7.
Odio ir al gimnasio, pero si quiero recuperar la cintura que Mateo me quitó. he de pisarlo ahora que su padre no me somete precisamente a ejercicio por las noches desde que tiene ese nuevo trabajo. Ahora que poco coincidimos él y yo.
Tres noches seguidas lleva mi marido de guardia, y cuando regresa a dormir por las mañanas soy yo la que se levanta para ir a la agencia.
Y odio haber descubierto que es mentira que trabaje a esas horas.
—No deberías creer lo que te dice Rodrigo.
Raquel está haciendo elíptica y a la muy hija de puta ni se le nota en la respiración, yo estoy bebiendo agua y casi que no puedo beber y respirar al mismo tiempo.
—Hombre, es el compañero de Fabio en la estación.
—Era. A tu marido lo ascendieron, así que es su jefe.
—Pues peor me lo pones, algo sabrá él de sus turnos y sus horarios, vamos, digo yo.
Tamara trata de seguir el ritmo de Raquel, mejor se baja de ese cacharro y me apoya a mí, que si somos dos no se notará que no hacemos ejercicio.
—Ese tío es un envidioso, te lo digo yo que estuve dos noches con él.
—Vaya, ¿y eso lo supiste la primera o la segunda noche?
Raquel pone los ojos en blanco ante el comentario malintencionado de Tamara, y ni por eso deja de hacer ejercicio.
—Estoy con Tamara. Si Rodrigo me ha dicho que Fabio hace días que no tiene guardia, ¿qué gana él con mentirme?
—Pues no lo sé, tendrás que averiguarlo por ti misma. Pero Rodrigo no es de fiar.
—Por lo pronto averiguaré si Fabio me miente, porque hoy le sigo.
Al fin he conseguido que Raquel detenga la máquina de elípticas. Tamara casi se cae al comprender mis palabras.
—¿No lo dirás en serio? —me pregunta asustada.
—Totalmente, Tamy. Hoy Fabio me ha dicho de nuevo que tenía turno de noche, así que en cuanto salga por la puerta de casa voy tras él. Solo necesito que me acompañéis.
—Me gustaría ir, Alicia, de verdad que sí —me dice Raquel que ya se ha bajado de la infernal máquina de hacer ejercicios—. Pero por mucho que me guste ver tu metedura de pata pasaré la noche en el hospital con Mariana, Lola necesita un relevo.
—Ten amigas para esto. Y la metedura de pata está por verse todavía —le contesto convencida yo.
Por fin acaba mi tortura y nos dirigimos a las duchas.
—¿Y estará Diego esta noche, contigo? —Tamara, más avispada que yo, hace la extraña pregunta, dejándonos a nosotras dos calladas.
—No lo sé. Supongo, fue una de sus condiciones, no me dejará a solas con ella.
—Otro gilipollas —digo de manera estúpida. —Pues ya me dirás en qué te beneficia verlo tan a menudo para poder olvidarlo antes de ir a la clínica de inseminación.
—Por ahora me preocupa más la salud de Mariana, tengo varios meses fértiles hasta mi cumpleaños.
—Si es que estamos locas, no teníamos que habernos metido en estas historias. Cualquiera que nos escuche… —La voz de Tamara suena arrepentida. Pobre mía, ya era raro que ella traicionase a Guille, lo habrá pensado mejor.
—Tamy, cielo, ya dijimos que tú eras cascarón de huevo, que si en algún momento quieres dejar el propósito… —Pero no me deja continuar.
—De eso nada, yo no me rajo. Soy la primera que quiero mi orgasmo, así que ya veré qué hago con Guille cuando llegue la semana que viene, para deshacerme de él. ¿A qué hora quedamos hoy para seguir a Fabio? Te acompaño a la estación.
—Eso, cariño, tú a lo tuyo. Trincate a un bombero —le digo muerta de risa.
Mis risas y las de Raquel se oyen en los vestuarios como si de verdad estuviésemos locas. La que menos nos podíamos pensar, es la que quiere seguir con esta locura.
—Te recomiendo a Rodrigo, Tamy, está de emergencias para eso 24/7 —añade Raquel.
Y ya no me río tanto. Rodrigo me dice eso a mí y me hace sentir comprendida. ¿Se lo dice a todas?
Fabio no sospecha nada. Tamara ha llegado hace media hora con la excusa de cortarme el pelo, ya sabes, el poco tiempo que tiene ella con los niños y su casa, el poco tiempo que tengo yo desde que nació Mateo. Sin problemas para él, que se divierte al vernos jugar a los peluqueros a las ocho de la tarde que son.
Mi marido está de tan buen humor desde nuestro último “intento” que hasta feliz le ha hecho mi cambio de imagen.
—Pero dime que no cambiarás de color —me pide cuando está a punto de irse. Pasa su nariz por la mía mientras juega conmigo sin terminar de besarme en su despedida.
—Claro que no, cariño. Sé que te gusta así, moreno. —No hace falta que se lo prometa, busco su boca para devolverle el beso.
—Gracias, canija —contesta al darme un beso, que cualquiera diría que se va de casa y no subimos al dormitorio.
Me da rabia que al final lo haga.
Fabio cierra la puerta y me deja hecha una mierda.
—¡Tamy, suelta a Mateo que nos vamos! —grito con las llaves del coche en la mano ya.
Tamara sale del salón con Mateo en brazos, y su reacción es inmediata. Le pasa el niño a Luna y coge sus cosas del sofá dispuesta a pisar la calle. Yo salgo también con ella, con tremendo portazo detrás.
—Estás demasiado nerviosa.
—Pues ya me dirás, guapa, porque como sea cierto que Fabio no va a trabajar, me va a oír.
—Cálmate o me arrepentiré de montarme en el coche contigo —me dice Tamara entrando ya por la puerta del copiloto.
—¿Ves? Por eso mismo debes sacarte ya el carnet de conducir.
—¿Para seguir a tu marido?
—Para evitar que tu amiga cometa un asesinato. Y no hablo de estampar el coche contra algún inocente —recalco tomando una curva a casi setenta kilómetros por hora, por lo menos ya veo el coche de Fabio a lo lejos—, hablo de atropellarle los huevos y matar a todos sus espermatozoides.
Tras decir un par de insultos, doy un volantazo para evitar al coche que se ha entrometido entre mi marido y yo. Ahora tendré que seguir por el carril izquierdo para que Fabio no sospeche de mí.
—Alicia, por favor, quiero ver esta noche a mis hijos, controla tu ímpetu.
—Pero ¿tú has visto eso? —pregunto, demasiado alarmada, a Tamara, sin oírla demasiado.
—¡No! ¡Tengo los ojos cerrados! No quiero ver cómo nos estrellamos.
—¡Ha tomado la salida hacia la estación de bomberos!
—¿En serio? —me dice abriendo ahora los ojos—. ¡Mira tú qué disparate! ¡Tu marido va a trabajar, idiota!
Siento la mirada de enfado de Tamara, solo que yo estoy más pendiente de los espejos retrovisores, del tráfico y de no frenar en plena autovía porque el resto de vehículos no me deja acceder al carril. No quiero perder de vista a Fabio.
—Noooo. —Y acabo de pasar mi última oportunidad de tomar la salida, solo puedo dirigirme a la estación por la siguiente y retroceder. Tengo que darme prisa.
A medida que bajo de velocidad para salir de la autopista se reduce también la carga de adrenalina dentro del coche, yo conduzco con más calma respetando límites de velocidad en ciudad y la beata de Tamara respira al fin sin gritarme o rezar plegarias inútiles.
—¿Quieres hablar de lo ocurrido? —me pregunta al cabo de unos minutos.
—No creo que en tus libros de autoayuda haya nada que me sirva para esto —le contesto seria.
He dicho que estaba más calmada, no que lo esté del todo. Todavía no descubro dónde está mi marido.
—Ponme a prueba —me desafía la doctora que lleva dentro de la peluquera.
Me va a encantar hacerle ver a Tamara que no estudió psicología porque su marido no se lo permitió y que por mucho que lea libros de autoayuda no podrá empatizar con lo que siento en este momento.
—Apunta para tu psicoanálisis, doctora —ironizo para enfatizar mi disgusto—. No sé si es Fabio quien no quiere estar conmigo o soy yo la que pone una y mil excusas porque no me veo atractiva. No sé si él es el que cambia de humor constantemente o soy yo la hija de puta insoportable. No sé si él trabaja tanto como dice o yo tengo mucho tiempo libre para pensar que no lo hace. —Hago una pausa, aprovechando que Tamara está muy callada y le doy drama a mi última frase—: No sé si él está demasiado pendiente de su hijo porque lo quiere mucho o porque teme que yo le pueda hacer algo malo al niño.
—Oh, Ali —dice mi amiga con un quejido.
—No, no lo hagas, Tamy, los doctores no se compadecen de sus pacientes, o no cobrarían. Tan solo busca en tus libros qué me pasa para estar volviéndome loca, y luego ya me das alguna pastillita que me relaje.
Y de nuevo el silencio nos envuelve. Yo no tengo nada más que decir, Tamara comprende que no debe decirme nada.
En menos de cinco minutos más estoy aparcada en doble fila frente a la estación de bomberos de Fabio, y siento un enorme alivio. Su coche está a poco menos de diez metros de mí.
—¿Se vería mal que bajase a por una docena de donuts y litros de café? —Es lo primero que dice Tamara después de un cuarto de hora. La miro extrañada—. Traería cervezas, pero tú conduces de vuelta.
—Ya. —No le entiendo nada, y aquí la única que parece cambiar de humor tan de repente soy yo.
—La vigilancia va a durar toda la noche, algo tendremos que hacer, ¿no?, es lo que hacen en las pelis.
Ella me sonríe con dulzura, es experta en ello como la gran mami que es.
—Odio que te preocupes por mí.
—No es verdad, odias tener que darme las gracias, dos besos y tu tarjeta de crédito para pagar.
Me echa los brazos al cuello para abrazarme y yo me abandono al llanto que me quita definitivamente el estrés.
—Te odio, mami —le digo cuando ya se baja del coche.
—Y yo te amo a ti, idiota.
Tamara se marcha, me promete que no tardará mucho. No me importa, necesito este rato para pensar a solas. Al fin he logrado ponerle voz a mi estado emocional, quizás deba pedir ayuda como Fabio me pide tantas veces, quizás ya no pueda gestionar mi depresión solo con asistir al trabajo y con la rutina y sí sea cierto que necesito fármacos.
—¡Booo!
Pego el bote en el asiento. ¿He dicho que odio los sustos?
Abro los ojos y por mi ventanilla está él asomado, y no deja de sonreír a la espera de que baje el cristal.
—Hola, sargento —saludo con la ventanilla abierta. Él se acuclilla hasta quedar a mi altura.
—¡Uy, que formal, ¿no?! ¿no quedamos hace días en que me llamarías Rodrigo?
—Hola, Rodrigo —le vuelvo a saludar.
—Dime que has venido a verme. —Me hace gracia su cara, finge emocionarse. Le digo que no con la cabeza, sonriendo—. Ah, ya…, es por Fabio, al final si tiene guardia, ¿no?
—Sí.
—Pues acabas de partirme el corazón. —dice de manera cómica mientras se agarra el pecho.
Me hace reír, y me doy cuenta de cuánto necesitaba unas risas hoy.
—Anda, no seas dramático —le digo golpeando su hombro.
—¿Estás bien? —Y cambia de actitud, se pone serio.
—¿Por qué lo dices?
—Llevas aquí veinte minutos, Fabio está dentro y tú no te atreves a entrar, ¿seguro que vienes a verlo?
—Eres intuitivo, podrías pedir un aumento como psicólogo de la plantilla.
Rodrigo se ríe a carcajadas. Yo me dejo contagiar.
—Está bien. Sé cuando no he de meterme.
—Wow, y además eres de los buenos, los jefes no saben la suerte que tienen contigo —le digo con un guiño de ojo.
—Dímelo a mí, que le dieron el ascenso a tu marido —dice riendo de nuevo al tiempo que me pellizca la mejilla—. Adiós, morena, y ya sabes donde encontrarme, aunque siempre puedes llamar por teléfono si es una emergencia.
—De guardia 24/7 para mí, lo sé. Gracias —le grito cuando ya se va. Me ha oído, porque yo puedo oír sus risas todavía.
—¿Y eso? ¿De que te ríes? —me pregunta Tamara que entra al coche cargada de azúcares, grasas industriales y cafeína. Cafeína, la misma que no me sienta nada bien y que despunta mis nervios.
Me río a carcajadas mientras enciendo el motor del coche, no voy a permanecer un segundo más aquí desconfiando de mi marido.
—Vámonos para casa, mami, hoy nos merecemos un rato de chicas en la “pelu”.
—¿Me vas a hacer trabajar ahora? —Mi cara de felicidad le da la respuesta, con la que no está muy conforme. Pero es mi amiga—. Lo peor que has hecho es dejarme las tijeras, que lo sepas.
Luna no consintió irse a la cama antes de terminar su horario y eso que yo estaba acompañada por Tamara. Es muy obediente al respecto y a veces pienso que Fabio le ha pedido que sus noches de guardia esté pendiente de Mateo sin excusa alguna, que para eso se queda aquí. Así que siempre se acuesta en el dormitorio del niño una vez que lo baña, le da de comer y lo duerme.
Tamara en cambio si se fue nada más peinarme, me dio un enorme beso y me dijo que estaría disponible si me apetecía llamarla por teléfono, que una vez que había dejado a sus hijos en casa de su hermana, tenía toda la noche para dedicármela, como habíamos planeado al inicio. Obviamente le di las gracias, y le dije que lo tendría en cuenta.
Pero al que acabé llamando en mi noche de insomnio fue a Rodrigo.
—No puedo dormir y no quiero preocupar a Fabio —le dije en cuanto descolgó.
—No te preocupes, él no va a enterarse por mí —me garantizó.
—¿Y puedo hacerlo todas noches?
Mi desvelo no es algo puntual. Llevo meses sin ánimo de cerrar los ojos.
—Tengo vida privada, Alicia.
—Lo siento, Rodrigo, no he querido… —me apresuré a decir.
—Es broma, mujer, no tengo a nadie que me soporte. Para mí será un placer oírte, morena, recuerda que estoy para tus emergencias.
Y solo por la sonrisa que despertó en mí supe que no sería la primera llamada nocturna entre nosotros, la que duró casi una hora.
Por fin amanece. Salgo de mi habitación cuando me doy cuenta de que Luna ya está despierta para ayudarme con Mateo, ha sido pasar por el dormitorio del niño y verla ya dándole su toma de la mañana.
—Hola, Alicia. Pensé que dormías, ya acabo con Mateo.
—Gracias, Fabio no tardará en llegar.
—Lo sé. Lo espero y me voy, no quiero molestar.
—Está bien, como quieras. Entro al baño.
No es que tenga suerte con Luna, su tiempo y su entrega se deben a su sueldo, y me parece justo, porque si no, no sé qué haría cuando me quedo a solas con Mateo.
La puerta de la calle se abre cuando estoy en la cocina sentada, desayunando y todavía en albornoz. Miro la hora y Fabio es puntual, no ha tardado en terminar su turno y atravesar la ciudad a la carrera.
Mi marido intercambia un breve buenos días con Luna, quien se despide de él con la mano, cogiendo ya su mochila para irse a la universidad.
—¿Qué tal, cariño? —me saluda él tratando de darme un beso en la sien.
¿Por qué?, ¿por qué tengo que conformarme cuando quiero más que ese casto beso?
Me giro lo justo para esquivar sus labios, pero no con la cara larga, todo lo contrario. Agarro las solapas de su cazadora y le hago bajar la cabeza más hacia mí.
Beso con desesperación a Fabio mientras consigo sacarle la chaqueta por los hombros. He ido levantándome del taburete sin soltar su boca, sin cortar nuestro beso, el que él también me devuelve.
—Vaya, así que hoy alguien despertó contenta, ¿no? —dice con una sonrisa.
—No he dormido pensando en ti —confieso de lo más sincera antes de un nuevo beso. Porque es del todo cierto.
—Mmm, eso me gusta más.
—Pues no me pongas excusas, por favor —digo dispuesta a terminar con esta locura.
—Claro que no, cariño —me contesta él, que sin pensarlo se quita la camiseta y me deja admirar su cuerpo desnudo.
—Vayamos a la cama —le propongo caminando ya de espaldas para que me siga, sin dejar de besarlo y enganchada en su cuello con mis brazos.
Y no salimos todavía de la cocina cuando Fabio cambia de opinión, eso, o no puede llegar al dormitorio en la planta de arriba sin eyacular antes.
Me coge en peso y me sube a la encimera, donde pierde un segundo en admirar mi cara.
Con el dorso de sus dedos acaricia mi mejilla, alcanzando luego mi cuello.
—Te amo, Ali, te amo —repite antes de seguir sus caricias por el escote de mi albornoz.
La prenda se deja abrir fácilmente, descansa justo en la caída de mis hombros.
Fabio, que no ve mis pechos desde hace días, se queda embobado con ellos, solo puede tomarlos en su manos y amasarlos con delicadeza.
Y cuando siento sus dedos pulgares en cada uno de mis pezones, me excito sin remedio.
Abro las piernas y con ellas atraigo a mi marido a su interior, él me colabora y se deja encerrar por mis muslos. Fabio sonríe, y se acomoda en el centro de mi calor rozándome con su pantalón, ya duro y ya dispuesto. Yo clavo mis pies en su culo porque quiero que me roce más, que palpe mi creciente humedad.
Fabio consigue que mi cuerpo se curve para darle mayor acceso a mí.
—Hoy no trabajo —me dice con un susurro entre beso y beso que me da. Aprovecha y saca mi culo al borde de la encimera.
—¿Y? —se me escapa un gemido de los labios al notar su mano hurgando en mis pliegues, sus dedos esparciendo mis flujos.
—Que puedes llamar a la agencia y decir que estas enferma, Pasenos la mañana en la cama, ¿qué te parece?
Y es cuando mete esos dedos en mí para darme sus razones que, necesitada de su atención y de sus mimos como estoy, son también las mías. Los mueve, los saca y vuelve a meter mientras me dice que me ama.
—Me parece genial, mi vida, hagámoslo así.
—Espero que Mateo esté de acuerdo, claro.
¿Por qué me habla de él? Eso me hace recordar que hace meses que ya somos tres en casa.
El niño no está por la labor de ayudar a Fabio, de hecho parece que no quiere ni verme cerca de su padre, bueno, exactamente no me ve porque hasta hace un segundo dormía en la cuna del salón, pero seguro intuye que llegó hace rato y por eso lo reclama con su llanto, el que ambos oímos a través del intercomunicador de vigilancia.
—No te vayas —le pido a Fabio en un vano intento de retenerlo.
—¿No oyes a tu hijo?
—Claro que oigo ese llanto, es imposible no hacerlo con los berridos que pega.
Y la que ya no tiene ganas soy yo cuando veo que Fabio va hacia el salón. Bajo de la encimera, el tiempo de atar mi albornoz y salir tras él.
La escena puede resultar de lo más tierna y dulce, sobre todo si Fabio pone esa voz ñoña preguntando qué le pasa a su bebé. Lo ha cogido en brazos y lo balancea de un lado a otro mientras tararea una melodía ridícula.
—Mira, Mateo, es mamá, ¿quieres darle los buenos días?
—No hables con el niño como si te pudiese entender, por favor —le pido sentándome en el sofá, parezco derrotada. Claro que si pensamos que Mateo con un simple llanto, que ya no se oye por cierto, ha separado a su padre de mí, pues sí, el niño me ha vencido.
—¿No crees que lo haga?
Levanto una ceja, espero con eso decirle que no me tome por tonta. Un crío de cuatro meses no sabe qué se le dice.
—Ya te has puesto de mal humor —me dice volviendo a poner al niño en su cuna, que ahora encima se ríe con la mueca de su padre.
—Bien —le digo yo. Me levanto—. Pues ve asumiendo que el que me pone así es él.
—¿Te has oído? No puedes pensarlo de verdad, Alicia, necesitas ayuda... ¿A dónde vas?
—A dónde se me entienda, el caso es no quedarme aquí —le digo subiendo las escaleras para ir a vestirme—. Y ya que tienes tanto interés en meterte en la cama, llévate a tu hijo, él dormía antes de molestarnos.
Corro escaleras arriba antes de que Fabio me vea llorar. Porque tiene razón, necesito ayuda si me he cegado tanto con él que no soy capaz de querer a Mateo. Siento que voy a perderlos a ambos.
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