabía si mi mente había decidido bloquear los sonidos externos o si todos se habían callado para escuchar. Pero el espacio quedó en silencio a excepción de la música que cada vez se hacía menos audible.
Ignacio destapó una cerveza y le dio un trago.
—Está terminando sus estudios en España —contestó.
El ambiente estaba pesado y no sabía por qué.
—Andan diciendo por ahí que tiene una niña de uno o dos años, que la abandonó con su padre —dijo uno de los chicos. Todos se quedaron callados otra vez—. ¿Es verdad?
Miré a Ignacio. Su reacción no había cambiado en lo absoluto, más bien frunció el ceño y siguió bebiendo.
—No sé nada de eso —respondió encogiéndose de hombros—, quizás podrían enseñarme a la niña y al padre. Si mi hermana no ha dado la cara y resulta ser que es verdad, yo me haré responsable.
—Sí, bueno. Deberías hablar con su ex —sugirió Lana.
—¿Oliver Bustamante? —preguntó extrañado.
—Ese mismo.
—Ah, vale. Hablaré con él.
Todos siguieron sus conversaciones como si nada y todo murió allí, aunque mi mente era un revoltijo y una esponja, estaba absorbiendo todo lo que había escuchado.
¿Tenía una sobrina?
Dios mío, estaba chillando de la felicidad.
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