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21.

Alicia me ha llamado preocupada por Raquel. Crisis triangular lo llamo yo siempre que una de nosotras necesita a las otras dos. 

     Al parecer nuestra amiga se ha presentado en su casa a las diez de la noche. Ya van dos horas que ni llora, ni habla. Y tampoco la oyen insultar a nadie, y eso que por lo visto Fabio está de lo más gracioso mientras aprovecha para pincharla.  Pero nada, no consigue hacer sangre en ella. 

     He tenido que posponer mi cita con Jesús, la que al fin queríamos que fuera “normal” a nuestra edad, ya sabes, de noche y no de día, una cena y no un desayuno, una copa de vino en vez de palomitas en el cine. 

     En definitiva, una cita mucho más confortable para mi espalda, la misma que hubiera acabado con nosotros en una cama sin necesidad de improvisar en el suelo o en el coche de Raquel. Quizás no tenga que decírselo nunca, pero me alegro de que el teléfono sonase cuando estábamos con sus amigos. 

     —Dejad de pelearnos, o este señor nos echará de su taxi —les digo a mis hijos que están discutiendo demasiado despabilados para haberlos sacado de la cama ahora. 

     Lo siento, los traigo hasta con sus pijamas puestos, no sé cuánto tiempo nos costará a Alicia y a mí recuperar el equilibrio de Raquel y no quise que mi hermana siguiera a cargo de ellos si mi cita ya se suspendió. Sí, Silvia también salió por ser viernes y no podía contar con ella. 

     —Ey, chicos, si dejáis de pegaros ahora puedo enseñaros cómo molestar al otro sin que se entere vuestra madre. 

     Miro a Jesús mientras él ha metido la cabeza entre los dos asientos para hablarnos aquí detrás. No ha dicho eso, ¿verdad? 

     —¿Y le va a doler?

     Sí que lo dijo si mi hijo planea lastimar a su hermana 

     —¡Guillermo!, no hables así de Alicia. 

     —Supongo, pero ella te lo devolverá con lo que le enseñe también. 

     —¡Jesús! 

    El tercer crío del coche se ríe a carcajadas, lo que hace que mis hijos rían con él. 

     —Tenías razón, tío, has conseguido que se enfade más contigo que con nosotros —le dice Guille, y choca la mano que Jesús le ofrece por detrás del asiento.

     En cuanto llegamos a casa de Alicia los niños salen del coche y corren a llamar a la puerta, creen que vienen a jugar. 

     —¿Cuándo has hablado con Guille de semejante estrategia? —le pregunto ya a solas cuando el Uber se va. 

     —Ayer, cuando te llamaron del despacho del director, estaba castigado en el patio y lo vi por la alambrada, asustado. Le dije que yo te cabrearía más para que olvidaras su expulsión. 

     No me puedo creer que en menos de una semana mi hijo hable más con él que con su padre o conmigo. Por una parte me duele no haber conseguido yo eso de él, por otra, creo que trata de hacerme feliz hablando con mi “amigo”. 

     —Recuérdame que te gratifique también las charlas de psicólogo con mis hijos, presiento que tras lo ocurrido con su padre, lo de ayer del colegio no será la última vez —le digo cogiéndolo por el cuello de la camiseta y besándolo. Olvidado queda también que hace unos minutos en aquella discoteca no estuve del todo a gusto con él y sus amigos. 

     —Eres un crack, chaval. Tamy está coladita. 

     —Ya veo que Alicia se quedaba corta —digo interrumpiendo nuestro beso, bueno, el que ya interrumpió Fabio con su estúpido comentario. 

     Él espera riendo a que entremos en su casa, yo lo hago primero con tremendo pisotón del tacón. 

     ¡Ea! Ahí lo dejo para que se ría de verdad. 

     —Tu marido es tonto —le digo a Alicia mientras ya arropa a mi hija en el sofá para que duerma y le da a Guille la play de Fabio—. ¿Y a esta qué le pasa hoy? 

     Raquel está sentada en el sofá, juega con Mateo y ni me ha mirado. 

       —Ni idea, llegó, me quitó al niño de los brazos y ahí lleva casi dos horas, dándole besos y jugando con él. 

     —¿Tenías a Mateo en brazos? 

     —Sí. 

     —¿Y no has hiperventilado ni nada parecido? 

      —Te conté que podía hacerlo ya, ¿no me escuchaste? —pregunta indignada. 

     —Ah, sí, es verdad. Perdona. 

     —Jesús absorbe demasiado tu atención, Tamy. 

     —Y lo que no es mi atención —le digo con un guiño.

     Mi amiga pone los ojos en blanco y se sienta junto a Raquel, la que sigue sin darse cuenta de que he entrado por la puerta. 

     —Rápido, salid, Jesús acaba de golpear a Diego otra vez. 

     —¿Qué? —grito horrorizada. 

     —Fabio, cariño, no lo intentes más, no sabes gastar bromas. Solo yo entiendo tu extraño sentido del humor. 

     Fabio tuerce la boca y levanta una ceja. Ese gesto es de prepotencia. ¡No miente! 

     —Es verdad, Alicia —le digo a ella cuando salgo corriendo para la calle. 

     Mis amigos me alcanzan en la puerta principal. Alicia empuja a su marido para que se meta entre los dos idiotas que pelean como si fueran mis hijos pequeños, rodando por el jardín. Nosotras aguardamos en el porche. 

     —Ese crío tiene mucha testosterona acumulada, Tamy, tendrás que exprimirlo si no quieres que un día de estos Diego te lo desgracie —dice riendo. 

     —¿Estás segura de eso? —pregunto riendo igual mientras somos testigos de la pelea, y es que Diego está gritando que alguien le ponga un bozal al niñato—. Por cierto, Fabio podría meterse para separarlos, ¿no crees? 

     —Mi marido es inteligente, y además está entrenado para intervenir cuando las situaciones se salen de control. Para evitar la chispa ya está la brigada preventiva. 

     —Serás mamona.

     Y las dos nos reímos a carcajadas sin reparar en que Raquel está a nuestro lado, todavía con Mateo en brazos. 

     —No le veo la puta gracia. Y como Jesús le haga daño esta vez, te juro que lo despido —me dice más concretamente a mí. 

     —Vaya, ¿y qué ha cambiado de repente para que el capullodemierdaegocentricoquesolopiensaenél obtenga tu lástima? —pregunto sin dar crédito a sus palabras. 

     —¿Lástima? ¿Por qué lástima? Puede tratarse solo de amor, ¿tan difícil es de entender? 

     —Tranquila, Raquel —le pide Alicia de intermediaria. 

     La cara de Raquel ha cambiado por completo, de la indiferencia ha pasado al asombro y de este a la incredulidad, y ya no le da tiempo a más porque Diego ha terminado de pelear con Jesús y la mira fijamente. La mirada de su ex recae en Mateo y es cuando se atreve a hablar. 

     —Siento haber venido. No volveré a insistir. Lo siento. 

     —Diego, espera. 

     Raquel le devuelve a Alicia su hijo, la que no deja de sorprenderme a mí con esas mañas que se da para no dejarlo caer, no hacer que llore y encima conseguir que cierre los ojitos para dormir de una vez. 

     —Dejad de mirarlos y entremos a casa —propone Fabio cuando todos estamos pendiente de Raquel y de Diego, que hablan junto a su coche. 

     Me parece bien, creo que Jesús debe contarnos qué le ha hecho tomar ese impulso contra Diego. 

     —Solo defendí a Raquel, ¡ay! —se queja Jesús. 

     Tras observarlo y descartar heridas complicadas en su rostro, paso a vendarle los nudillos de la mano derecha, menos mal que él me ha confirmado que le dio al suelo cuando buscaba estamparlos en la cara a Diego. 

     —Tamy, tenemos que hablar —me dice más calmado—. No creas que se me ha olvidado lo que pasó en la pub con mis amigos. La llamada de Alicia nos interrumpió. 

     Levanto la vista, él me mira esperando una reacción. 

     —Acabo de acostar a los niños, no creo que sea el lugar ni el momento para hablar de eso. 

     Seguimos en casa de Alicia y Fabio, los que nos han hecho el favor para que nuestra noche no acabase tan pronto. Así podremos pasarla juntos en la habitación de la buhardilla. 

     —Y mañana será otra cosa la que te impida decirme qué te pasó para que tuvieras esa cara cuando regresé del baño. 

     Ni mi propio marido, todos estos años a mi lado, ha llegado a conocerme como Jesús en un mes. 

     Tiene razón, lo que dijeron sus amigos cuando creían que no les oía me cambió la cara por completo.

     —Antes respóndeme a una cosa, ¿por qué te gustan las mujeres mayores que tú? —pregunto porque no puedo olvidar a sus amigos. 

     —¿Qué pregunta es esa, Tamy? 

     —Una muy sencilla. 

     —¿Y tienes que hacerla con esa expresión de pena? 

     —La que me provoca esta situación entre nosotros. Y no me des rodeos para evitarla, por favor. 

      —No es lo que hago, solo me ha sorprendido que la conversación del bar nos lleve a esto.  

     —Pues no te importará decirme entonces por qué te gustan la mujeres mayores que tú. 

     —No, claro que no. Me gustan las mujeres y ya, y no les pregunto por sus carnets de identidad. ¿Que hubiera preferido que tú tuvieras diez años menos?, pues sí, no te lo voy a negar, así no estarías intoxicada de tantas inseguridades. Pero también preferiría tener yo los cuarenta, porque de esa manera no me tratarías como a uno de tus hijos y me tomarías más en serio —dice levantándose. 

     —Irte en mitad de una conversación no dice mucho de tu madurez. 

     —Alguno de cuarenta no hablaría siquiera y ya te habría mandado a la mierda. 

     El impacto de sus palabras duelen más que cualquier golpe, y él lo sabe cuando me ve esa cara que parece conocer tan bien. 

     —Joder, no es lo que he querido decir. —Jesús busca mi perdón echando mano de mi brazo, el que le retiro por instinto. 

    —¿Por qué? Si es lo que piensas, ¿no? —digo temblando de miedo por su reacción. 

    —No. Es lo que estabas buscando que te dijera, que me aburro contigo y que termino con esto. 

     —¡Pues sí!, ¡tú lo has dicho! Son muchos años de inseguridades que no puedo hacer que desaparezcan en un solo mes, ¡entiéndeme! 

    —Pero déjame intentarlo, no me eches de tu vida tan pronto. 

     Jesús da el paso que yo necesito que dé, el que le acerca a mí para acariciarme la cara. Lo hace con su mano herida, y es la venda la que me roza la mejilla. Yo me dejo acariciar antes de aceptar su beso. 

     Su boca me busca con urgencia, sus labios son los que encuentran mi deseo. Mucho ritmo, mucha lengua, muchos gemidos. Un beso que se convierte en una entrega mutua que elimina el dolor que hemos sentido, yo, por sus palabras de enfado, él por mi propio rechazo.  Hasta dar con la excitación del otro en un juego de caricias destinado a desnudarnos.

     —Déjame romper tus barreras, Tamy, déjame llegar a ti —me pide mientras hace  caer mi vestido y braguitas al suelo, cuando yo le saco su camiseta por la cabeza para arrojarla lejos. 

     Tiemblo de nuevo, pero esta vez es distinto por estar en sus brazos. La piel se me eriza y mi corazón se descontrola. Una respuesta fulminante de mi cuerpo que yo me muero por verbalizar. 

     —Sí —exhalo en un gemido cuando siento sus dedos tocar los vellos de mi pubis, los que perezosamente alcanzan mi abertura. 

     —Déjame sanar tus heridas, para que vuelvas a sentirte viva. 

     Jesús no espera respuesta de mi parte y se adentra en mí con ellos, con una penetración pausada que extrae mi nuevo jadeo. Mi nuevo sí a su petición. 

     —Sí. 

     —Déjame pertenecerte. 

     De las miles de palabras que pudo elegir Jesús, el verbo pertenecer es el que menos he utilizado en mi vida, del que poco entiendo. 

     Nunca sentí que nada me perteneciera, ni mi tiempo, ni mi espacio, ni siquiera mi persona, y mucho menos que yo fuera lo suficientemente buena para que algo pudiese ser mío. ¿Mis hijos? Ojalá pudiera decir que lo son. Su padre ya se encargó de hacerlos iguales a él para que no me valorasen. 

     Por eso considero que las caricias que Jesús me regala hoy son un anticipo de él, de lo que seré a su lado. Todo a medias, nada de egoísmo. 

     —Solo si yo puedo corresponderte. 

     El hombre que quiere ser mío  a como dé lugar, sonríe sin ocultar su alegría, no hay mejor inyección de moral que esa para intentarlo, para dejar que me quieran a cambio. 

     Aprovechando sus risas y el momento de diversión, le echo sobre la cama hasta que rebota en ella. Jesús, lejos de sentirse intimidado, me mira a la espera de lo que haré con él. 

     —¿Te portarás mal conmigo? 

     —¿Eso quieres? —le pregunto de manera traviesa, ya estoy desabrochando su pantalón, ya espero a que él se lo quite.

     Libre de ropa Jesús es más increíble aún, tiene esa costumbre tan sexi de quitarse el vello de sus piernas que hace que quiera lamerlas por completo. 

     Me acerco a besarlo y dejo caer mi cuerpo sobre el suyo, y el roce de ambos nos hace estremecer. 

     Jesús levanta mi barbilla para poder mirarme bien a los ojos y debido a eso, una de mis barreras cae. 

     Me estoy enamorando de Jesús. 

     

     Entramos en casa ya al medio día, Jesús se empeñó en incluir a los niños en nuestra nueva cita de desayuno y no pude negarme, quiero estar con él todo el tiempo que me sea posible, pero sin dejar desatendidos a mis hijos. Hoy ya no nos veremos, es sábado y estará a cargo del restaurante todo el fin de semana en vista de que Raquel desapareció anoche con Diego y todavía no sabemos de su posible reconciliación o no. 

     —¿Se puede saber dónde estabais? 

     Silvia sale al pasillo en cuanto cierro la puerta. 

     —En casa de Alicia —respondo dejando las llaves sobre la mesa del salón con mi chaqueta. Necesito quitarle a la peque su abrigo. Mis hijos siguen con sus pijamas de anoche y ya es hora de quitárselos. 

     —¿Sabes lo que ha sido llegar esta mañana y no veros aquí, mamá? 

     —Perdona, cariño, tía Raquel tuvo un problema y yo tenía que estar ahí. 

     —¿Y Jesús también ha ido a verla para darle su apoyo, como hizo contigo? —pregunta de repente con un tono agrio de voz que no identifico en ella, pero que sí lo hago en el cabrón de su padre. 

     Estoy en cuclillas atendiendo a mi hija pequeña y giro la cabeza hacia mi hija mayor que me observa enfadada. 

     La palabra clave en todo este rollo que te cuento es “mayor”, Silvia es ya una mujer de veintidós años y aun siendo mi hija puedo advertir sus celos femeninos, lo que no adivino del todo es si su cara de asco es porque soy su madre o una mujer de cuarenta años. O ambas cosas, porque soy ambas. 

     —¿No vas a decirme nada? —me pregunta ansiosa de mi respuesta. 

     Me levanto del suelo y obligo a Alicia a que vaya a su dormitorio a cambiarse. Con Guille no he podido, él se sitúa a mi lado demasiado metido en su papel de caballero protector. Mi niño, lo amo, y creo que desde ya odio a la pareja que escoja de vida y que lo separará de mí. 

     —Jesús ha estado también en casa de Alicia, sí. 

     Miedo le tenía a Guille. 

     Miedo tenía de no ser la madre que se esperaba de mí, cada día. 

     Miedo tenía a vivir usurpando una felicidad que no me correspondía. 

     Pero miedo como mujer independiente, válida y luchadora, y que además esta noche me he descubierto enamorada, ya no tengo. Nunca más lo tendré. 

     Y como si su padre la hubiese poseído y fuese el que está delante de mí, Silvia barre con su mano todo lo que hay encima de la mesa, que no es otra cosa que el llavero que me regaló Jesús y que acaba rompiéndose. 

     —¡Te dije cuánto me gustaba! ¡Te conté cómo me hacía sentir! 

     Su grito hace que mi hijo se oculte en mi espalda, no, no pasará nunca más. 

     —¡No sabía que era Jesús, jamás dijiste su nombre! —le grito en igualdad de condiciones. 

     —¡Yo lo amo! 

     —¿Lo amas?, ¡si él jamás lo supo! —O al menos eso me ha dicho Jesús a mí. 

     —Ya, pero ¿cómo has podido hacerme esto?, ¿cómo se lo has hecho siquiera a mi padre? 

     —Así que se trata también de tu padre, ¿no? Yo no tengo que justificar nada con él. 

     —¿Que no? ¿Y cuándo pensabas decir que te lo tiras?, ¿cuando yo os hubiese pillado en la cama de mi padre? 

      —Esa cama pronto dejará de ser suya. —Se acabaron los gritos, ya no quiero discutir más. 

     Me vuelvo a ver a Guille que sigue escondido, asustado por tanto grito. Y en esas estoy, calmando a mi hijo, cuando Silvia me agarra del brazo para que la mire de nuevo. Mi hijo entiende que va a agredirme y empieza a pegarle a su hermana

     —Mira lo que has conseguido, mamá, ¡romper esta familia! —grita ella en su defensa. 

    Separo a mis hijos y soy yo la que sostiene ahora por los brazos a Silvia para que me mantenga la vista. 

    —Esta familia nunca existió. ¡Yo no era más que vuestra puta criada!, ¡la que tu padre preñaba cada diez años para mantenerme ocupada con sus crías! 

     —No te reconozco, mamá —confiesa mi hija de lo más triste, ha bajado incluso el tono de voz y ha roto en llanto. 

    No quiero pensar que la pierdo, no puedo cimentar una relación con Jesús sobre los escombros de la que pueda romperse con mi hija. 

     Me aparto de ella, lo que menos quiero es herirla más. 

     —Yo tampoco sé ya quién soy, Silvia, si la mujer desgraciada que te hace feliz a ti, o la que su felicidad te hace llorar. Pero ten claro que soy tu madre y nunca querré hacerte daño. 

     —Es Jesús, mamá, ¡Jesús! —Y mi dulce niña muta de nuevo en un monstruo alimentado de celos—. ¿No había otro?, ¿uno más de tu edad?  

    —No me ataques por ahí, Silvia.

    —¡No sé qué vio en ti! ¡Se estará divirtiendo contigo! 

     —No voy a sentir vergüenza por mi edad cuando él no lo hace. 

     Silvia coge sus cosas y se dirige a la puerta. 

     —Dale tiempo. Ahora estará encoñado con la vieja sin ataduras de parejas. Pero ahí estaré yo el día que él abra los ojos y se arrepienta, y no creas que será para secar tus lágrimas. 

     Bien, no he tenido que comerme la cabeza para ver cómo se lo hubiera dicho sin lastimarla, ella misma da por zanjada nuestra relación.  Crees que es ella, pero la que sale más herida de esto, de las dos, soy yo. 

    

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