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Verde o dorado

Dicen que lo último que uno pierde es la esperanza. Si es así que poco falta para perderlo todo...

Siento que la oscuridad me sumerge día a día en la profundidad del océano, que el bote que navegaba en la bahía junto con amigas, está maltrecho y lleno de moho en el fondo de esas aguas turbulentas.

Puedo casi recordar a la perfección cuando reíamos de cosas triviales y sin sentido, de cuando comíamos en la asquerosa cafetería de la universidad y hasta tomábamos bebidas alcohólicas, en una discoteca abarrotada de gente desconocida, que sudaba en la misma intensidad en la que sus feromonas invadían en las cuencas nasales de otras.

Es casi imposible sonreír con el recuerdo más feliz que tengo de nosotras. Estábamos las tres contemplando una película clásica de cine argentino, luego un programa televisivo sobre un rejunte de información mediática al estilo más ambiguo y a la vez figurativo, con escenas reales pasadas, grabadas por una cámara y así perpetuadas para la eternidad.

En las neuronas, de esas que hacen memoria al recordar lo que las pupilas captaron en ese momento, me repiten continuamente lo desafortunada que terminé siendo al confiar en personas que no me ponían en el podio como yo lo hacía con ellas.

Una de ellas corría carreras en un centro deportivo nacional, saliendo siempre tercera. Nunca segunda ni primera, siempre en ese sitio más bajo y de menor importancia.

Así me sentí yo el último tiempo junto a ellas, solo que sin medalla y sin gloria.

Las últimas semanas ni siquiera eso, era una espectadora más, una de esas personas que alientan al resto mientras ve cómo logran sus objetivos sin uno y son felices con las coronas que todos les adjudican.

El color dorado es espectacular, todos aspiramos a ser de ese matiz, ese tono que nos da buenos augurios y proyecta felicidad. Nadie quiere un color intrínseco, aburrido, que se ve en todos lados, que expresa pudrición o descomposición. Todos queremos ser adorados y valorados, eso se consigue con el color dorado, con esa aura brillante y única.

Pasé años intentando lograr un mínimo bronce, un dorado similar, pero nada daba los resultados que buscaba...

Hasta que un día me di por vencida, simplemente dejé ir mis objetivos y todo se tornó gris, uno triste y opaco, casi sin vida.

Hay días en los que puede verse un gris más blanquecino, otros uno más apagado y negruzco.

Si prendo las luces puede que sienta que es algo más luminoso, y si abro las ventanas casi que pareciera otro color, uno que solía ver en los terrenos baldíos, en las plazas y hasta en parques atestados de gente los viente de Julio.

De pronto, un día inesperado, alguien desconocido me alcanzó una cerilla encendida, una que cuando comprendí lo que era casi me quema la mano. La solté justo antes que doliese la quemadura, cayendo al triste suelo. Sin embargo no perdió instantáneamente su luz, no dejó de iluminar ese círculo pequeño al lado de mis pies, donde había una vela alargada nueva, con el cabo perfectamente blanco y sin una pizca de uso.
Tomé la cerilla y, aunque ahora si me quemó un poco, la agarré con determinación y encendí la vela.

Nunca más volví a ver el gris en todos lados, ni todos los días. Solo a veces lo veo en la tele cuando comentan de la pobreza e indigencia, cuando muere gente joven, o cuando comprendo que no puedo cambiar la realidad de la gente, solo de la mía.

Y allí es cuando levanto la vista, y todo, casi todo es de colores y tonos distintos, o de variedad de saturación, grados de pureza que no sé definir.

Cuando era adolescente el color que más detestaba era el verde, en cualquiera de sus variantes. Me he amigado con el, con casi todos sus tipos. El único que aún no me cuadra es el verde "de la envidia". Lo veo, lo comprendo, pero no lo aprecio. Se que está allí por algo, por una necesidad no cubierta y que debo aprender a cubrirla sin opacar a la otra persona, pintarlo de ese gris maldito no me hará alcanzar al dorado.

Miro mi sala de estar y me veo rodeada de marrón, blanco, negro y verde.
No hay gris, solo sus padres, el blanco y el negro.
El marrón y el verde me recuerdan a la vida campestre, en la libertad de vivir sin la capitalización y competencia, en la vida sin la mano del hombre, en la naturaleza y en la frescura de lo que nos llena los pulmones de vida.

Tal vez no vea esperanza en el color verde, pero puede que algún día se transforme mi entorno en dorado, o en rosado, o simplemente yo deba usar anteojos para daltónicos, pero voy a buscar el por que aún no lo veo y finalmente solucionarlo.

La vela está aún encendida en mi mano derecha, ya que la izquierda es la que utilizo para hacer todo. Con una mano en la luz y la otra en la oscuridad podré alcanzar mi verde esperanzador, mi propio dorado.

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