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17.


Seguimos en casa de Mariana, sí, pero compartiendo nuestro tiempo con la inoportuna vecina, que no parece tener nada mejor que hacer que comer, cenar y desayunar con nosotros para alabar así lo buen hijo, cocinero y persona que es mi ex marido. ¡Cómo se le ocurra alabar lo buen amante que puede llegar a ser también, juro que no tendrá morros que pintarse para mostrárselos a Diego!

     —Será un placer hacer una tarta para vosotras —dice él cuando despide a Bea en la puerta hasta que regrese esta tarde a merendar, no tengo suerte y no se irá del todo al infierno.

     ¿Una tarta como las que me hace a mí? ¿De verdad no ha podido escoger otro postre?

     Yo observo la escena desde la escalera, subía a llamar a Tamara para saber de su conversación con Silvia sobre Jesús, que ya me contó Alicia algo. La madre que parió a la niña, ¡mira quién resultó ser su crush!, el chico glacial que decía. 

     —Todavía no dejo de verte y ya estoy deseando que sean las cinco, Diego. 

     «Nini Nini ninini, Diego.»

     Eso deseo te digo yo que lo tiene en la entrepierna más que el paladar, que he podido oír cómo gemía al sentir el contacto de la mejilla de Diego en la suya tras el beso.

     —Haces mal en espiar a la gente —dice sin mirarme siquiera, todavía observa la madera de la puerta cerrada cuando se ha ido ella. 

     —Lo dice precisamente quien oye mis conversaciones con las chicas. 

     —Porque no haces nada por ocultarlas. —Y ahora sí que se vuelve para mirarme—. Es como si quisieras que me enterase que sigues siendo una mujer maravillosa que cualquier otro hombre puede disfrutar antes que yo. 

     Vaya, no debí hacer caso a Tamara, ¿qué puede saber ella de estrategias femeninas si seguro que desde su inocencia no hizo nada por conquistar a Jesús? Diego ha descubierto lo que pretendo con darle celos. 

     —Es lo que tiene que me dejases escapar, que otros se beneficien de tu mujer. 

     Subo las escaleras corriendo para poner más distancia entre nosotros. No puedo verlo ahí, tan indiferente a mí. Al fin he abierto los ojos,  de una buena vez entiendo que Diego me dejó y que nada de lo que haga será suficiente para hacerle reaccionar. Él no me quiere lo más mínimo y yo no hago nada aquí mendigando su atención, mando a la mierda en este instante mi despropósito de los cuarenta. 

     Pero no hago más que llegar al que es mi dormitorio para recoger mis cosas, cuando Diego me ha seguido al interior y cierra la puerta con cerrojo. 

      —No me queda claro con cuál de esos dos tíos estás. 

     —Y a ti qué puede importarte —le contesto llena de rabia. 

     —Porque llevo días que me subo por las paredes de imaginarte con ellos. 

     —Por favor, Diego, deja de decir estupideces —le pido metiendo ya las primeras prendas en la maleta, cuando él lo que hace es sacarlas. 

     —¿Eso es todo lo que vas a decir?, ¿piensas que bromeo cuando digo que quiero estar en el lugar de esos cabrones? 

     —En otro momento hasta me reiría contigo por hacerte el celoso, pero ahora solo quiero irme a mi casa… 

     —No. —Y vuelve a quitarme una bufanda de las manos. 

     —¿Qué quieres, Diego?, ¿qué quieres que te diga entonces? 

     Diego me mira a los ojos y yo miro los suyos. No se atreve a pedirme nada. 

     Quiero acabar con esto y entrar al baño de la habitación a ver si de allí puedo recoger cosas, porque está visto que la maleta tardaré en hacerla. Pero Diego se pone en medio de la otra puerta. 

     —Y ahora, ¿qué coño te pasa? 

     —¿Tienes la mínima idea de lo que he sentido al verte de nuevo y comprobar que ya no me amas?, ¿el dolor que supone? 

     —Venga, hombre, no seas trágico, ni que te hubiese destrozado el corazón, cuando fuiste tú el que se marchó. 

     Lo aparto de un empujón para entrar al baño.       

     —No puedes destrozar algo que lleva tres años muerto. —Su comentario, a mi espalda, me deja clavada en el suelo. 

     Diego espera a que me dé la vuelta, puedo oír su respiración. Agitada, nerviosa. No estoy preparada para enfrentar ahora su mirada, todavía no. 

      —¿Tres años? 

     Diego se mueve, presiento que se acerca a mí. 

     —Cada uno de sus malditos días. 

     Cierro los ojos, su aroma se hace más presente, nos separan escasos centímetros.

     —¿Muerto por mí? 

     —¿Por quién si no? —susurra ya en mi oído—. No consigo olvidarte, Raquel. 

     Las manos que tanto he extrañado me rozan los costados, y se abren paso entre ellos y mis brazos para tomarme por el vientre. Diego me acaricia, me excita, y hace que el calor que desprendo sea insoportable.  Mientras, por detrás, noto su cuerpo tenso, cada fibra de él pegada a mi espalda, mi culo y mis piernas. Noto cómo de duro comienza a ponerse. 

    Con posesión, con la  rabia acumulada de tanto tiempo, Diego posa su boca en mi cuello y muerde delicadamente mi piel. Eso me exita, y no tanto como pensar que sus dientes hayan dejado su marca. 

     —Tú que eres de recuerdos, dame uno nuevo de nosotros, Raquel. 

     Su aliento me abrasa, la saliva de su lengua al lamer sella el escozor de la mordedura.

     —¿Por qué debería hacerlo? —le digo entre los primeros jadeos de mi excitación.

     —Porque lo necesitamos desde que nos hemos visto, ¿no crees? 

     El gilipollas está en lo cierto. 

     Echa una mano a mi cuello y lo  tuerce con cuidado para poder chuparlo bien. Su lengua está caliente y sus labios siguen siendo tiernos, tanto tiempo después. Me quejo de placer con cada beso que me da, con ganas de devolvérselos. 

     Y soy yo la que giro mi cuerpo buscando su boca. 

     El beso que nos damos contiene cientos de emociones. La primera y principal, el amor que le tengo. 

     Pero la agresividad con que nos devoramos, nos tocamos y gemimos despierta mi instinto más caliente,  más carnal, más vivo.

     Diego me coge en brazos para que no tenga que abandonar su boca. Sonrío al verme así, poseída. 

     Muerdo sus labios y succiono su lengua justo antes de caer sobre toda la ropa que dejé en la cama. La quitamos del medio porque no hacen falta palabras, Diego va a hacerme el amor. 

     Mira a su alrededor y encuentra la bufanda en el suelo. Hace años descubrimos que me gusta así, sometida a sus fantasías. 

     Y como reconciliación, hoy no va a ser menos. 

     Diego me pide que me quite la ropa mientras él lo hace con su jersey y su camisa, todo lo que pueda estorbarle para sus movimientos, y se queda solo con su pantalón, desabrochado. No pierdo detalle de sus manos colocando su pene para que la erección no le moleste tampoco. Me dejo puesta la ropa interior que, sé de antemano, tendré que tirar después. 

     —Dime que nunca has hecho esto con otro. —Y el nudo de la bufanda aprieta mi muñeca izquierda cuando se tensa hacia abajo, buscando la pata de la cama. Niego con la cabeza, esta parcela de mi sexualidad es solo suya. 

     Diego, de rodillas a mi lado, pasa sus dedos por el costado de mi pecho hasta llegar a la axila. El pezón se me endurece cuando recibe la provocativa caricia, y alcanza, con dolor extremo, el encaje del sujetador, antes de que él pueda quitármelo. 

    —No te oigo, Raquel —me dice abriendo sus piernas y quedando sentado encima de mi estómago. Sin hacerme daño restriega su dureza por mi ombligo. Me hace gemir. 

    —No, con ninguno. 

    —He creído enloquecer solo de pensar que lo hacías —me dice al oído derecho mientras tira de la nueva atadura que me ha hecho esta vez con el sujetador, para que mis brazos queden a ciento ochenta grados. 

     —Yo sí que estaría loca si lo hago.  

     De pie ahora, fuera de la cama, Diego me observa, y yo me dejo acariciar por esa mirada encendida que me regala un escalofrío.  

     Se ha quitado su pantalón y su ropa interior. Me deja ver lo que será mío, con lo que tanto he soñado estos años. Encojo mis piernas, para que abiertas al aire pueda sentir alivio en la hinchazón que crece en mí. 

     Y entonces Diego gatea por mis piernas, besando cada rincón de ellas hasta donde se unen. Rompe el tanga que llevo por ambas costuras laterales. El ruido del tejido roto me excita más. 

     Reímos en complicidad, en eso no ha cambiado, sigue tan impaciente como el primer día en mi coche, cuando no permitió que subieramos a su piso sin tenerme antes. 

      Sus dedos buscan mi abertura y abren ya mis pliegues. La opresión inmediata de su lengua en el clítoris duro me arranca un nuevo suspiro. Me chupa tantas veces, con tanta intensidad y rapidez que no voy a necesitar penetración alguna, ya verás. 

     Mis muñecas se resisten a su amarre porque quiero sostener su cabeza contra mí. Que no despegue su boca, que lama y que muerda hasta hacerme estallar. 

     Las piernas me tiemblan, siento que llega mi orgasmo, imparable ya cuando sus dedos alcanzan mi cavidad sin detenerse en sus penetraciones. 

     Él, que no ha olvidado mis tiempos, mi ritmo o mis palpitaciones, viene al encuentro de mi boca cuando yo he dejado de temblar en la suya. Su miembro duro golpea mi estómago, ansioso de atención, pero Diego quiere darme todavía un último gusto. Me besa para ofrecerme mi propio sabor y que así lo disfrute con él. 

     No puedo besarlo como quisiera, no puedo mover mucho la cabeza. Diego sonríe cuando me ve todavía atada. 

     —Dime que tú también quieres comerme —me pide repitiendo el beso. 

     —Entero —digo riendo, mientras le hago ver cómo paso la lengua por mis labios. 

     —Tu boca, ¡dios, cómo la recuerdo!

     Y aprovecha que la abro, dándole permiso, para entrar en ella con su pene. 

     —Raquel, no aprietes tanto, por favor. Déjame disfrutarte. 

     Lo siento, es lo único que puedo hacer en esta postura. Envolver mis dientes con los labios para que él se corra también. Diego está de rodillas junto a mi cabeza, con una mano se apoya en el colchón y con la otra se orienta, para un mayor estímulo, en cada penetración que hace de mi boca. Yo también recuerdo su sabor, y sé que en breve llegará su orgasmo. 

     Dos o tres embestidas más, y me preparo para tragarlo. 

     Cuando Diego recupera su respiración, recupera también las prendas de mis muñecas, las que besa antes de decirme con ternura:

     —Necesito estar dentro de ti. Muero por hacerlo

     Ya libre de amarres, echo mis brazos a su cuello para ser yo la que se ponga encima. 

     —Pues no te detengas. 

     Me siento sobre él, pero se resiste a meterse en mí todavía. 

     —¿Qué ocurre? 

     Se levanta de la cama para buscar su pantalón. Con la cantidad de ropa que hay en el suelo le cuesta un poco más dar con él. 

     —¿Vas a ponerte un condón?, ¿por qué? ¿Por ellos? ¿O por ti? 

     Diego cierra los ojos y maldice. Se le escapa un “mierda, joder” muy explícito cuando entiende que no follará hoy conmigo. 

     —Deberías haberte protegido con las otras, imbécil. 

     —No es eso, Raquel, no te precipites. 

     Me levanto de la cama,  voy a reventar. 

      —¿Que no me precipite? Si lo hubieses utilizado con ellas, no tendrías que hacerlo conmigo ahora. ¡Yo estoy sana! 

     —Deja tus tonterías para otro momento. 

     —¿Por qué?, ¿no puedes discutir con la polla dura?

     —¡Que manera de cargarte este puto recuerdo! —dice con cara de lamento echándome la culpa. 

     Lo que me faltaba por oír. Y por ver, porque el cabrón se está poniendo ya los pantalones. La erección no le supone mayor problema, ya no existe.

     —A la mierda tú y tus recuerdos, Diego. ¡No soy yo quien folla sin protección!

     —¡¡Es para no dejarte embarazada, joder, no sé si todavía tomas la pildora!! 

     Los celos y la rabia desaparecen de pronto. De hecho me doy cuenta de que no son la causa de este miedo a perderlo, es más el saber que no recuperaré lo que una vez tuvimos, que saberlo de otra mujer. 

     Lo que acaba de ocurrir precisamente.

     El dolor que siento ahora es más lacerante, más sangriento. Mi corazón vivía hasta hacía unos segundos, ¿por qué no late ya? 

     —Diego.  —Me siento en la cama, no puedo respirar, tampoco quiero llorar delante de él y tiene que irse para que pueda hacerlo a solas—, quiero que te vayas.

     —Lo siento, de verdad que lo siento. No dejo de meter la pata contigo desde que te he vuelto a ver —me dice recogiendo el resto de sus cosas—. Nunca he querido que esto pasara así. 

      —Lo sé, y lo mejor será que dejemos de vernos. 

     Cuando está por abrir la puerta, lo llamo. Diego no se atreve a darme la cara, me permito pensar que es porque llora por mí.

     —No te lo pediría de poder irme sola, pero quiero irme ya a casa, no podré merendar con Mariana.


     —Ese trabajo tan absorbente acabará contigo, Raquel. 

     —Me gusta mi trabajo, Mariana, me evade de los problemas —le contesto al darle un beso de despedida, con una sonrisa. Me despido de ella en lo que Diego baja mi maleta, puesto que me llevará a casa como le pedí—. Además, Mariana, no es como si tuviera hijos que atender y acabase el día reventada con tantas responsabilidades. 

     —Nunca pude decirte cuánto siento lo que ocurrió con Diego cuando murió su padre —se compadece con su mano en mi mejilla. 

     —¡Mariana! —Me ha dejado muerta, ella no debería saber de nuestra separación en esos dias—. ¿Tú sabes de eso? 

     —Cariño, Diego y yo hemos hablado mucho, ¿cómo quieres que no lo sepa si yo fui la culpable? 

     —¿Culpable de qué? 

     Me parece que no hablamos de lo mismo. Ella nada tuvo que ver en mi divorcio, ¿o si? 

     —¿Qué haces que no estás en el coche, Raquel? —me pregunta Diego desde la puerta, no se me pasa por alto que ha querido interrumpir a su madre. 

     —Me despedía. 

     —No tengo todo el día. 

     ¡Gilipollas!, todavía me tiemblan las piernas por el orgasmo que me dio, pero es un gilipollas. 

     —Hasta otra, Mariana, y cuídate, ¿sí? Te veo pronto. —Y de nuevo le doy un beso sin poder olvidar sus palabras. 

     ¿Mariana es culpable de lo que me ocurrió con Diego? 

     Saliendo de la casa, veo que él besa a su madre sin demorarse demasiado en la despedida, parece que quiere deshacerse de cualquier pregunta de ella. Pero no podrá evitar las mías.

     Espero impaciente a que entre al coche conmigo, se ponga el cinturón y arranque, y sin mirarlo, sin volverme a ver su cara, le digo:

     —¿Culpable? 

     —Estará aún desorientada por su accidente. 

     —Hace cinco semanas, Diego. ¿Culpable? —repito cuando ignoro su estúpida excusa. 

     —Estará alucinando con tanta medicación, yo que sé. 

     —¿Me crees imbécil? 

     —¿Es una pregunta? 

     —¡Diego! 

     —¡Mira, Raquel, no tengo nada que decirte! Por cosas como estas es que no deberías estar cerca de mi familia, ¿lo entiendes ya? 

     —Entiendo que no vas a decírmelo. 

     —Siempre fuiste muy lista. 

     —Pues entonces lo mejor será que mantengamos la excusa del trabajo con ella. Mariana ya está recuperándose, y no le extrañará que no vaya a verla más. 

     —Pero Carmen todavía no ha tenido a su hijo, esa era la fecha tope —me dice sorprendido por mi decisión de alejarme de ellos definitivamente. El otro maldito punto de nuestro acuerdo. 

     —Siempre fuiste muy listo, capullo —contesto de la manera más sarcástica que puedo. 

     El camino se hace efímero, ya estamos entrando a la ciudad. No veo el momento de decirles a las chicas que tiro la toalla, que aquí y ahora dejo de perseguir a Diego.  

     Cumpliré cuarenta años divorciada y  follándome a cualquiera sin arrepentirme en el último momento. Para aguantar capullosdemierdaquesolopensanenél me sirve ya Rodrigo con sus emergencia 24/7.

     —Déjame en casa de Tamara, por favor. 

     —Como quieras.

     Y al bajar del coche frente al edificio de Tamara me parece ver al Diego que una vez conocí, el que estuvo enamorado de mí, el que me miraba así, como si yo fuera lo más hermoso para él. Lástima que me importe poco, porque la que ha cambiado ahora soy yo. 

     —Te quiero, Raquel, nunca he dejado de hacerlo. 

     Los ojos me escuecen, pero tras años de entrenamiento me resisto y no me salen las lágrimas. 

     Eso sí, me cuesta tragar, su confesión me ha dejado paralizada y tan solo me ha dado lugar a sacar un pie del coche. 

     Y es que lo peor no ha sido lo que ha dicho Diego, sino el tono de voz que ha empleado. Triste, sin esperanza, como si yo pudiera rechazarlo y ese miedo le hiciera actuar así de cerdo conmigo. 

     —No consigo olvidar lo feliz que que era contigo.  

     —Eso es lo que te mereces, así sabrás el valor que tengo. 

     Ahora entiendo a Alicia y sus cambios de humor repentinos. Lo que tanto deseé oír, hoy no me satisface. Diego me está cabreando, así siga con esa cara de pena que me pide comprensión. 

     —Tienes razón. Fui un hombre con suerte, que no creo que vuelva a tener nunca. 

     —Pues es una lástima que te rindas, chaval, porque podrías hacer feliz a otra mujer. Todavía funcionas de puta madre para las de cuarenta.

     Y consigo bajar del coche. 

     Pero que pueda también caminar, cuando ya se ha ido Diego, es otra cosa. Las piernas me tiemblan del esfuerzo que he hecho por no arrojarme a su brazos. 

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