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COLORFUL.


El mundo en el que crecí nunca fue perfecto. Hubo fallas.

Errores graves que los mayores siempre se preocuparon por disimular.

"Una jornada más en nuestro paraíso"

Aquella frase. Aquel eslogan no paraba de sonar en cada rincón de la ciudad. Me volvía loca.

Y más aún, aquellos sonidos huecos, una marcha acompañada de ecos. Hombres y mujeres cayendo en la rutina, una y otra vez, terminando una jornada ardua, sólo para comenzar otra de nuevo.

Regla número 1. Nada más que una sonrisa en el rostro.

Sonríe. ¿Pero qué pasa si por dentro me desmorono?, aprende y calla, sonríe. No tienes problemas, no tienes una vida, no tienes alma.

Los habitantes caminan con pasos pesados en hileras, es un andar sistemático. Un traspié, una equivocación y tropezarás, caerás en una formación que no está programada a detenerse, ¿crees que frenarán el paso —la evolución tan esperada—, te cogerán de la mano y te ayudarán a pararte?, lo mejor que podrás esperar es que rodeen el obstáculo.

Extiendo dócilmente la mano para recoger sus tarjetas, las paso presurosamente por el sistema y las regreso con una sonrisa siempre marcada en mis labios entumecidos.

Las personas irritadas me apresuran con miradas de resentimiento, casi puedo escucharlos decir: "¿no puede hacerlo más rápido?"

Se aglomeran en los puestos de salida. Me dirijo amablemente a la señora mayor a la que estoy dando salida en el sistema. La anciana derrama intencionalmente su bebida sobre mi cara.

Regla número 2. No se poseen derechos, ni voz, ni voto.

Le regreso con una sonrisa la tarjeta mientras me dirijo al siguiente en la línea.

Pronto el fin de la jornada. El grupo de la zona ha dejado el puesto de control y se dirigen muy probablemente a sus casas.

Todas las encargadas caminamos en una columna perfecta de nuevo hacia la fábrica. Por el día es un lugar con luz, con gente, con vida. Sin embargo, apenas se oculta el sol y la jornada acaba, los habitantes se alejan, y nosotras descansamos en paz.

Antes de escoger un espacio en el suelo como las demás, me dirijo al baño correspondiente a mi clase; un cubículo pequeño apenas con espacio para el retrete y un pequeño espejo apunto de caer de la pared.

Trabo la puerta como puedo y me miro en el viejo cristal. El agua ha corrido el maquillaje blanco de mi rostro, y ahí está, la gran falla del mundo. Observo con admiración mi piel oscura resaltar en algunas partes sobre la base.

Cuando era pequeña, mi madre solía decir que era un regalo de la naturaleza. Éramos diferentes, y eso estaba bien. Más no duró mucho nuestro orgullo y nuestra tonta vanidad, al vivir de pronto en un mundo que consideraba como aberración el regalo, que no fue después más que una falla.

Regla número 3. Aparentar, no crear revuelo.

Embarro más maquillaje sobre mi cara seca y agrietada. A veces resulta difícil sonreír con todas las plastas secas de base que inmovilizan mi rostro. Después me miro detenidamente en el espejo.

"Eres una falla que jamás debió haber existido". Siento las lágrimas resbalar por las mejillas y las seco cuidadosamente, lo arruinaré de nuevo.

Me siento sobre el inodoro insalubre y me recargo sobre el tanque.

"Hijos del diablo, seres defectuosos..."

Empezó todo con sobrenombres. Sólo era cuestión de tiempo para que las cosas empeoraran. ¡Somos humanos, por Dios!

Salgo de la fábrica en silencio. Tengo que ver al menos una vez más la luna, y aquellos puntos que brillan a su alrededor, ¿estrellas?, sí, estrellas.

—¡Oye tú, adefesio, regresa a la fábrica!

Uno de los guardias camina hacia mí. Me abrazo temblorosa, sin saber qué hacer. Dirijo mi mirada entonces hacia la luna, aquella luz tan pura, una luz que no juzga, alumbra con aire de paz e indiferencia.

Doy un paso tratando de acercarme más hacia su cobijo, tan distraída que no noto al pequeño cachorro indefenso a mis pies.

Su chillido de dolor me despierta del sueño, trayéndome de vuelta a la oscura realidad.

—¡Aléjate del perro!

Lo observo con miedo.

Regla número 4. Obedecer sin cuestionar.

Piso con fuerza la patita del animal, provocando que vuelva a chillar.

—¡Déjalo ya!

—¿Qué diferencia hay? —recojo al pequeño con mis brazos y retrocedo para mantenerme alejada del guardia—, ¡¿Qué diferencia hay?!

Confusión. ¿Cómo no puede entenderlo?

Aprieto de nuevo la misma pata y se retuerce de dolor.

—¡Suéltalo!

—¿Qué diferencia hay?

Sigo retrocediendo, paso con paso, tratando de alguna manera de alejarme de la fábrica.

—No es una falla...

—Yo no soy una falla —de nuevo siento las lágrimas recorrer mi rostro, pero no las detengo—, soy un regalo de la naturaleza...

—¡Calla, negra!

—Mi nombre es Camille, tengo catorce años...

Regla número 5. Las fallas no son humanos, no tienen alma. Vinieron al mundo para servir.

—¡Regresa a la fábrica ahora!

—Mi padre murió en una explosión, mientras trabajaba en las minas como un esclavo... antes fue un reconocido médico, y salvó tantas vidas como estrellas hay en el cielo.

—¡No lo repetiré dos veces!

—Mi madre fue abusada y asesinada, junto a mi hermana mayor... acordando un trato de que nos dejarían vivir en paz. Pero ustedes los blancos no tienen palabra, no tienen sentimientos, ¡no tienen alma!

Se acerca más hacia mí y apresuro el paso.

—Tengo seis malditos años viviendo en esa cárcel, tratando a los blancos como dioses mientras me tratan como porquería. Aguantando los insultos y regalando sonrisas a aquellos que me maltratan.

—Eres un adefesio, un intento de humano corroído por satanás.

—¡Yo soy un regalo de la naturaleza...!

Mi pie resbala, siento el aire golpearme la espalda, y arrojo con fuerza al pequeño cachorro hacia lo que queda del piso.

Caigo. En un precipicio que conozco bastante bien. El guardia ni siquiera se molesta en asomarse, una rata menos en la fábrica.

Me tallo la cara para quitarme el maquillaje, cuánto daría por ver siquiera una vez más mi hermosa piel, ese regalo sin derecho a disfrutar.

Termino mi jornada. Cualquier lugar al que me dirija, comparado a este, será un mejor paraíso.

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