Cuidas de museos
Después de tres días seguidos cuidando entre ambos a nuestra hija de tan solo 4 años enferma, puedo decir como todo puede pasar a sentirse que nada de este mundo es importante, excepto esa carita hermosa que está crispada de dolor.
Fiebre en treinta y nueve grados y que baja solo después de haber tomado el ibuprofeno, a la hora y media o dos recién, cuando siempre antes a la media hora ya le hacía efecto.
No es que nunca se haya enfermado, muchas veces ya hemos pasado por cosas así pero nunca tantos días seguidos con lo mismo:
Dolor de cabeza fuerte, fiebre alta que no baja fácilmente y ganas de vomitar en ciertos momentos.
Ahí es cuando comprendes de que va la vida.
Que ese sillón que tanto querías comprar desde hace más de un año pero que no te da el cuero no es relevante para tu vida.
De igual manera con la mesa y las sillas que son donadas también a igual que el sillón, y los dos anteriores, y ese televisor de veinticuatro pulgadas que con el mundial a penas veías desde ese mismo sillón incómodo (que al medio te clavas la madera) donde iban los jugadores, ni hablar de la pelota.
Nada de eso es relevante ahora.
Solo es de primordial importancia que deje de sentirse como la mierda. Eso está en el puesto número uno del podio en estos momentos. El resto pasa a un segundo plano, a un cuarto o quinto.
¿Por qué le damos tanta importancia a los muebles? ¿La decoración es importante para quien? ¿Para nosotros o para el resto?
Si bien cuando estuvimos en plena cuarentena y nos impidieron salir si quiera a la esquina, el ver verde en pleno marzo y abril de mi departamento era casi nulo, recién me di cuenta de que necesitaba tener contacto con plantas y pasto cuando volví a disfrutar de ello.
¡Qué hermoso era pasar las tardes rodeada de naturaleza! Simplemente escuchar los teros en la estación y a los patos en la laguna del parque me hacían sentir una dicha que no era consciente de lo que me revolucionaba por dentro.
La vitamina D, la brisa y el color de cada espacio que visualizaba me estimulaban y aumentaban mis hormonas de la felicidad.
Hacer reuniones sociales en espacios abiertos, al caminar hasta allí y en ese sitio, hablar con más gente que hacía tiempo no veía y que te tocan o dan un simple beso de bienvenida o de despedida, ya con ese simple hecho de haber caminado un poco y el tacto del otro, nuestro cerebro reacciona y comienza a liberar serotonina, endorfinas y oxítocina. Esta última también conocida como "la hormona del amor" nos permite generar vínculos con otras personas, haciendo que seamos capaces de sentir cariño y empatizar.
Por otra parte, esta sustancia química se libera durante el final del embarazo, durante el parto y en la época de lactancia. De hecho, se suele utilizar la oxitocina sintética para inducir el parto y para reducir el sangrado posterior.
En específico esta hormona de la felicidad se puede observar en la disminución de la tensión arterial y el ritmo cardiaco, mejora de la cicatrización, reducción de la tensión muscular y aumento del umbral del dolor.
Juro que cuando nació mi hija no sentí ni un dolor, ni antes ni durante (aunque la tuve por cesaría) ni después. Solo unos pequeños pinchazos al querer levantarme de la cama alta, pero eran dos segundos y luego al caminar no tenía problemas si andaba sin prisas.
La recuperación fue excelente y al siguiente día ya pude ir a la mañana al baño de cuerpo sin sentir ni una pizca de dolor. Extrañé a las enfermeras y a todas las que me preguntaban qué onda como me había ido con ello.
La lactancia tampoco fue dolorosa en ningún momento, no padecí ni de mastitis ni nada por el estilo. Tenía mi crema con caléndula la cual me aplicaba desde hacía mes y medio a pesar de que me decían que eso estimularía el parto y no era conveniente. Pues gente, pasé las 42 semanas de gestación y por poco se queda a vivir en el monoambiente.
No hubo tiempo de esperar a un parto inducido por la falta de líquido y sufrimiento fetal, por lo que fui a cesaría derecho aunque no era mi ideal.
No me quejé por ello, ni tampoco de que no me dejasen hablar el resto de ese día con nadie.
Tampoco es que me molestase demasiado, quería que las pocas personas que estaban allí se fueran en algún momento, pero a la vez quería que estén presentes. Es muy extraño, lo sé, pero es lo que sentía. Cosa de madres recién paridas supongo.
Ahora que recuerdo todo esto puedo llegar a pensar en lo histérica que suena decir eso último, pero hablé con otras madres y sentían lo mismo. Hasta algunas daba cinco a quince minutos como mucho para visitarlos.
En mi caso apareció mi madre la misma madrugada en la que me internaron por pura suerte. No le había pedido que viniera ni tampoco sabía que lo haría hasta la noche anterior. Viajo más de 500 kilómetros y llegó con tiempo de sobra para pegarse una siesta antes de ir al monitoreo general previo a todo lo que procedería en ese día tan importante.
Se empezó a sumar gente en la clínica y eso comenzó a estresarme. No quería a nadie allí, solo a mi pareja, y cuánto mucho a mi madre en el pasillo.
Lamentablemente nadie te respeta cuando estas con las hormonas a full y accedes a ello a pesar de haberte propuesto todo lo contrario.
Pero nada de eso importa ya, nada.
Ahora ella está en la cama algo caliente y pasándola mal a pesar de que aún no le toca el remedio.
Es muy extraño pensar en lo que uno daría por sus hijos. Yo daría todo por ella. Preferiría estar yo con fiebre, al igual que su padre.
No puedo imaginar lo que debe sentirse estar con un hijo o hija internado en la clínica.
Debe ser tremendo verlos día a día, mes tras mes sufrir con cada estudio que le hacen.
Agradezco no estar en ese punto.
Que importante es ver con claridad dónde están tus prioridades en el momento que lo necesitas, pero ojalá lo tuviéramos tan claro en todo momento y no nos amargáramos por cosas insignificantes como unas sillas de madera o un sillón de pana.
Si bien comprendo que nos hace bien llenar de color y de cosas que nos den comodidad y nos reconforten en momentos de relajación y calma, pero ¿es tan importante llenar de objetos inertes una habitación?
No me considero minimalista, creo que si tuviese el dinero suficiente compraría cosas de más valor y dejaría de revivir a muebles viejos y tirados en la calle o heredados por mi madre, tías o abuela.
Recuerdo que una vez me prestaron un pijama roto y me enfadé muchísimo, al nivel de llorar media hora por ello, porque sabía que esa tía tenía pijamas en mejor estado.
Ahora que lo veo con ojos más adultos y más de cinco años mayor me doy cuenta que no era el problema el pijama, sino el querer acercarme a esa persona nuevamente como lo éramos antes.
Siempre me dió ropa y cosas que ya no usaba más o me prestaba cosas en un estado medio deprorable, no era de ahora eso. Ella era de guardar cosas que aún servían y que no veía la necesidad de tirar a pesar de tener cosas más nuevas o refinadas.
Hoy en día yo regalo o donó ropa al menos dos veces al año para hacer limpieza de placar. Tanto ropa mía como de mi hija. Tenemos más que suficiente y en mi caso no uso toda la que tengo en mi segundo placar.
¿Para qué tenemos cosas que ni usamos?
¿Para qué queremos cosas que usaremos poco y nada como una vitrina donde se guardan las mejores copas y compoteras de vidrio calado pero que no se usarán más que una vez al año para las fiestas?
¡Y no vaya a ser que se rompan porque arruinan la velada! Eso sucedió en la casa de una de mis tías con dos copas. Casi que la echa con escobazos de su casa.
¿Por qué le damos ese valor a esas cosas remplazables sobre todo cuando tenemos el dinero suficiente para volver a completar el juego?
¿En qué nos estamos conviertiendo?
Nos estamos transformando lentamente en cuidas de museos, que por poco cobraremos la entrada a nuestros hogares, por si sucede una desgracia. La desgracia: romper un vaso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro