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Muérdago

Escrito por: Nicky-Areatt
País: Venezuela
Disparador: #9

***

Es bien conocido que en la ciudad de Caracas todos se conocen de una forma u otra, e incluso, en ocasiones, se llegan a ver relaciones de tres. Aunque claro, el tercero es muy caído de la mata como para no enterarse.

Pues resultó ser que hace un rato descubrí que yo me había caído de esa mata, y cuando confronté al bicho de José, tuvo las bolas de hacerse el loco y terminar conmigo.

Nunca se empaten con alguien cuyo nombre empiece con jota. Todos mienten.

Mi perolito vibró sobre la mesa de noche una y otra vez, esperando que le parara la mínima cantidad de bolas y leyera los mensajes, pero no me atrevía a hacerlo.

De metiche, levanté un poquito la vista desde la comodidad de mi cama, en donde le hacía la competencia a La Llorona, y confirmé lo que pensaba. Todos eran mensajes de mis amigos preguntando si era cierto lo que habían escuchado.

Así que, para evitar peos y chismes, tomé el aparato y creé un grupo con todos mis panas.

«Más metidos que una gaveta»

Alfredo: Gaby, ¿y este grupo?

Daniel: ¿De pana te montó cachos?

Andrea: Coño, Daniel. Tú si eres cuaima.

Carlos: Verga sí, Daniel, tú nojombre.

Osvaldo: ¿Gaby? ¿Estás ahí?

Gabriela: Sí, es verdad. Ya dejen de fastidiar. Chao.

Samuel: ¿De qué me perdí?

Después de soltarles la bomba, silencié el teléfono y traté de despejar mi mente, aunque fue realmente difícil, porque entre el hipo post-lloradera y la arrechera, no duré ni cinco minutos antes de agarrar el perol otra vez y marcar al número más reciente.

De alguna forma, se me había ocurrido un plan que podía salvarme de la boca chismosa de mi tía en la cena de mañana. Aún no tenía muy claro lo que iba a decirle para convencerlo, pero esperaba que fuera fácil.

—¿Aló? ¿Gaby? —preguntó la voz al otro lado.

—Quién más va a ser, pues —medio gruñí, levantándome de mi lugar para salir del cuarto.

—¿Estás bien, chama? Sabes que ese José nunca me cayó bien, así que puedes hablar paja de él sin problema, ¿oíste?

Sonreí ante la sinceridad de Alfredo y relaté toda la historia con pelos y detalles mientras me paseaba por el apartamento.

Mis papás habían salido de última hora para comprar hojas de hallaca que se habían acabado, y mis hermanos estaban en sus cosas, así que no tuve problemas en que me vieran la cara roja y llorona.

De alguna forma, terminé de echarle el cuento desde la terraza que había en la sala, donde más privacidad podía tener de mi familia, pero no de los vecinos metiches. Tuve que bajar la voz para que la vieja del apartamento de al lado no se enterara.

Esa señora podía caerle a cuento a todo el mundo diciendo que estaba medio sorda, pero era la primerita en enterarse de los chismes. Eso estaba medio raro.

—¿Entonces, qué harás? ¿Le vas a decir a la chama?

—Traté de hacerlo, pero me dijo que yo no era mamá suya como para mandarle —repetí lo que me había dicho, volteando los ojos.

—Ay, no. Menos mal que te saliste de ese rollo y ya no vas a tener que... ¡Vergación, Gaby! ¿Y cómo vas a hacer con la cena de navidad? Esa tía tuya que es más bocona se va a poner... uy, no.

—Por eso mismo te llamo, Alfredito.

—¿Y no para echarme el chisme? Qué manguangua.

—Bueno, eso también —admití. Me sentía mucho mejor después de hablarlo—. ¿No querrás tú hacer de mi novio mañana? Ya conoces a todos, así que...

—¿Estás loca? —exclamó—. La última vez que te visité teniendo a toda tu familia en la casa me dieron más coñazo que Doña Florinda a Don Ramón. Ese tío tuyo cabeza e' rodilla me la tiene jurada.

—¿Quién? ¿Roberto? No vale, ese está enamoradito de ti.

—Eso no te lo creo ni de vaina —carcajeó—. Además, mi viejita viene de visita y no puedo mañana. Pregúntale a Daniel, ese está más loco que una cabra y seguro se lleva fino con Robertico.

—¿Tú crees? Bueno, dale. Te aviso cualquier cosa, ¿sí?

—Fino, mana. Y suerte. La vas a necesitar.

Alfredo no estuvo equivocado en eso de que iba a necesitar suerte, para variar. Estuve a punto de entrar a prenderle velas a la virgen porque después de llamar a los muchachos del grupo, todos respondieron lo mismo.

Te fumaste una lumpia.

Tuve que darme por vencida. Mis papás estaban a punto de llegar, y los minutos de mi teléfono estaban por acabarse. Le grité al cielo, arrecha y desesperanzada.

—¡José, eres un ...! —mi grosería quedó a mitad de camino cuando, con un charco de agua que había en el suelo, resbalo y casi me reviento la jeta contra el muro.

Obra del vecino de arriba, que le encantaba regar las matas y ahogarlas en agua para que yo tuviese que pasarle coleto a la terraza.

Cuando saqué la cabeza y miré hacia arriba para gritarle sus cuatro vainas, me lo conseguí viendo en mi dirección con una sonrisa.

—Epa, vecina.

—Hazme el favor y quita esa sonrisa, que casi me quedo sin dientes por tu culpa.

—¿Otra vez me pasé con el agua? Mala mía, no medí bien. La próxima estoy pendiente.

—Eso dijiste la última vez, Antonio.

—¿De pana? No me acuerdo... —le saqué el dedo del medio antes de meter de nuevo la cabeza al balcón—. ¡No, no, espera! ¡Ya me acordé!

—Qué bueno —murmuré, cruzándome de brazos aunque no me pudiese ver—. ¿Algo más?

—Escuché que terminaste con José.

Eso consiguió que volviera a asomarme.

—¿Y de dónde escuchaste tú eso?

—Se lo dijiste hace rato a tu amigo por teléfono. Estaba regando matas y...

—¿Estabas espiando?

—¡No, que va! Yo estaba con mis maticas y no pude evitar escuchar tu plan.

—Qué bolas tienes tú, ah. Te voy a denunciar con la junta vecinal.

Esta vez sí me quedé dentro del balcón, y estuve a punto de irme de no ser porque lo escuché hablando de nuevo.

—¡Gaby, no te vayas! ¡Quiero formar parte del plan!

Sí que sabía cómo llamar mi atención.

—¿Tú? ¿Y qué ganas con eso, además de llenarte el buche gratis?

—Un favor, algo sencillo. Y no te vuelvo a molestar. De panita.

Su respuesta tan veloz me hizo pensar que estaba incluso más desesperado que yo por este plan. Quizás no era mal plan...

—¿Gaby...? ¿Sigues ahí?

Lo medité unos segundos y asentí, aun cuando no me miraba. Escuché la puerta principal abriéndose y divisé a mis papás entrando con el cargamento de hojas de hallaca.

—Mañana a las siete y media en la puerta de mi casa. Vístete bonito.

Dicho eso, guardé mi teléfono y volví a entrar al apartamento, no sin antes escuchar una pequeña bulla de celebración por su parte y un «Dalo por hecho, mi caraqueña».

Esto se había puesto interesante y no podía esperar a...

—¡Gaby, deja de pensar en pajaritos preñados y ven a ayudar!

Bueno, esas hallacas no se iban a hacer solas.

El proceso de producción de la cena navideña venezolana es largo y tedioso, por lo que cuando por fin terminamos y pude poner la cabeza en la almohada, no me levanté de allí hasta el día siguiente.

Aún con la puerta cerrada, logré escuchar el escándalo familiar, y cuando decidí levantarme, soñolienta y con lagañas pegadas a las pestañas, un torbellino de niños entraron corriendo y gritando a mi cuarto, dispuestos a hacer mucha bulla.

—¡Gabriela, párate! —gritaron al unísono, poniéndome en alerta.

—Estoy parada, por si no lo habían notado —repliqué, señalando mis piernas estiradas. El torbellino de primos rio al escucharme y salieron corriendo—¡Buenos días a ustedes también!

—¿Días? Son las tres de la tarde —dijo mi tía Mariana, quien pasaba de casualidad. Me pregunté cuándo habían llegado—. Métete a bañar antes de que a tu madre se vuelva loca.

—¿No necesitan ayuda...? —ella se apresuró a negar.

—Tenemos todo bajo control. Anda, hueles a muerto y dudo mucho que tu novio te quiera cerca apestando así —bromeó.

Sí. Ella era mi tía la bocona. Notó de inmediato que algo iba mal en cuanto no me reí de su mala broma.

—¿Va a venir, cierto? No querrás ser la única de las primas que no tenga noviecito esta noche...

—Me voy a bañar —la corté, apresurándome para encerrarme en el baño.

Hice todo lo que tenía que hacer y salí de allí vestida y emperifollada hasta la médula, como estaba segura de que dirían cuando saliera.

Tomé mi teléfono justo en el momento que entró una llamada de un número desconocido.

—¿Aló?

—¿Así saludas a tu novio? Qué rata —reconocí su voz. Antonio.

—¿Cómo conseguiste mi número?

—En una caja de cereal —bromeó, pero al darse cuenta de que no reaccioné de ninguna manera, carraspeó incómodo—. El grupo de vecinos.

Tenía sentido, así que lo dejé pasar.

—¿Y por qué me llamas? Aún quedan unas horas.

—¿Un traje es ir burda de arreglado o está bien? —su pregunta me hizo pensar que sonaba nervioso.

—Con una camisa de botones y jeans estás fino —se me ocurrió algo que podía ayudar mientras hablaba—. Es más, ¿tienes una camisa vinotinto? Así vamos combinados.

—Eh... sí.

—Perfecto. Nos vemos.

No tardé mucho en salir del cuarto y darme cuenta de que mi casa había cambiado por completo de la noche a la mañana. La horda de tíos estaba esparcida en la sala viendo algún partido en la tele con sus polarcitas en mano, mis primos pequeños jugaban con el tren que rodeaba el arbolito y las tías caminaban de un lado al otro, repicando sus tacones.

Cuando por fin todo estuvo listo y nos reunimos en la sala, el timbre empezó a sonar cada cinco minutos, mostrando nuevos miembros de la familia. Como tradición, cada pareja que pasaba la puerta debía darse un beso en los labios gracias al muérdago colgado en el marco de entrada. Una idea cortesía de alguna película que vieron hace años y les encantó.

Minutos antes de las siete de la noche, estábamos completos. A excepción de... bueno, mi novio imaginario, como habían dicho hace unos segundos.

—¿Segura que va a venir, Gabriela? ¿O que existe? —inquirió Patricia, la mayor de las primas, sentada de piernas cruzadas junto a su novio—. Javiercito nunca llegaría tarde, ¿verdad, amorcito?

El pobre estaba tan agobiado con el tío Roberto dándole palmadas nada sutiles en la espalda y la voz chillona de mi tía Mariana, que simplemente asintió en su dirección, sin enterarse de nada.

—De bolas que viene, ¿por qué me inventaría...? —el sonido del timbre consiguió que dejara la frase a la mitad. Sonreí con suficiencia antes de levantarme de mi sitio y ajustarme la falda—. Llegó.

No quise verme desesperada por verlo, así que me di mi postín yendo hacia la puerta y, en efecto, encontrándolo al otro lado. Vestía una camisa vinotino, justo como le había pedido, y que daba la casualidad era el mismo tono que usaba.

Una muestra de afecto en público le dejaría la boca cerrada a la tía Mariana, así que besé su mejilla. Antonio no mostró sorpresa y siguió el juego a la perfección.

—Tía, él es mi novio...

—¿Y dónde quedó la tradición, Gabriela? —interrumpió, señalando sobre nuestras cabezas.

Ay. No había pensado en eso.

—¿Eso es muérdago...? —preguntó Antonio, sonriendo como si todo esto fuese divertidísimo.

—Cállate y sígueme la corriente —sin perder más tiempo, puse mis manos en sus mejillas y le planté un beso en los labios, tal y como habían hecho los demás.

Me sorprendió el hecho de que no se resistiera, e incluso, me atrevía a pensar que el muy condenado lo había disfrutado, pese a la bulla que mis tías armaron.

Antonio se presentó al resto de la familia con una sonrisa y me sorprendió lo bien que se llevó con todos de inmediato, por lo que ni siquiera me di cuenta de lo rápido que pasaron las horas junto a él. Me costaba admitirlo, pero tenía un talento para fingir que yo le gustaba.

Después de comer, los más mayores expropiaron los sofás para echar cuentos a los pequeños, a quienes les tambaleaba la cabeza por el sueño y por culpa de jartarse tantos panes de jamón.

Me quedé mirando a mi novio falso, quien engatusaba a tío cabeza e' rodilla con historias sobre acampadas en un viaje a Canaima que había hecho recién, y prometía invitarlo alguna vez.

Todo iba de maravilla. Las gaitas sonando a todo volumen. Mis papás dando vueltas y bailando por toda la sala. Los más pequeños escuchando historias de navidad de boca de nuestros abuelos... Incluso tía Mariana se había calmado y solo nos miraba con recelo.

Hasta que las luces se apagaron y la música dejó de sonar.

—¡Justo tenía que irse la luz! —exclamaron varios.

—Lo bueno es que tenemos colchones de sobra, así que vayamos todos a dormir para que San Nicolás traiga los regalos —dijo mi madre.

Una vez que todos se pusieron de acuerdo en qué hacer, lentamente la sala empezó a vaciarse. Tío Roberto se despidió de Antonio con un fuerte apretón de manos y me guiñó un ojo con picardía antes de desaparecer con el resto.

—Creo que debería irme —murmuró junto a mí. Asentí sin más y lo acompañé hasta la puerta.

—Hiciste un buen trabajo. El tío Roberto quedó encantado contigo —comenté, apoyándome del marco de la puerta.

—Soy un chamo encantador.

—Lo que tú digas —bufé, tratando de esconder mi sonrisa.

Él aprovechó ese momento para dar un paso al frente y acortar la distancia que nos separaba. Lo único que iluminaba este momento era la luz de la luna, por lo que no podía detallar por completo su rostro. Aun así, sabía que sonreía.

—¿Por qué sonríes?

—No me preguntaste el costo de mis servicios.

Vergación. Era cierto. ¿Qué podría pedir Antonio? ¿Una recarga de teléfono? ¿Que lo dejara regar matas hasta las tres...?

Y por estar pensando en lo que podría pedir, no esperé que me tomara por las mejillas justo como había hecho con él unas horas atrás y me besara. No tan confianzudo, pero si lo suficiente como para sorprenderme.

—¿Acabas de...? —balbuceé. Entonces, él señaló hacia arriba, justo donde el muérdago colgaba sobre nuestras cabezas.

—Todo este tiempo te estuve ladillando con regar matas para llamar tu atención, y este muérdago hizo más por mí en estas horas que regar las matas de plástico.

Mi sorpresa era genuina. El vecino más odioso y antipático del edificio me había besado, y que por alguna razón, no me había disgustado.

—¿Entonces ese era tu costo? ¿Un beso?

—Eso, y una cita contigo.

No traté de ocultarle mi sonrisa, y acepté con un asentimiento.

—Me encantaría, Antonio...

—De hecho —interrumpió rápidamente—, mi nombre es José Antonio...

No lo dejé terminar.

—¿QUÉ?

***

Este relato cuenta con 2489 palabras

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