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6.

Guille amanece sin fiebre. No me lo pienso y lo llevo al colegio sin excusa alguna, que han sido tres días sin pegar ojo. 

     No es que vaya a dormir durante la mañana que mis hijos están en el cole, pero sin ellos alrededor podré ir al súper a comprar, poner dos lavadoras, limpiar el baño y coserle a Alicia su disfraz para Halloween del viernes, y todo antes de hacer la comida y bajar al salón de belleza para la cita de la una y cuarto de mechas y corte de pelo, para que luego pueda estar lista a las dos, cuando salgan los chicos del colegio. 

     Y quizás, solo así, tenga tiempo esta tarde de estudiar para mi carnet de conducir y poder irme a la cama cuando lo hagan los dos pequeños. 

     Bajamos corriendo las escaleras, en la calle nos esperan sus hermanas. Tenemos que dejar a Alicia en la guardería, pero antes se queda Silvia en la parada del metro. No entiendo qué le ha dado a mi hija mayor para asistir a su primera hora de la facultad, cuando no lo hacía antes del mediodía desde que empezó la carrera. 

     —Ya te lo he dicho, mamá, un examen a final de mes. —Y deja a Alicia en mis brazos cuando ya llegamos a la estación del metro por la que entrará ella. 

     —Si ves que necesitas tiempo para estudiar, tal vez deberías decirle a tu madrina que no puedes ayudarla el viernes con la cena —le digo concediéndole más tiempo para sus estudios. 

     El dinero que Raquel le da a Silvia por echar una mano en el restaurante le viene muy bien para sus gastos, siempre que no me lo pida después en casa, claro. Pero si a cambio va a sacrificar su tiempo de estudio, su padre y yo podemos hacer el esfuerzo y ajustarnos un poco el cinturón. Más todavía. 

     —Pues me harías un favor si tú se lo pides por mí, mamá —me dice con una sonrisa que me recuerda más a Alicia cuando rompe algo, que a una mujer de veinte años que pretende ser independiente. 

     —Vete tranquila, mi amor, yo hablo con la tía Raquel. 

     Y sin un beso de agradecimiento ni nada más, mi hija se pierde por la boca oscura del metro. 

    —Y ahora, ¿quién es el siguiente en ir al cole? —pregunto a mis dos pequeños con una palmada al aire que ellos ignoran sin ganas de reír con su madre.

     Tras una mañana de locos, y cuando quiero ponerme a estudiar el teórico porque Alicia duerme y Guille está haciendo sus deberes, recuerdo que no he llamado a Raquel para decirle que Silvia no podrá ir el viernes a trabajar. 

     Confío en que mi amiga no esté muy de los nervios por esa cena y entienda que Silvia es solo una niña… 

    —¡Y una mierda!  tu hija es una cabrona que me ha dejado colgada a última hora sin camarera. 

     —Raquel, no seas tan grosera, la niña solo necesita… 

    —¿Qué niña, Tamara? Porque la única que la ve así todavía eres tú. Tu hija tiene casi veintidós años y si es mayor para delinquir, comprar alcohol y follar con quien quiera, también lo es para cargar con sus responsabilidades de adulta. No te puedes comportar siempre como una gallina clueca con ella, tienes que dejarla volar. 

     No he encontrado ofertas del súper con las que poder comer esta semana,  he estropeado una camisa blanca de Guille en la lavadora —y ya temo lo que me dirá cuando vuelva— y además me he pinchado tres veces el dedo al hacer el dobladillo del vestidito de  bruja de Alicia, lo que menos necesito de Raquel ahora es una de sus charlas de mami, que precisamente ella no es, porque me pongo a llorar. 

     —Si necesitas una camarera, yo sustituiré a Silvia. 

     —Ese no es el punto, Tamy, tu hija hace contigo lo que quiere. 

    —Me he mantenido callada mientras hablabas de la inmadurez de mi hija, pero no te permito que me taches de blanda con ella. 

      —No, claro que no, tú ya eres blanda por naturaleza con todos ellos. 

     —¿Qué me quieres decir? 

     —Pues que el padre te trata a patadas y la hija hace lo que ve de él. Y deja que los enanos crezcan, que ya te cogerán vieja sin ganas de pelear, y entonces habrás perdido tu juventud, madurez y vejez por una familia que ni las gracias te dan por levantarte cada día pensando en ellos. 

     ¿Desde cuándo Raquel piensa eso de mí? La conozco de sobra y eso no es algo que haya improvisado por culpa de la discusión sobre Silvia, parece un guión ensayado, y no por una sola vez. 

    Automáticamente miro el libro de la autoescuela, esa que jamás he pisado para ir a clases, los test que me he descargado de Internet y los apuntes que hago yo sola, sin saber si los hago bien o no. Todo está desparramado encima de mi cama de matrimonio porque ni un lugar propio tengo en la casa para poder estudiar en condiciones sin que nadie me moleste por una sola hora. Recuerdo la negativa de Guille a pagar mis clases, año tras año desde que nació Silvia, o las risas de ella el pasado verano cuando le dije que me sacaría el carnet antes de fin de año. 

     —¿Ah, pero sabes estudiar, mamá? —me dijo mi hija en una ocasión, que no creo que recuerde ya porque tenía quince años, y así fue cómo ella postergó mi decisión por otro año más. 

     Aunque me pese, me duela y esté a punto de tirar los apuntes por el balcón por haberme abierto los ojos de esta manera tan cruel, admito que Raquel tiene razón. 

     Yo solo quería superarme y hacer algo que me diera independencia, algo que además es para atender a mi familia, porque así puedo llevarlos a donde necesiten y obtener un ahorro doméstico en el bono metro. No es justo que a cambio solo reciba trabas a mi sueños, o risas desconfiadas por mi esfuerzo. 

     —Raquel, de verdad, insisto —digo con mi mejor tono materno, y espero que me haga caso o no tardaré en gritar—. El viernes iré yo al restaurante. No sé si valgo para servir mesas, pero de lo que puedes estar segura es que supero a tu cocinero con su lasaña o cualquier postre de chocolate. ¡Ah!, y te limpio los baños que  hasta puedes comer lo que quieras en ellos. 

    —No, por favor, cariño, ¡qué asco! —me interrumpe riendo—. Me conformo con que te vengas a decirles a todos lo que tienen que hacer. Te cedo el mando para que grites y te desahogues con ellos, que tu familia poco caso te hace. 

     No puedo hablar, la emoción me oprime el pecho, allí se me valorará más que en mi propia casa. 

    —Tamy, cielo, no llores. No quiero ahora que pienses que soy yo la que me aprovecho de ti… 

     —He tardado en verlo, ¿verdad? 

     Mi amiga calla al otro lado, la conozco tan bien que sé que tendrá los ojos cerrados, no puede mentir con ellos. 

     —Bueno, cariño, no es tu culpa. Guille ha sabido hacerlo muy bien, ni nosotras hemos podido decirte nada si no queríamos perderte. 

     —¿Crees que puedo veros nuestro día de chicas solo porque él no está? 

     —No, eso no, ni lo pienses. Nos vemos porque nadie podrá romper nunca nuestro vínculo. Además, ¿a dónde irías tú sin nosotras que somos las que guiamos tu camino? 

     —¿Y Alicia es de tu opinión? 

     —Uy, esa está de un agresivo últimamente que se ha puesto la primera de la fila para golpear a Guille si fuera necesario. Creo que descargará en él sus frustraciones con Fabio. 

     —¿Y tú?

     —Mi actitud te gustará mucho más. Si te pica el coño mi agenda de tíos está a tu disposición para que acaben con tus telarañas. 

     Me río a carcajadas de repente. No puedo olvidar tan fácilmente veinte años de relación nociva, no, pero estoy decidida a abrir la ventana y ventilarla para poder respirar. Que luego ya el amor que un día le tuve a Guille salga por ella es lo mejor que me puede pasar. 

     —Os quiero, Raquel. 

     —Y nosotras te queremos a ti, cariño —me dice ella también emocionada—. Y sí, aquí te estaré esperando el viernes para comer juntas en el baño si te apetece. Pero ponte guapa, estrena algo caro y que le den por culo a quien no lo aprecie. 

     Y de nuevo mi amiga me hace reír. 

     Voy a la carrera, de aquí para allá, seguro que me olvido algo. 

Maquillaje ✔️Ok

Mi cartera, mis llaves y mi móvil ✔️Ok. ✔️Ok ✔️OK.

Zapatos… ¿dónde lechugas están los… ? 

     —Toma, mamá, se te olvidaban —me dice Guille con mis zapatos de tacón en las manos —los dejaste en mi habitación. 

     —Gracias, mi tesoro. —Y beso su cabecita como despedida ya en la puerta, cuando estoy a punto de salir. 

    —De verdad, mamá, que ya te vale. Es que no me lo puedo creer. Al final es cierto que vas a la cena de Raquel y me dejas a cargo de estos dos enanos. —Silvia tiene a su hermana en brazos, a la que beso también en su frente. 

    —Pues ya ves, hija. Tú tienes que estudiar para tu examen, así que no vas a salir de casa. 

    —Es viernes, mamá —me dice como si no lo supiera. 

     —Y tienes un examen la semana que viene —le contesto yo como si ella tampoco supiera eso. 

     —Tengo ganas de que llegue mi padre el lunes, y entonces…

      —… Yo le diré que tienes ese examen, a ver si él te ayuda a estudiar. Claro, que el pobre mío con su poca cultura no sabrá nada de nutrición vegetal, cuando él lo que mejor hace es comer como un puto cerdo. 

      —Pero ¡mamá! 

     Lo sé, lo sé. Ni yo misma entiendo qué me pasa para hablar así de Guille. 

     Llevo tres días desde que la venda se me cayese de los ojos, viendo cada defecto de mi marido de estos veinte años. No me hace falta que él esté cerca para mostrármelos, ha sido tanto tiempo a su lado que no necesito ver cómo come, cómo duerme, cómo camina —ni siquiera como habla o ríe—, para darme cuenta de todo lo que le he soportado. 

     —¡Ni mamá, ni hostias, Silvia! —reviento con mi hija—. Esta noche te quedas al cuidado de tus hermanos porque tienes que estudiar. Y hasta que hagas ese examen, lo harás cada noche de esta semana. 

     —Deja que mi padre se entere de esto —me grita regresando al interior de la casa. 

     —¡Bien, pues no esperes a que llegue, queda más de una semana. Llámalo si quieres! 

     Me marcho sin mirar atrás, porque si algo tiene Silvia,  a pesar de ese pronto infantil que le da conmigo y el amor desmesurado por su padre, es el cariño que le tiene a sus hermanos. Estoy segura de que no les pasará nada y ella los atenderá como si lo hiciera yo misma. 

     

     —No te preocupes,  Tamara, lo harás muy bien. 

     Alicia al otro lado de la línea intenta darme ánimos. En realidad me hubiera venido bien tenerla junto a mí ahora, pero no pude convencerla de que viniera conmigo a ayudar a Raquel, a ella le gusta más estar al otro lado de la barra y que le sirvan. ¡No te jode, pues como a todo el mundo!, que todavía no sé qué hago yo aquí. 

     —¿Sabías que Raquel me ha obligado a  usar zapatos de tacón, a ir maquillada, a sonreír y a no hablar si no me preguntan antes? 

     Alicia se ríe. 

     —¡No!, ¿en serio?, pero ¡qué tirana! ¿Y te deja respirar? 

     —Anda, sí ríete, pero que sepas que no es fácil hacer todo eso cuando tienes una bandeja llena de copas en la mano. 

     —¿Y qué pensabas, que ibas a divertirte en esa cena? 

     —No, claro que no. 

     —Pues entonces no te quejes, porque eso es lo que haría tu hija, la consentida, y seguro que Guille se reiría al verte regresar derrotada. 

     —Odio que lleves la razón tú también —le digo pensando en los “ya te lo dije” que a Guille le gusta tanto recordarme. 

     —Oye, que de las dos aquí la que odia "por todo" soy yo. 

     —De las tres —puntualizo yo, riendo. 

     Ambas reímos justo cuando el encargado me llama para comenzar a servir, de Raquel no sé nada, se ha pasado estos días en el hospital con la que fue su suegra y lo hará también hoy. 

     —Deséame suerte. 

     —Vamos, campeona, que tú no la necesitas, que has parido tres veces sin epidural. 

     —Gracias, cariño, te llamo luego. 

    —Una última cosa, Tamy —me pide reteniendo la llamada cuando estaba por colgarle—. ¿Cómo es el tal Jesús? Lo digo porque podemos hacer que Raquel desista de esa estúpida idea de inseminarse sola y hacer que se enamore de él. 

     —¿Insinúas que nos metamos a casamenteras con Raquel? 

     —No, por Dios, eso suena fatal. Pongamos que haremos de hadas madrinas de su retoño y le daremos un papá. 

    Esa idea debería haber sido mía, que para algo soy la madre experimentada. 

     —Por mí perfecto, cuenta con ello, buscaré a Jesús y… 

     Oigo mi nombre otra vez y es cuando me despido de Alicia para salir al salón con mi primera bandeja de bebidas. 

     Allá que voy, puedo hacerlo. 

     Hasta que paso por delante de un hombre que mantiene la puerta abatible de la cocina abierta y no puedo hacer nada más que no sea quedarme mirando su sonrisa. 

     Ojalá que no se resbale nadie con mi baba, la que noto ya caer de mi boca al suelo. 

     —Hola, Tamara, ¿verdad? Mi nombre es Jesús, el encargado de esta noche. Cualquier duda, inconveniente o pregunta que tengas, házmela saber, estoy aquí para ayudarte, o Raquel me arrancará las pelotas. 

     ¡La madre que parió a este yogurin!, ¡pues no me han asaltado infinidad de dudas al oír eso de que me ayudará!, la primera y principal: ¿Follará tan increíblemente bien como dice Raquel y sabrá darme un orgasmo? 

     En cuanto a preguntas, no tengo ninguna que hacerle, se ve a leguas que está impresionante bajo esa camisa color tinto y ese pantalón de pinzas, negro. Se nota que está duro ahí debajo, de la camisa por supuesto, y tiene pinta de ser de los que también duran. 

     ¿Por qué solo veo sexo en su mirada azul de hielo?

     Eso sí, tengo un pequeño “pero” que ponerle a este hombre, o más bien, ponérmelo a mí: me comprometí a que fuera un desconocido. 

     Así que de pequeño nada, ese inconveniente alcanza el máximo en la escala de problemas que no quiero para mí cuando es el novio más reciente de Raquel. 


     Hace años que me enfrento al trabajo duro, no he llevado una casa con tres hijos de edades tan dispares, y con sus necesidades correspondientes, dominada por la vagancia o la pereza. 

     Pero servir el catering inicial de la fiesta y la posterior  cena en mesa durante cinco largas horas no se compara al día a día de mis hijos en veinte años, con sus duchas, sus estudios, e incluso sus enfermedades puntuales. He salido perdiendo hoy, de eso estoy segura, he acabado agotada porque ya no tengo la energía de los veinte. Mis hijos absorben la batería que mis años me dejan, por eso me tomo un descanso antes de irme, mis pies me lo agradecerán. 

     Siempre me gustó el acierto de Raquel con el mobiliario del restaurante, sus sillas cómodas sobre todo. De hecho, he de hablar con ella para que me regale una como pago por esta noche. Creo que voy a priorizar el descanso en mi vida, que le den por culo al dinero. 

    —¿Qué tal tu primera vez? 

    ¿Por qué pienso en sexo cuando este hombre me habla? 

     Entiendo que el maldito propósito de los cuarenta acapara gran parte de mi cerebro y no dejo de imaginarme satisfecha, pero me queda la otra mitad de masa gris, ¿no?, la que debe pensar más y gozar menos. 

     Creí que estaba sola en el salón, lo que no me esperaba era que Jesús estuviera a mi espalda. Él da la vuelta y se pone frente a mí. Perfecto, mi medio cerebro racional, el que aún le debe respeto a Guille y a Raquel, acaba de desconectar para dejarle el mando al otro medio, ese que ve en Jesús una gran tentación. Mi orgasmo. 

     Se está poniendo una chaqueta de cuero mientras hace malabares con el casco de la moto para que no se le caiga, dándole así un nuevo significado a las palabras morbo, lujuria y chorreo de mi antiguo diccionario. 

     —¿Se ha notado mucho que lo era? —pregunto nerviosa, y lo que menos quiero es que note mi rubor. 

     —Para nada, solo cuando no has salido corriendo como los demás al acabar. 

     Sonrío cuando veo que él lo hace. 

     —Normal, pobrecitos, ha sido agotador —le digo poniéndome en pie—. Y yo hubiera hecho igual que ellos de no haber estrenado hoy estos zapatos. 

     —También es por eso que se te notó, ¿cómo se te ocurre llevar ese tipo de calzado para un trabajo así? 

     —No lo sé, no te rías de mí —me quejo con ganas de que no me recrimine nada, o me pongo a llorar de verdad ya que no puedo matar a Raquel. 

     —Anda, ven, siéntate de nuevo —me pide él, aunque más bien me obliga a sentarme porque me ha acercado la silla que tanto me gusta. 

     Jesús no tarda en arrodillarse y en tomar uno de mis pies, que me descalza y se  lleva a su rodilla, para poder masajearlo bien. Con sus dedos toca cada punto dolorido de mi planta o acaricia cada lugar sensible de ella. 

     Esto no debe de ser real, su actitud me deja asombrada. 

     Y de inmediato caigo en lo cómoda que es la silla y que seguro que me he quedado dormida. 

     —¿Te gusta así? 

     —Sí —confieso sin pudor alguno, cerrando los ojos. Total, qué más da que se me escapen estos ruiditos de placer si es un sueño. 

     —O lo prefieres más fuerte. —Y lo hace sin esperar respuesta. Aprieta mi pie y me hace quejarme de gusto. 

     De sueño nada, que he gemido en voz alta. 

     Abro los ojos y me encuentro con los suyos pendientes de todos mis gestos, de mis labios entreabiertos, de mi garganta intentando tragar. El azul profundo de sus ojos me sumergen en un mar de deseo. 

     —Fuerte —repito pensando más bien en cómo me gusta el sexo. Creo que siempre me gustó así, pero nunca me atreví a pedírselo a Guille. 

     —Puedo hacerlo más lento... Así. —Sus dedos pulgares alcanzan, de manera delicada, una terminación nerviosa en mí que no sabía que tuviera conectada directamente con la entrepierna. O eso, o es cierto que ya sueño húmedo y todo con este hombre. 

     —Como prefieras. 

     Jesús tiene que ser bueno con cualquiera de las dos intensidades si mueve sus dedos así. 

     Me he  perdido. Con tan solo un masaje de pies entrego mi voluntad a un desconocido, bueno, no tanto si tengo en cuenta que es el novio de Raquel. ¿Qué será lo próximo?, ¿permitirle al siguiente que conozca que me coma la boca, a ver si así me relajo del todo? Pero ¡qué poco aguante tengo! 

     —Eres preciosa, Raquel no me dijo cuánto. 

     —¿Qué? —Con esas palabras Jesús ha conseguido traerme de nuevo a la realidad. Su aventura con Raquel. 

     La hostia que me he pegado ha dolido, no lo niego. 

     —Perdona, siento si te he dicho algo que te haya molestado —se disculpa avergonzado. 

     —No, no es eso —le digo yo retirando el pie de su pierna. Me levanto y busco, sin hayarlo, mi zapato. 

     —Aquí lo tienes. 

     Y sonrío al recuperarlo de su mano. La noche finaliza como comenzó. Infeliz cenicienta. 

     Pero me parece a mí que lo que se ha iniciado entre Jesús y yo no se acaba tan fácilmente como ponerme el zapato y salir corriendo. 

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