II
—Como yo lo veo, existen dos posibilidades —decía Kingsley mientras caminaban bajo la luz del amanecer, distanciándose del pueblo donde habían dormido durante la noche—: los pobladores intentan mantener a los forasteros lejos de la cueva con sus cuentos absurdos porque existe algo valiosísimo para ellos dentro de ella, o realmente alguien ha estado matando a las personas que se acercan.
Sus acompañantes asintieron en señal de concordancia.
—De cualquier modo existe algún objeto preciado en esa cueva —afirmó Jules, uno de sus lacayos, disimulando las dificultades que padecía para movilizarse por el terreno.
—Y nosotros estamos preparados para afrontar cualquier inconveniente —dijo Fabricio, el otro sujeto, palpando el rifle que escondía bajo sus ropajes.
Alejandro avanzaba a paso lento tras ellos, cargando el equipo. Era un muchacho aguerrido que había vivido gran parte de sus años en un pueblo aledaño, ganándose la vida en las plantaciones de su familia. Las largas jornadas de trabajo habían fortalecido su cuerpo y mente.
Muchas veces durante su niñez se había aproximado a la cueva de las leyendas. Conocía bien sus alrededores. Había aprovechado su dominio del terreno circundante para aceptar la oferta de trabajo que el trío de extranjeros había ofrecido y recaudar así el dinero que requería. Un ligero temor había nacido en su corazón en el momento en que averiguó cuál era el verdadero destino de los hombres que, podridos en ambición, se revolcaban en la fantasía de hallar una mina abandonada en las profundidades de la cueva que los elevara a la riqueza desmedida; mas el verdadero miedo surgió del joven cuando escuchó las palabras del viejo Omar, que parecía resoluto en sus convicciones.
Él, que había vivido en la ciudad y leído bastantes libros, desconfiaba de los antiguos mitos de esas tierras. Pero la fe dista mucho de la razón, y el alma se estremece no ante lo verdadero y esclarecido sino ante lo inverosímil e insólito. Aunque se negaba a admitirlo, su curiosidad —aquella que había fomentado sus estudios en años pasados— lo impulsaba a persistir en la búsqueda de la verdad tras el mito: luchaba por alejar de su mente las perseverantes preguntas. «¿Por qué la gente desaparece?»
Mientras se internaban en el bosquecillo que precedía a la cueva, Alejandro se abrazó al recuerdo de la ocasión en que derrotó a un puñado de maleantes, y se repitió que cualquier peligro que lo esperase en la cueva no resultaría imposible de sobrellevar. Tras abrirse paso a través de las rocas y arbustos que adornaban las faldas de la montaña, el grupo se estableció en una reducida plataforma sólida desde la cual se podía observar la cueva en la lejanía. Presentaba un aspecto sombrío y descorazonador. Su boca, negra como la noche más oscura, invitaba a ser devorado por las tinieblas. El sudor resbalaba por el rostro congestionado de Kingsley, que sonrió complacido.
—No era mentira que podías traernos, muchacho —soltó con el poco aliento que le restaba.
—Mi padre me enseñó a jamás engañar a hombres con rifles.
El camino que los separaba de la cueva estaba cubierto de escombros y hojas caídas; pese a ello, sugirió utilizarlo.
Tardaron unos minutos más en alcanzar la boca de la cueva. A medida que se aproximaban, el miedo crecía en el corazón de Alejandro, que rememoró distintas anécdotas inquietantes. Empuñó su machete y cortó unos arbustos que se arremolinaban a su derecha. Entre ellos, halló la piedra que buscaba. Se trataba de un bloque férreo de roca en el que resaltaba una inscripción en un lenguaje misterioso. Los garabatos tenían el aspecto de dibujos.
—Sí, esta es la cueva que buscamos —confirmó.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Fabricio, señalando la inscripción en la piedra.
—No lo sé, pero ha estado aquí desde siempre.
—Te diré qué es —dijo Kingsley, adelantándose—: los dibujos de un niño que jugaba por acá. Nada más que eso. Ahora, sigamos.
Caminaron unos metros más hasta situarse en la entrada de la cueva. De ella soplaba una brisa cálida acompañada de un aullido agudo. Haciendo caso omiso de cualquier sonido, Kingsley no reparó en internarse en la cueva con su voluminosa linterna en mano.
—¡Vamos, apresúrense, que la vida es corta! —exclamaba—. ¡Si encuentras algunos diamantes, muchacho, hasta te dejaré quedarte una porción, qué dices!
—¡No sea tan generoso con el chico, jefe! Probablemente se lo ofrecería a un dios andino —dijo Fabricio, y los tres hombres rompieron en carcajadas.
Durante los siguientes minutos nadie habló. Se adentraron en la cueva y permitieron que la oscuridad los acoja, guiados únicamente por las luces que se desplegaban de las tres linternas. Kingsley no tardó demasiado en ceder su posición a uno de sus compañeros, que adoptó la responsabilidad de avanzar por delante del grupo. Alejandro notó el sudor copioso que resbalaba por sus brazos fornidos y no supo si acreditárselo al esfuerzo del recorrido o a un miedo primigenio que latía en él. Concluyó, sin embargo, que se debía al calor que iba en aumento conforme descendían a través de la cámara principal de la cueva.
El interior rocoso carecía de cualquier murciélago o musgo adherido a sus paredes. Era como si toda criatura viviente rehuyera del lugar con cautela. La negrura prolongaba su estancia y la sensación que Alejandro palpaba sugería que habían permanecido en esa cueva durante horas, cuando la realidad era que apenas y se habían adentrado unos setenta metros. Las rocas suaves y lisas pronto dieron paso a las estalagmitas amenazadoras y húmedas, y el descenso se tornó más pronunciado y evidente. Un goteo se dejaba escuchar desde algún punto de la cueva. Fabricio pretendió aminorar la tensión con un comentario conciso, pero el eco estridente de sus palabras lo obligó a callar.
No transcurrió demasiado antes que vislumbraran unas extrañas luces que iluminaban medianamente el fondo de la cueva. Se aproximaron y advirtieron que las luces eran resultado de unas profusas grietas en el techo y las paredes. Bajo estas luces se podía observar con claridad la masiva cantidad de polvo que flotaba en el aire. En aquel punto, la cueva se dividía en cuatro caminos distintos, cada uno sumido en incertidumbre. Los hombres de negocios discutían acaloradamente cuál camino escoger cuando Alejandro divisó una figura inusual contra el suelo rocoso, de la cual provenía un hedor repugnante.
—¡Miren esto! ¡Jesucristo!
Dio algunos pasos hacia atrás, santiguándose ante su execrable hallazgo. Kingsley se aproximó y lo inspeccionó de un vistazo. Se trataba del cuerpo descompuesto de un ser humano en posición fetal, recostado contra las rocas negruzcas del suelo.
—Un pobre desafortunado —dijo Kingsley, arrugando la nariz.
—¿No tendríamos que...?
—¿Qué? ¿Hacerle un funeral? ¿Decir unas palabras en su memoria? ¡Ja! No sabemos quién fue. Lo más seguro es que haya muerto fuera y su asesino haya ocultado el cuerpo acá. Incluso un suceso trivial como ese pudo haber desencadenado la ola de rumores acerca de esta cueva, que estamos a punto de desmentir.
Pero el cuerpo no presentaba señal de haber estado ahí durante una fracción siquiera del tiempo que tenían los mitos. El chico no expresó sus dudas en voz alta.
—Pudo haber tropezado —sugirió uno de los colegas de Kingsley—: se rompió las piernas y nadie oyó sus gritos. Una lástima.
—Una verdadera lástima, sí —repitió el otro.
Alejandro, dubitativo, echó nuevamente un vistazo al cadáver. Sus huesos exhibían una coloración rojiza que se asemejaba poco a los demás cuerpos que el muchacho había tenido la desgracia de encontrar.
—Tiene algo en el cuello —destacó Alejandro, y se inclinó para recogerlo. Se trataba de una cámara fotográfica de aspecto refinado y costoso, pese a que se encontraba cubierta de tierra y lucía un lente roto—. Era un camarógrafo.
—Un chiquillo que vino a explorar sin el equipo necesario —dijo Kingsley dando un golpecito al casco que llevaba— y sufrió las consecuencias de su impertinencia.
Alejandro pronunció una corta oración frente al cuerpo antes de retomar el recorrido. Decidió cargar la cámara. Se imaginó que podía rematarla en el mercado del pueblo por algunas monedas.
El grupo decidió tomó el camino de la derecha, que conducía a un abrupto descenso. El calor se intensificó, y uno de los hombres de negocios gesticuló con impresión al comprobar la temperatura en su termómetro.
—¡Treinta y cuatro grados! Inverosímil.
—Inverosímil, sí.
—¿Treinta y cuatro...?
El pobre señor Kingsley, cuyo mayúsculo abdomen parecía sufrir con cada paso, dictaminó que frenarían el recorrido unos instantes para recuperar el aliento. Entre el equipaje contaban con máscaras para enfrentarse a gases tóxicos, pero las consideraron innecesarias por el momento. Bebieron y jadearon unos minutos mientras Alejandro, haciendo gala de su resistencia física, paseaba por entre las piedras intentando encender la cámara que había recogido del cadáver. Su curiosidad había ido en aumento. Se preguntaba si quizá en la memoria de la cámara podría hallar respuestas.
—Esta cueva es demasiado habitable para ser obra de la naturaleza —soltó Kingsley—: estos pasillos han de haber sido recorridos por una minera años atrás. Y si hay una minera abandonada, ¿adivinan lo que hay también, cierto? ¡Ja!
Alejandro, que había trabajado como obrero años atrás, sabía que la principal causa por la que las mineras abandonaban una excavación era el agotamiento de sus recursos. Pero calló, temeroso de enfurecer a un hombre con el temperamento del señor Kingsley —y a sus amigos con rifles—; se concentró en su tarea, hasta que por fin fue capaz de obtener una respuesta por parte de la cámara. Se encendió tras unos chasquidos. Tardó unos instantes más en averiguar qué botón debía presionar para echar un vistazo a las fotografías. Deseaba averiguar de dónde venía ese hombre o por qué se hallaba sumido en ese infierno rocoso. Probó con cada botón de la cámara: algunos provocaban giros en los anillos de enfoque, otros revelaban crujidos sospechosos.
Cuando logró revisar las fotografías, el resto del grupo luchaba por mantenerse en pie sobre el terreno irregular. En las últimas fotografías se avistaba la entrada de la cueva, así como un camarógrafo a su lado, una joven con un micrófono y unos cuantos sujetos más.
Un documental, pensó Alejandro, o un reportaje.
Cada fotografía mostraba al grupo de periodistas más adentrado en la cueva, filmando y recogiendo imágenes sin turbación aparente. Parecía claro que se había tratado de un ejercicio periodístico planeado y con un financiamiento decente. Las siguientes fotografías se hallaban en una oscuridad tan absoluta como repentina.
Y la última fotografía que el hombre había tomado antes de morir mostraba la figura borrosa de una criatura de penetrantes ojos rojos y un semblante sombrío que se lanzaba a gran velocidad hacia el fotógrafo.
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