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18.



—¿Estás segura de que podré irme sin lamentar nada, madrina? 

     —Mira, Silvia, cariño, no te lo vuelvo a repetir. Es nuestra noche de chicas y te doy doscientos euros para que salgas por esa puerta ahora mismo a quemarlos, para que nosotras podamos poner verde a tu padre, a gusto. 

    —Con doscientos pavos, no regreso en toda la noche, que conste. 

     —¡Te quieres ir ya, joder! 

     Raquel sigue enfadada con Diego, y como mi hija no se marche antes de que llegue Jesús aquí va a haber sangre, más concretamente la suya cuando vea a su madrina besarlo y ese beso abra una herida en su pecho de enamorada. Ya me lo dijo al llegar: A tu hija hay que abrirle los ojos antes de que se pegue la hostia. O lo haces tú, o lo hago yo. No tengo problema en besarlo y así me la cargo. 

     Y no estoy de acuerdo en herirla de esa manera. 

     Me ha dado por equilibrar mis posibilidades y soy consciente de que la balanza no me favorece en ninguna de ellas. No quiero perder a mi hija, pero tampoco quiero perder lo que comienzo a tener con Jesús.  

     —Has sido muy bruta con la niña —le recrimino saliendo de la cocina con nuestras bebidas. Su vino blanco, mi té helado y el agua de Alicia, quien dice ahora estar a dieta estricta. 

     Yo más bien creo que mi amiga atraviesa un proceso de limpieza del karma, que diría Raquel: ella no se estimula con alcohol para que así no piense estupideces de su marido, y todo acaba por  fluir bien entre ellos. 

     —Tu hija no entiende de otra manera, una cagada más de Guille como padre —recalca con asco—, la educó a base de gritos y órdenes. 

     —Raquel tiene razón —matiza Alicia—, no has conseguido nada con ser una madre amiga de tus hijos porque tu marido te menosprecia delante de ellos. 

     —Por eso mañana mismo pongo la demanda de divorcio y la denuncia. Ese no pisa esta casa nunca más. 

     Los aplausos y vítores me animan, incluso los silbidos de Raquel me gustan. Pero no los necesito ya, estaba decidida desde que aprobé el examen el viernes, antes incluso de su agresión. 

     —Veinticuatro días y llevamos uno de tres, esto de los despropósitos funciona mejor ahora —celebra Alicia brindando con su botella de agua. 

     Mi amiga no es consciente, pero ella está a punto de conseguirlo también. Me ha contado que pronto irá a comprar ropita para Mateo, está imparable y dispuesta ya a disfrutar sus diez semanas de baja con él y su marido. 

     —A este paso celebramos tus cuarenta por todo lo alto, y sin ibuprofeno al día siguiente ni silicona todavía en las tetas —digo para pincharla un poco, esa cara que pone cuando le decimos vieja me da la vida. 

     Pero ella no me discute esta vez, mueve su cabeza hacia Raquel para señalarme su gesto triste. 

     —Lo siento, Raquel —me disculpo con ella—, pero Diego es un capullodemierdaegocentricoquesolopiensaenél y no deberías dedicarle un segundo más de tus energías a ese despropósito de recuperarlo. 

     —¿Ni siquiera porque me acaba de decir que me ama?, ¿que no me olvida y que nunca será tan feliz como conmigo? 

     —Eso duele más, cariño, pero te hará fuerte. 

     —Exacto. Así mucho menos debes insistir. Que te demuestre todo lo que te ha dicho. Queremos los detalles de su huida, que ha tenido tres años para explicarte y jamás lo hizo por cobarde. 

     Ambas miramos a Alicia, parece que no solo su matrimonio fluye bien sin alcohol, su astucia también. 

     —¿Tenemos que darle las gracias a Fabio?, estás de buen humor desde que has vuelto a tener conversación y sexo con él —digo riendo. 

     —Pues como tú, cariño, que hasta aquí hueles a vicio desde que te corriste con Jesús —contesta ella haciendo que escupa mi té por la sorpresa de su comentario—. Y en mi casa, ¿te lo puedes creer? —le dice a Raquel, la que se descojona con ella. 

     —¿Y qué piensas hacer cuando llegue el machote?, ¿le hablarás de lo que siente Silvia por él? —me pregunta Raquel. Y con eso despierta de nuevo un temor que desde ayer no logro evadir, no solo temo perder a mi hija, sino perderlo a él. 

     —Puedo hacerlo en otro momento, ¿no?, cuando se marche, por ejemplo. 

     —Di que sí, amiga, te lo debes, no te estropees la noche antes de empezarla —Raquel me abraza contenta por mí. 

      —Ya te digo, cielo, aunque veinte años sin orgasmos no se recuperan en una noche. Déjale respirar. 

      Y de nuevo Alicia habla, arrancando esta vez mi risa y la de Raquel. 

     

     Tengo un piso de ochenta metros cuadrados, no permite que las visitas se reciban por separado, así que Jesús ha tenido que saludar a las chicas al entrar por el salón. 

     La situación es incómoda para los cuatro:

     Por él porque está viendo a su jefa/“exrrollo” y a la felizmente casada que le hace recordar que yo lo estoy también. 

     Por ellas porque Jesús no deja de ser el encargado de hacerme resurgir y no se fían del todo que vaya a lograrlo con mi hija de por medio. 

     Por mí, que he de hacer las presentaciones. 

      —Chicas, esto… Jesús y yo tenemos que hablar… 

     —Nosotras nos vamos, Tamy —dice Alicia agarrando el brazo de Raquel para que se levante del sofá. 

     —¿Qué, por qué? Yo quiero verlos besarse, no he podido hasta ahora por el estúpido de Diego. 

     —Fabio me espera, Raquel, y Mateo está a punto de dormir. Aquí ya no pinto nada. 

     —Pues yo no tengo a nadie que me espere desde que este prefiere tirarse a Tamara. 

     Miro a Jesús, cuyo rostro ha enrojecido por el comentario de Raquel, se ve muy lindo con esa actitud inocente que poco tiene que ver con él cuando estamos a solas. Que me guste tanto hace más lastimoso el recuerdo de Silvia con sus ojitos soñadores. 

     —Lleva el coche a donde Joaquín. 

     —Prefiero la anaconda del 24/7.

     —La madre que te parió, fóllate al que quieras, pero de aquí nos vamos ya. 

     La última frase de Alicia no admite réplica, Raquel la sigue si no quiere perder el brazo, nosotros miramos callados la puerta cerrada tras ellas. 

     —¿Son siempre así? 

     —Pueden ser peor. 

     Jesús se ríe y a continuación me besa. 

     Acaricia mis mejillas al tiempo que rompe con su lengua cualquier barrera que yo quisiera poner entre nosotros. Mal hecho, seguimos en el salón de mi casa, y yo no vivo sola como pudiera hacerlo una mujer de su edad a la que frecuenta de noche. 

     Guille está mirándonos, con su hermana pequeña cogida de la mano. 

     —Cariño, ¿por qué no estáis en la cama? 

     —Alicia tenía pesadillas. 

     Cojo a mi niña en brazos y emprendo el camino de regreso a su habitación, ella me pide ir a mi cama como cada noche que su padre no está. Mierda, Junior no nos sigue, se quedó en el salón. 

     Cuando vuelvo puedo ver a mi hombrecito batiéndose en miradas con Jesús. 

     —Es mi madre —dice a Jesús. 

     —Lo sé. 

     —Y ella no está sola. 

     —Lo sé —vuelve a responder él sonriendo. 

     —Con mi padre no puedo, pero a ti te mato. 

     —¡Guillermo! 

     Pero bueno, ¿cuándo ha crecido mi hijo de esa manera? Solo son doce años, pero me parece ver en él a un adulto dispuesto a todo. 

     Dejo a Alicia en el suelo y me arrodillo a la altura de mi hijo para mirar su rostro serio.

     —Guille, cariño, ¿que manera es esa de hablar? 

     —Te estaba haciendo daño —se defiende él mientras cree defenderme a mí. 

      —No, cariño, Jesús es un amigo, él solo me abrazaba, no es nada malo. Estoy bien. 

     —Papá nunca te abrazó así. 

     —Porque papá prefiere abrazaros a ti y a tus hermanas. 

     No sé cómo tengo ganas de sacar la cara por Guille con sus hijos, todavía. Bueno, sí lo sé, yo soy la madre que los parió, la que quiere la felicidad de ellos, y si esa es idolatrar a su puñetero padre, lo haré. 

     —Te quiero, mamá. —Y mi gran hombre me abraza como no ha hecho hasta ahora. 

     Maldito sea Guille, maldita sea su enseñanza. Mi hijo lamenta a su escasa edad no poder haber hecho más por mí o por la estabilidad de la relación de sus padres, y precisamente a esa edad no le corresponde cargar con semejante responsabilidad. 

     —Ahora vuelve a la cama, no ocurre nada que tengas que “proteger”, mi vida, yo estaré bien. 

     Mi hijo toma a su hermana de la mano, la que se niega a irse de vuelta al dormitorio sin mí. Yo la cojo en brazos y enseguida ella, muerta de sueño, deja caer su cabecita en mi hombro. 

     Jesús ha estado callado todo el tiempo, de hecho casi me olvido de él si no es por su cercanía en este momento, mi cuerpo lo reconoce en su extrema sensibilidad. 

     —No debí venir si estaban ellos —dice a mi lado. 

     Jesús busca mi mirada, la que sigue pendiente de mí hijo que se aleja hacia su habitación. 

     —Siempre lo estarán. —Y no puedo agradecer más a mi niño que haya intervenido en este preciso momento para hacer que me sincere con Jesús, acabaré por hablarle de Silvia también—. Quizás no podamos compatibilizar en eso. 

     —Yo me refería a esta noche en concreto, Tamy. 

     Me giro a mirarlo. 

     —Pues yo me refiero a los próximos veinte años de mi vida en particular, ¿crees que seré imparcial cuando ellos opinen de ti? 

     Y aquí es que me acuerdo de Silvia, duele saber que haga lo que haga voy a hacer daño a alguno de los dos. 

     —Tamy… —Quiere agarrarme del brazo, pero yo lo evito poniendo el cuerpo de mi peque por delante, y si él se ha dado cuenta, no me lo reprocha. 

     —Esta es mi realidad, Jesús, ya lo dijo mi hijo, no estoy sola. El paquete es indivisible. 

     Y menos mal que mi última barriga quedó en un susto. 

     —¿En algún momento he dicho que quiero que lo estés?, ¿he hecho algo, desde que lo sé, que se malinterprete como tal? No, ¿verdad? Déjame adaptarme, Tamy, solo es eso. Necesito tiempo, no puedo enamorarme de la madre cuando aún estoy conociendo a la mujer. 

     —¿Y hasta que lo hagas crees que yo puedo dejar de ser madre? 

     —Hasta ahora no te lo he pedido y nunca lo haría, tienes que empezar a verme diferente a tu marido. 

     —Sé que lo eres, Jesús, y ese es mi temor, enamorarme yo de ti con la cola que arrastro. 

     Jesús se acerca y me besa en la frente, es lógico que tras la pillada y posterior amenaza de Guille quiera mantener distancias con la mujer que soy. Pero se acerca demasiado a la madre que hay en mí cuando repite el beso ahora en la cabecita de Alicia. 

     —Mañana tendrán colegio. 

     —Suele ocurrir los lunes, sí —digo sonriendo. 

     A este hombre no hay quien lo espante y con cada gesto que tiene conmigo me gusta más. 

     Jesús sonríe con picardía, se le ve maquinando su propio plan. 

     —Y tú estarás en el salón trabajando. 

     —Sí, también es habitual que trabaje los lunes. —Con sonrisas como la suya, que no pretenda que yo deje de sonreír. 

     —Yo los lunes imparto clases de informática a domicilio antes de ir al restaurante. 

     —¿Ah, sí? —pregunto no demasiado en serio. 

     —Sí, y tengo una oferta muy buena para  principiantes en su primera semana. 

     —¿Cuál? Quizás me interese —Parece que contemplo posibilidades, pero lo que hago es seguir el juego de seducción que se ha iniciado entre nosotros, me atrae más que aprender de ordenadores.

     Jesús se acerca esta vez sin importarle  que tenga a Alicia en brazos o que Guille pueda aparecer por el pasillo, y me dice al oído, con un susurro que me hace estremecer:

     —Una hora de teoría por dos de prácticas, ¿qué me dices? Tienes mucho tiempo que recuperar, cariño.      

     —A las diez —contesto con un leve gemido que él se ha tragado al besarme. 

      El miércoles continuamos todavía con nuestras clases de informática, tú puedes llamarlo comienzo de relación o proceso para conocer al otro,  como quieras. Y es obvio que para ello hemos necesitado adaptar nuestros encuentros al tiempo libre que me dejan los niños, por eso se reducen a un par de desayunos juntos, un paseo por el parque y una sesión de cine matinal, claro que aprovechando que también necesito clases de conducir nos hemos alejado un poco de la ciudad con el  coche de Raquel, que luego nadie nos observara en el interior lo hacía más excitante. 

     Las conversaciones entre ambos han ido encaminadas a conocer nuestros pasados, con la vista puesta en nuestros futuro, uno que él todavía no ve más allá del restaurante y terminar la carrera de arquitectura, uno que yo no quiero ver más allá del regreso de Guille. 

     Y Silvia ha estado en ambos proyectos de futuro, como su compañera de trabajo que es, como mi hija que será siempre. Solo me queda hablar con ella de ese futuro que Jesús y yo queremos comenzar. 

     —Quiero hacerte un regalo. 

     —Como alumna tuya he de ser yo quien te recompense, ¿no crees? —comento con sonrisa traviesa. 

     —Me gusta tu propuesta de desnudarme y comerte mi cuerpo —dice así, sin más, como si yo no me pusiera cachonda al imaginarme hacerlo—, pero me veo obligado a posponerla porque esto es algo que no puede esperar. Cierra los ojos, 

     Jesús se levanta del suelo, donde estudiábamos con su portátil, busca algo en el bolsillo de su chaqueta de cuero colgada en el primer sillón de la entrada. Estamos solos, esta mañana he tenido que poner el cartel de cerrado en el salón, pero no me importa la pérdida de ingresos de hoy, me lo debía a mí misma. 

      Han sido tres días intensos de aprendizaje y puedo decir que tras abrirme tres perfiles en varias redes sociales ya podré subir fotos de los peinados, hacer post con las promociones de corte y hasta promover sorteos y regalos. Con mi nuevo correo electrónico haré también mis compras en las distintas webs del gremio. 

      —No es nada original, pero sí lo vi muy necesario. No te rías, y cierra los ojos —insiste sonriendo. 

     Jesús está de nuevo arrodillado junto a mí. ¿Cómo voy a reírme si lo que tengo son ganas de llorar? 

     No he recibido un regalo sincero desde que Silvia hacía sus manualidades en primaria, siempre tuve que comprarme yo todo, cuando había ahorros, claro. Porque Guille decía no tener tiempo de pensar en tonterías mías, y claro, educó así a sus hijos: mamá no necesita nada. 

    Siento cómo Jesús coge mi mano derecha y pone en ella algo. Frío, metálico. 

     —Ya puedes abrir los ojos. 

     Me cuesta identificar la utilidad de esa letra J hasta que recuerdo que en un mes tendré el examen práctico de conducir y que ojalá pueda comprarme un coche de segunda mano. 

     —Es mi llavero de la moto, quiero que sea el tuyo ahora. Vas a necesitar uno para la llave del coche. 

    El regalo puede parecer básico, pero tiene su trasfondo. Jesús confía ciegamente en que obtendré el permiso de conducir, no ve en mí a una mujer inútil, o en su defecto torpe, sino una mujer segura de sí misma, de coraje y decidida. Justo lo que era hace veinte años, y eso hace que lamente no tenerlos ahora. 

     —No te gusta… 

     —¿Bromeas? Es lo más bonito que he recibido nunca, a parte de las primeras ecografías de mis hijos, claro —comento sonriendo

     —Bueno, el que me conoce dice que a veces trato a mi moto como lo haría con un hijo, ¿te vale con eso? —pregunta riendo ya. 

     —Me vale que me hayas dado algo tan especial para ti, me vale que hablemos así de hijos y responsabilidades y todavía no salgas corriendo —me acerco más para poder besarlo—. Y me vale haber puesto esta sonrisa en tu cara. 

      —Te he hecho feliz, Tamy ¿cómo quieres que no sonría? 

     Jesús busca nuestra unión más allá de un beso, me inclina lo suficiente para dejarme tirada en el suelo donde él encuentra su postura sobre mí. 

    —Anota, a riesgo de estropear la sorpresa para tu próximo regalo; una alfombra para nuestras clases particulares en el salón —dice riendo. 

     —Wow, con regalos tan caros vas a consentirme demasiado. —Y me río a carcajadas cuando veo su gesto perverso. 

     —Pues espera a ver la pegatina de súper mamá que tengo encargada para cuando puedas comprarte el coche. 

     Echo las manos al cuello de Jesús para atraerlo a mi boca y darle un súper beso. Con él a mi lado ya me siento súper mamá, súper mujer, súper feliz. 



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