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Capítulo 10.

Freya
Dublín, Irlanda.
 
Abdala se había quedado sentada en el suelo, a un lado de la puerta de la habitación de su madre, intentando escuchar su conversación. Se sintió muy alertada cuando dejó de escuchar sus voces, pero su deber era esperar afuera, por lo cual decidió levantarse y continuar con el resto de tareas que tenía para ese día.

La más importante de todas era poner en fecha las futuras conferencias que debía dar el próximo mes a sus estudiantes de cátedra, siendo ella profesora de una prestigiosa universidad católica de la región, impartiendo clases de teología e historia general.

Hacía más o menos un mes atrás su trabajo se le había facilitado grandemente gracias a la ayuda de un nuevo profesor asistente y conferencista, con el cual se reunía de vez en cuando y adelantaban proyectos. Era un señor de unos cincuenta años aproximadamente, latino por sus facciones y acento. Hablaba inglés a la perfección, pero sus otros dos idiomas manejados tenían su dificultad para él.

El sonido estridente del timbre le alertó. No habían agendado ninguna visita para ese día, y era raro que los vasallos hubiesen dejado pasar a alguien si avisar primero. Bajó los escalones corriendo, pasándole por al lado a una sirvienta que estaba a punto de atender a la puerta, abriéndola ella misma.

—¡Ey! —exclamó confundida y feliz a la vez—. Con razón los guardias no avisaron a tu entrada en el terreno hasta la casa. Pasa, ahora mismo estaba pensando en ti.

—Espero que tus pensamientos sean buenos —dijo él en tono jocoso, estrechándole la mano y entrando al recibidor—. Disculpa que no haya llamado antes, pero tengo unos asuntos que tratar contigo.

—Pues me has caído como anillo al dedo. Hoy no es un buen día, pero las próximas semanas serán complicadas así que necesito adelantar.

—Entiendo a lo que te refieres…

—Bueno, sentémonos. —Señaló a un costado del recibidor, una pequeña sala aparte donde podían conversar en paz.

Se dirigieron hacia allá y él se sentó cómodamente, sacando unos cuantos papeles y documentos del maletín que llevaba y poniéndolos encima de la mesilla central de la estancia que dividía los muebles.

Abdala se sentó en frente suyo, esperando a que terminara de organizarlo todo para comenzar su plática.

—Debes haber manejado por casi una hora para llegar acá —le dijo Abdala—. Así que supongo que tengas sed. Puedo ofrecerte una cola, té o café si gustas. Incluso puedo mandar a preparar un aperitivo para ambos.

—Sería de mucho agradecer —respondió él—. Llevo todo el día sin comer ni tomar nada. A veces el trabajo me consume demasiado.

—Así será entonces. Pediré que nos traigan algo.

Ella se levantó, dejándolo solo, para ir a pedir en la cocina algunos bocadillos y bebidas. A unos metros de la estancia, un vasallo pasó por su lado corriendo, lo cual le pareció algo extraño, por lo cual lo detuvo.

—¿Ocurre algo? —le preguntó alarmada.

—Se divisó un intruso en los alrededores, cerca del bosque detrás del jardín trasero. Estamos movilizando a los guardias y cazadores a que salgan a comprobar.

—Encárguense de eso —dictó—. Nada puede interferir hoy con los planes de la señora Analla.

—Si, señorita —contestó el vasallo, haciendo una leve reverencia y saliendo disparado a cumplir la orden asignada.

Abdala se quedó con la preocupación, sin poder sacarse la sensación de peligro de la cabeza. Fue a la cocina, encargó la merienda y volvío junto a su invitado, el cual se encontraba con sus gafas con aumento puestas, concentrado en un documento que debían analizar para la conferencia que estaban planeando.

—Demoraste un poco —dijo él al dejar de lado su lectura—. Si no es buen momento, puedo venir en otra ocasión.

—No, no te preocupes. Ya los empleados se están encargando del problema.

—Aún no entiendo como te animas a trabajar teniendo tantos lujos —soltó él, pareciendo arrepentido luego de haber dicho esas palabras—. Lo... lo siento, no me incumbe.

—No hay problema. Trabajo en la cátedra porque me gusta mucho la historia desde pequeña, y siento que es un lugar donde puedo descubrir grandes cosas y estrechar la mano de excelentes profesores e historiadores.

—Comprendo…

Comenzó a escucharse mucho ruido por fuera en los jardines del palacete, que se divisaba desde donde estaban debido al ventanal abierto que daba justamente a un costado por donde varios vasallos pasaban corriendo. Abdala ya entendió que era un asunto serio del cual debía encargarse, por lo cual no era un buen momento definitivamente para ponerse al día con sus obligaciones extrafamiliares.

—Creo que tenías razón. —Se levantó nuevamente, cerrando el ventanal y dirigiéndose a su invitado—. Conrado, es mejor continuar en otra ocasión. Le compensaré por las molestias.

—No hay qué compensar —dijo este—. Atiende tus asuntos, yo recogeré este reguero y saldré en un momento.

Ella, con la cabeza hecha un bombo, asintió, dando la vuelta y marchándose rumbo a donde se desarrollaba el problema, volviéndolo a dejar solo en la estancia.

Él recogió entonces los papeles apresuradamente, metiéndolos de nuevo en el maletín. Luego salió de la estancia, pero en vez de dirigirse hacia la puerta, comprobó que no hubiese moros en la costa, subiendo rápida y sigilosamente la escalera central del recibidor.

Puerta por puerta de la planta alta, agudizó su oído, abrió el picaporte de cada una, inspeccionó toda la zona hasta encontrar la habitación que andaba buscando. Ya ahí, al comprobar que no había el mínimo ruido, salvo el vestigio de lo que estaba aconteciendo tras el palacete, abrió con cuidado, viendo justamente lo que imaginaba que encontraría, pero en una escena un tanto peculiar.

Dentro de la habitación se encontraba Magna Da-Lahen, el recipiente, tirada inconsciente en el suelo, con un brazo y cabeza recostados al alfeizar de una ventana. A su lado, como si estuviese dormida, una hermosa mujer de tez puramente blanca, vestida con un largo camisón blanco y dorado, agarrada de la mano de la chica. Supuso que era la representante de los Souls, y le convino bastante haber llegado en tan buen momento.

Cerró la habitación con llave al entrar, dejando su maletín a un lado y quitándose sus gafas con aumento, poniéndolas en un bolsillo de su anticuado saco. Metió la mano en otro de los bolsillos entonces, sacando del mismo una navaja suiza, la cual abrió mientras caminaba lentamente hacia su víctima… o víctimas si se le era permitido darse el gusto.

Se arrodilló, quedando a la altura de Magna, tocándole el cuello con dos dedos para notar su pulso. Luego colocó su mano frente al rostro de la misma, comprobando que estaba inconsciente. Hizo lo mismo con la mujer al lado de ella.

Agarró luego el cabello lacio y rojizo de la chica, alzándole el rostro hasta dejar su cuello completamente al descubierto. Agarró con más fuerza la navaja, colocándola horizontalmente, listo a ejercer su labor.

Y un fuerte viento, que comenzó a arremolinarse a un costado de él sin previo aviso, le hizo caer al suelo, soltando de golpe su arma. Magna también cayó con brusquedad, separando su mano de la mano de la representante, la cual comenzó a moverse como despertando de su letargo.

Un portal se había abierto justo en ese momento, lo cual era una muy mala señal. Aun así, Conrado debía hacer lo que se le había ordenado, a lo que se levantó y agarró la navaja nuevamente, girando y corriendo hasta Magna otra vez, pero no pudo hacerle mucho más que un corte tosco en la garganta antes de que dos brazos, completamente tatuados, atravesaran el portal, agarrándola y sacándola de ahí.

Rezó entonces porque la herida hubiese sido mortal, mientras se dejaba caer en el charco de sangre en el suelo frente a él, poniendo esta vez la navaja en su propia garganta, presionando y haciendo un corte limpio que le terminó quitando la vida, justo en el instante en que por fin Analla habría los ojos, presenciando la imagen grotesca del cadáver frente a ella.

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