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IV


¿Por qué te ocultas de quien todo lo ve?

¿Por qué engañas a quien todo lo sabe?

¿Por qué huyes de quien todo lo alcanza?

Dos prominentes rocas proyectaban una férrea oscuridad en la que se ocultaba Alejandro. Cubrió su boca para acompasar su respiración y acallar sus gemidos de desesperación.

El deseo de gritar lo apremiaba. Mantuvo los brazos alrededor de su cabeza, como si presionándola las imágenes de sangre y dolor que acababa de presenciar desapareciesen de su mente para siempre. Contuvo las náuseas que lo aquejaban. Su lucidez regresó al cabo de unos instantes.

Era cierto, después de todo. La cueva estaba resguardada por una criatura que escapaba a la comprensión humana. Un ser perteneciente a reinos más lejanos que el terrenal.

Cuando alzó la vista nuevamente se sintió desubicado y confundido. La oscuridad era ahora absoluta. Las linternas de los exploradores habían sido destruidas con la misma fiereza que sus cráneos. Sabía que la criatura lo buscaba. No oía su voz. No tenía una voz. El ser hablaba en su mente, susurraba amenazas y engaños con el fin de sacarlo de su escondite. Los sonidos que llegaban a los oídos de Alejandro resultaban ininteligibles debido a su naturaleza intrínseca, pero se traducían en oraciones atemorizantes con el transcurso de los segundos.

Sé que estás acá, pequeño intruso.

Brota.

Gruesas gotas de sudor helado resbalaban por la espalda de Alejandro. «Él no me puede ver», se repetía en la negrura. Pero, ¿por cuánto tiempo más esperaría, pacientemente, a que la criatura cambiase de rumbo?

Puedo oler tu miedo...

Tu desesperanza.

La voz se oía más lejana. Alejandro apretó los dientes, resuelto a aferrarse a su vida. Apartó de sí el recuerdo de los hombres de negocios. A continuación se armó de valor, oprimió el puño y se incorporó con cuidado, guiándose con torpeza en la íntegra lobreguez. Luchó contra las ansias de encender su linterna. Trotó unos pasos, con cuidado de no tropezar. Escaló por el reducido agujero por el que había ingresado a esa sección de la cueva. En el compartimento contiguo, la leve luz que se filtraba le bastó para decidirse a correr. La temperatura de la estancia parecía elevarse con los segundos, pero las piedras que rozaban su cuerpo lo enfriaban y mantenían alerta.

No cesó de correr. Tras él, un feroz ventarrón resopló con ira.

Supo que la criatura lo seguía.

El miedo invitó a su cuerpo a aumentar la velocidad de su trote. Optó por un camino distinto con la esperanza de despistar a su persecutor. El pasadizo de piedra se hacía cada vez más angosto, y las piernas le ardían debido al esfuerzo mayúsculo que estaba invirtiendo en cada zancada. Arremetió contra una de las paredes de piedra en busca de una potencial salida. Nada.

La luz que se filtraba desde grandes alturas dejó ver una sombra que se desplazaba con rapidez en dirección a Alejandro. El muchacho observó, pasmado, que el ser tenía el aspecto de una mujer humana de facciones refinadas, mas con un vacío en sus pupilas que recordaba intensamente la entrada de la cueva. Unos ojos azabaches que no auguraban nada más que muerte.

Cuando sus miradas se encontraron, Alejandro tropezó, presa de un temor ancestral. El suelo rocoso magulló sus brazos. Se incorporó lo más deprisa que pudo, pero ya era tarde. La criatura se hallaba frente a él.

Un aventurero más en busca de fortuna, ¡qué sorpresa! ¡Y encontrarás nada más que el destino de todo mortal!

—¿¡Qué diablos eres tú!? —aulló Alejandro, presto a ocultar su intenso terror.

No pudo sostener la vista sobre la criatura por más de un segundo, pero no le bastó más que eso para quedar horrorizado frente a su aspecto. El ser presentaba una cabellera desgarbada de cabellos negros y plateados por encima de su rostro femenino. Era alta y de brazos larguísimos. Vestía estropajos sucios que daban el aspecto de haber lucido brillantes hacía mucho. Sus labios agrietados dibujaban una sonrisa alevosa.

El rasgo más llamativo de su aspecto residía, sin embargo, en las dos grandes alas provistas de plumas que nacían en su espalda y se encorvaban sobre ella como un manto defensor.

Yo soy Raziel, quien resguarda la entrada a las Tinieblas, quien impide que los mortales abarquen más allá de su territorio. Yo soy quien mantiene el Equilibrio en mis dominios. Ahora, únete a ellos.

La criatura dio un paso al frente y se reveló por completo. En un instante, lanzó una de sus garras hacia el cuello de Alejandro, pero este, ágil, logró frenar el impacto con su brazo. Sintió la fuerza descomunal del ser y supo que restaban segundos para que sucumbiese ante ella. Se agachó y permitió que la criatura se estrellase contra la pared que tenía tras él. El golpe arrancó escombros de la roca y un gemido ahogado de la garganta de Raziel que retumbó en la cueva como el rugido de un volcán.

Cuando Alejandro intentó reanudar su escape, dotado de un asalto de adrenalina, un impacto súbito lo paralizó. Al darse vuelta, advirtió aterrorizado que Raziel, la criatura que lo acechaba, había desplegado de su espalda las extensas alas colmadas de plumas grises que emitían un brillo apagado y comprendían casi la totalidad del espacio donde se hallaban. El ala derecha se acercó a Alejandro y se cerró en torno a su torso antes de elevarlo del suelo

—Yo soy el guardián de las puertas en llamas que pronto atravesarás —dijo el ser, y esta vez la voz surgía verdaderamente de sus labios.

—Ellos —dijo Alejandro, mientras forcejeaba por respirar y unía los cabos sueltos en su mente— cavaron más profundo de lo que debían, ¿no es así?

—Cuando una rata no permanece en su jaula, no queda más que sacrificarla.

La presión del ala disminuyó durante un segundo, que Alejandro aprovechó para estirar su brazo y desenvainar su machete. Con un movimiento raudo, incrustó el frío acero en el ojo de Raziel, que retrocedió, herido, y soltó al humano.

No pretendió seguir luchando. El golpe acertado se había debido a su agilidad y a un exceso de confianza por parte de la criatura. Desconocía en su totalidad su naturaleza, y no tenía interés en averiguar el resto de sus habilidades. Atravesó los agujeros en la roca vertiginosamente, respirando bocanadas de aire sucio a medida que se adentraba en la piedra. Había entendido dónde se encontraba, quién era esa criatura y cuál era su función. Y su mayor preocupación en ese instante consistía en no equivocarse.

A través del eco de la descomunal cueva, logró escuchar los gritos desgarradores de Raziel, cuya voz variaba entre suave y aguda, y gruesa y enérgica.

—Ven.

¿Dónde estaba la salida? No había tiempo. Era cuestión de minutos para que el paradero de Alejandro se desvelase ante la criatura. Él no podía hacer más que retrasar su muerte. Cruzó un pasillo rocoso más antes de arribar a una recámara polvorienta donde ya se había instalado antes. Sí, se trataba del espacio donde había tropezado con los pesados vehículos mineros.

Se arrimó a ellos, en busca de un escondite; pero en las profundidades de su corazón sabía que era en vano. Aquel ser había explorado cientos, o quizá miles de veces los pasillos, recodos y escondrijos de la cueva. La debía conocer al derecho y al revés. No cabía posibilidad de que Alejandro fuese capaz de ocultar su ubicación durante el tiempo necesario. Temió entonces la muerte y lo que a todos nos espera tras ella.

Cerró los ojos y rezó. Imploró en silencio el perdón de un dios incierto al que desde la infancia había rechazado. Rememoró su niñez, a su madre y a su padre. Un dolor punzante castigaba su espalda, ahí donde la criatura lo había aprisionado con sus alas. La incomodidad sobre su piel le recordó un accidente que había sufrido cuando niño y las palabras que su padre había pronunciado ante sus lágrimas:

—¡Levántate! No solo basta rezar y esperar. ¡Lucha!

Levántate. Lucha. Alejandro se restregó los ojos y se incorporó. Su padre siempre había tenido razón. Ningún dios lo ayudaría en esas circunstancias: el único ente sobrenatural en la cueva estaba intentando asesinarlo. Las imágenes de la masacre que había presenciado minutos atrás acudieron a su memoria. Pese a las capacidades incuestionables de la criatura, Alejandro había percibido, por un ínfimo momento tal vez, dolor y angustia en las facciones de Raziel cuando le había incrustado el acero en la cuenca ocular.

Levantarse y luchar. Eso debía hacer. Y conseguir un arma que lo ayudara a defenderse ante la batalla que casi con total certeza acabaría con la vida del pueblerino.

Se internó en los vehículos polvorientos con la intención de buscar objetos de cualquier índole. Avistó, entonces, los conos brillantes que antes habían evadido su atención, y adivinó su funcionamiento. Alzó la vista hacia el techo y divisó una escalinata que le permitía alcanzarlo.

***

Habían transcurrido escasos minutos desde el enfrentamiento entre Raziel y Alejandro. La criatura, agitando sus alas con irritación, siguió el olor del humano hasta una recámara que reconoció como el lugar donde los intrusos se habían instalado hacía pocos años. Sonrió al recordar los huesos de aquellos miserables, con los que se había construido un trono.

Arrugó la nariz al percibir el repugnante hedor de aquella bestia humana.

Alejandro emergió entonces de su escondite, treinta metros más allá. Su cuerpo no presentaba rasgos de temblores ni horror. Raziel se preguntó si aquel humano había finalmente perdido la cordura.

—El único que merece habitar el lugar que resguardas —dijo Alejandro— eres tú.

—Patético.

—Si tanto lo deseas, mátame.

—Oh, la muerte será solo el primero y el más leve de tus sufrimientos.

Una sonrisa ribeteada en sangre se formó en el rostro de Raziel, que extendió una vez más las alas que habían brillado resplandecientes antes de su descenso a lo profundo. Se lanzó contra Alejandro, que esperó el momento adecuado para revelar, tras él, un dispositivo titilante con una voluminosa palanca. Haló de ella utilizando la fuerza de ambos brazos. Un estruendo ensordecedor paralizó a la criatura.

—Sumérgete en tu infierno.

Antes que fuese capaz de cuestionar la maniobra, la recámara donde se encontraba explosionó con una potencia descomunal, arrojando piedras negruzcas en todas direcciones. El impacto disparó a Alejandro hacia el fondo oscuro, varios metros más allá del colosal montículo de escombros que se había formado. Los explosivos habían causado que el techo sobre ellos se derrumbase. Durante cortos instantes las piedras cayeron sin contemplaciones, y una vez se disipó el excesivo polvo cegador, se evidenciaron las toneladas de roca que se habían precipitado sobre un sorprendido Raziel.

Cada centímetro del cuerpo de Alejandro restallaba de dolor, pero aún así cayó presa de la alegría cuando contempló el resultado de su trabajo. Ignorando sus heridas, trepó el montón de piedra bajo las que se estremecía Raziel, y ensanchó su sonrisa cuando divisó la luz del día que lo saludaba desde el exterior de la cueva, muchos metros más arriba. Nunca el cielo le había parecido tan azul y hermoso. Se prestó a un último esfuerzo y escaló sin reparar en su sangrado. Confiaba en que la muerte le sería esquiva tras los sucesos sobrevividos.

Mientras ascendía y abandonaba para siempre la entrada a los confines del pecado, los clamores de una voz inhumana escaparon desde la negrura:

—¡Maldito! ¡Maldito mortal! ¡Algún día tu cuerpo débil y limitado dejará de respirar, y seré yo quien introduzca tu alma a través de las puertas de esta cueva, y seré yo quien te torture por la eternidad entre las llamas y las tinieblas!

Hizo oídos sordos a sus amenazas. Tras retornar al pueblo, curar sus heridas y narrar su anécdota a incrédulos oyentes, visitó al viejo Omar y le ofreció las más sinceras disculpas. El muchacho, ya convertido en hombre, se marchó lejos, donde vivió el resto de sus años mortales intentando olvidar aquel episodio y erradicarlo de sus pesadillas.

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