14.
—No, no sé nada de Tamara, y el capullo de Guille tampoco responde —le digo a Alicia cuando me ha preguntado, por teléfono, mientras recojo mis cosas del despacho.
Todavía tengo que darle instrucciones a Jesús para estos dos días que estaré ausente y ya llego tarde para reunirme con Diego.
Él, que me ha oído perfectamente, da un respingo cuando he nombrado a Tamara, sin darse cuenta de que lo observo callada tras la seguridad de mi mesa.
Su actitud me recuerda a la de esos machos territoriales de los documentales de animales del National Geography en plena sabana africana, oído fino y dientes y garras afilados por si ha de proteger a su hembra.
Esta tarde ya he podido imaginar algo con ese encuentro de ellos aquí, por esa manera de mirarse ambos y la frialdad con que se hablaron, pero ahora Jesús con esa carita de susto me lo deja claro, ¡estos dos están liados!
—Prometo llamarte si doy con ella, y tú tienes que hacer lo mismo.
—Te juro que si en dos horas no me responde, hago que Fabio eche abajo la puerta de su piso.
—No hará falta, Ali, seguro que lo está celebrando con su marido.
—¿Qué coño dices?, ¿con Guille?
Y cuelgo.
Reconozco que he empleado esa descripción del capullo de Guille para hacer saltar a Jesús, y él no me ha decepcionado. Si me concentro lo suficiente se le vería humo salir de su cabeza.
Me preparo para terminar de confirmar mis sospechas.
—¿Me lo cuentas tú o prefieres que lo averigüe yo? —pregunto de lo más curiosa.
Apoyo mis brazos en la mesa y cruzo los dedos de las manos a la espera de su explicación.
—No sé a qué te refieres.
—Cierto, a veces olvido que los diez años que te llevo, de edad, me dieron para tener más experiencia, picardía y mala hostia que tú…
—Jefa…
—¡Jefa, ¿qué?!
Y Jesús entiende que debe callarse.
Me levanto de la silla y apoyo mis manos ahora en la mesa.
—Espero que no estés jugando con Tamara, y que no hayas cometido ninguna estupidez que la ponga en peligro con ese capullo de su marido.
Jesús muta a un animal completamente desquiciado. Uno que de poder arrancarme la cabeza a bocados lo haría, claro, que más bien se la quiere arrancar a Guille, me parece a mí.
Ha puesto las manos también en la mesa, me mide la mirada.
—Si por estupidez quieres decir ayudarla a confiar en ella para poder aprobar su examen, soy culpable. Si por estupidez entiendes decirle lo que vale como mujer, persona y ser humano de cuarenta años, que hasta ahora ha vivido ninguneado, soy culpable. Si como estupidez le he dicho lo guapa que es, la bonita sonrisa que tiene y que me muero por besarla, ¡soy el puto culpable de todo! Pero de lo que le haya hecho su marido no, no me haré responsable.
—Guille puede ser un animal.
Recuerdo de inmediato que acabo de hacer esa comparación con él, y sinceramente no me gusta el choque que ambos salvajes puedan tener entre ellos por Tamara.
—La mano vendada de hoy era la otra, no la del café hirviendo —me dice seguro de lo que ha visto. Yo también lo vi, pero por consideración a sus hijos, en especial a mi chico que oía la conversación, no dije nada de su padre.
Me siento de nuevo en mi silla.
—Nunca antes ha llegado a ese extremo, no al menos que supiéramos nosotras, sus amigas —confieso como secreto que no me pertenece.
—Los golpes no siempre se ven, jefa. —El tono de su voz se ha quebrado. ¿Quiere decir eso que Jesús no solo quiere divertirse con Tamara?
—¿Te ha llamado a ti?
A lo mejor Tamara tampoco es que quiera esa experiencia extramatrimonial con él y es verdad que nace algo entre ambos, algo tan especial como para contarle a él lo que nos oculta a nosotras, su base triangular.
—No he dejado de llamarla desde que terminó su examen, desde que salió de aquí. Y nada.
—Me estoy asustando, Jesús.
Miro la hora, tengo veinte minutos antes de que llegue Diego, es perder a mi amiga o perderlo a él.
—Vamos, te daré las instrucciones del fin de semana por el camino.
—¿Camino a dónde? —quiere saber Jesús cuándo ya lo llevo de la mano hacia la salida del restaurante.
He cogido mi maleta para por lo menos jugar mi última carta con Diego.
➡️Diego, no estaré en el restaurante. Si aún quieres que te acompañe a pasar el finde con tu madre tienes que recogerme en casa de Tamara, si no, encantada de haberte conocido, y te vas a tomar por culo.
Ya dentro del coche, Jesús me mira extrañado por el mensaje de audio que le he mandado a Diego. De habérmelo propuesto no hubiera sido más amenazador.
➡️Ali, te veo en casa de Tamara. Ven con Fabio, el bombero revienta puertas, no tu marido.
Lanzo el móvil al asiento trasero y enciendo el motor para irnos.
El recorrido no es muy largo, pero sí lento de cojones debido a tantos semáforos. Jesús se ha secado las palmas de las manos varias veces en los pantalones, le tiemblan las piernas con ese ritmo molesto, y no creo que sea por nervios, la ira es su motor.
—¿Desde cuándo pasa, Raquel?
No hace falta mencionar nombres propios, ambos sabemos a quién se refiere, a qué hecho en concreto.
—Si te digo que desde el primer día, estaría menospreciando la vida de Tamara a su lado. Así que dejémoslo en qué es hace una semana, cuando Guille se enteró de que ella estaba estudiando.
—Esa clase de tíos son unos cobardes, son todos unos pollas flojas que necesitan de otros estímulos para que se le ponga dura con las mujeres inteligentes, fuertes y poderosas.
Miro un segundo a Jesús. Me sorprende esa madurez con su edad. Ni yo lo hubiera dicho mejor del capullo de Guille, que ni un puto orgasmo sabe dar.
—¡Coño! Porque ya estoy enamorada de otro, que si no te pillaba, chaval. —Con eso hago sonreír a Jesús—. Y si Tamara no quiere nada contigo, y Diego me manda al cuerno después del WhatsApp de antes, tú y yo podríamos terminar lo de la nevera de aquella vez, ¿qué te parece?
—Que a mí sí que no se pondría dura ya contigo.
Jesús ríe a carcajadas, he conseguido que no piense en lo que nos podemos encontrar al abrir ese piso.
Yo misma no quiero pensarlo.
Alicia y Fabio están en el portal cuando llegamos, viven relativamente cerca, pero solo yo tengo llave del piso. Tiene gracia, hasta el propio Mateo está con nosotros.
No tengo tiempo de explicar nada a mis amigos y mucho menos decir quién es el hombre que me acompaña, así que le pido a Alicia que no pregunte todavía hasta poder ver a Tamara.
—Quédate aquí, mi amor.
—Pero, Fabio, no puedo quedarme sola con él, y si Mateo…
—Lo harás bien, cariño, confío en ti. —Y besa a su mujer.
—¿Vamos? —nos motiva un Jesús intranquilo ya con la puerta del portal abierta.
Yo beso a Alicia y voy tras ellos cuando la oigo dirigirse a Mateo.
—Y ahora portate bien, cariño, todavía no puedo cogerte en brazos.
Sonrío por el pequeño avance de mi amiga y salgo corriendo por las escaleras hasta el tercer piso.
Fabio llama al timbre insistentemente. No atino a encontrar la llave, se me resiste el pulso cuando yo no venía así de nerviosa.
Jesús me ayuda, me quita las llaves de la mano y es el primero que entra.
Todo oscuro, todo en silencio.
Soy la que enciende la luz del salón. Nada parece extraño. Fabio se ha adelantado a mirar el interior del piso y me llama a gritos desde la cocina.
Jesús no permite que llegue antes que él y ya está en la puerta observado lo que Fabio vio para alarmarnos de esa manera.
—Es un hijo de puta, ¿y vosotros habéis permitido esto? —me pregunta cuando me zarandea por los brazos para obtener mi respuesta. No he podido evitar llorar al ver todo este desastre, al imaginarme a Tamara sumergida en él—. Lo siento, jefa, lo siento.
Jesús me abraza fuerte, me oculta en su pecho, no quiere que llore o será capaz de hacerlo él conmigo.
Me repite una y otra vez que estará bien, que Tamara es fuerte, que no conoce a ese cerdo de su marido, pero que ojalá ella le haya arrancado los huevos.
Mi risa es ahogada por la incertidumbre de no descubrir todavía dónde está Tamara.
—Está en la habitación de Silvia, dormida.
Fabio ha resultado ser de utilidad ante dos moñas como nosotros que no dejamos de lamentarnos sin ayudar del todo a mi amiga. Llama a su mujer para decírselo y tranquilizarla.
—Habrá que despertarla, no sabemos donde están los niños —dice Fabio señalando la cocina con evidente gesto de asco, otro que se apunta a reventarle la cara a Guille—, y deberíamos llamar a un médico.
—Buenas noches.
¡Ay, dios!, un hombre más en esta habitación cargada de testosterona, cuyos ojos se concentran en Jesús. Para él, el único desconocido.
—Aún no me puedo creer que ese niñato me haya roto la nariz.
Yo conduzco el coche, porque él no es capaz de enfocar la visión en la carretera con la cabeza echada hacia atrás para dejar de sangrar.
Diego llegó al piso de Tamara para recogerme, al que accedió por la puerta abierta y por sorpresa. Y como igual de desconocido fue él para Jesús, este no emitió palabra alguna cuando ya estaba encima suya creyendo que golpeaba a Guille.
De nuevo agradecí la intervención de Fabio.
—Pensó que eras ese capullo de Guille.
—Pues menos mal que pensó ese troglodita de tu novio.
—No hables así de Jesús. —Y enfrento su mirada, a mi lado.
—Cierto, se me olvidaba que quizás eso es lo que precisamente te gusta de él —me dice mirándome a mí.
—Pues mira, sí, que me coja del pelo y me folle por detrás como un neanderthal.
Se me escapa una sonrisa al verlo, a parte de la nariz hinchada, que poco a poco se le va a ir poniendo morada, los ojos se le ponen como dos globos a punto de explotar. ¡Qué se joda!
Cuando Fabio y yo conseguimos que Jesús dejara de pegarle, tuvimos que explicarle que era mi ex. Él, a cambio, quiso decirle a Diego quién era, pero yo lo corté a tiempo de que se proclamase caballero andante de Tamara
—Jesús es mi novio.
Y ahí estaba yo, repitiendo patrón con mi amiga Tamara, como hiciera ya con Alicia, para que su marido no pudiera decir nunca que ella le fue infiel si se decidía a pedir el divorcio “por las buenas”.
Tuve que callar a Jesús con un beso, algo que Fabio catalogó de: Eres la hostia, Raquel, y que yo no supe interpretar muy bien.
—Si tan mal estás, ya te dije de ir al hospital —le echo la culpa a él
—Ya llegamos tarde, mi madre nos esperaba para cenar, no podía presentarme mañana y asustarla.
—Pues te jodes y te callas, entonces. Porque ahora mismo lo que me apetece es estar con mis amigas y no contigo. —Y piso a fondo el acelerador para que Mariana no se preocupe y nos vea aparecer de una vez, por lo menos para el postre.
Diego coge mi teléfono móvil. Le resulta fácil desbloquearlo porque ha probado con la contraseña que siempre usé cuando estábamos juntos y que aún no cambio.
Busca a Alicia y pone la llamada en manos libres sin que yo pueda decirle nada.
—Hola, Alicia, Raquel quiere saber si estás con Tamara —dice al móvil, pero mirándome a mí. ¿Me ha puesto en contacto con ellas, porque así yo lo quería?
—Hola, Diego, ¿y esa nariz?
—En su sitio, Alicia, bajo los ojos y encima de la boca —le contesta de manera irónica con los ojos vueltos—, ¿cómo está Tamara?
—Bien, el chequeo médico ha sido favorable. Están todos en mi casa.
—¿Y dónde estaba esa malcriada de Silvia? —interrumpo a ambos.
—Tranquila, Raquel, no la tomes esta vez con la niña. Ella fue la que calmó a su madre, le dio un tranquilizante y quitó de en medio a sus hermanos para que no vieran nada.
—¡Verdad, mis niños! ¿Y qué va a pasar ahora con ellos? —le digo preocupada.
—Ya te digo que están todos conmigo.
Miro a Diego como si él supiera por qué lo hago, pero no puedo creerlo de Alicia.
—¿Me estás diciendo que serás tú la que cuide de los niños mientras Tamara se recupera? —pregunto orgullosa de su decisión respecto a la responsabilidad maternal.
—Están ya criados, no tendré problemas.
—Bueno, todavía los puedes enfermar con la cena. —Y me río a carcajadas.
—Vete a la mierda, guapa.
Diego permanece callado, pendiente de nuestro intercambio de bromas. Disimula bien, pero le veo sonreír. Este hombre no perdió todo el sentido del humor cuando me dejó, todavía se puede recuperar.
—Ten cuidado que Fabio puede querer ahora familia numerosa.
—¿Sabes, imbécil? Te cuelgo.
Alicia ha cumplido su amenaza, pero yo sigo con la sonrisa en la cara.
—Gracias, Diego, necesitaba estas risas con Ali —le digo emocionada.
—No me las des. Me gusta verte reír.
Bueno, no sé si ha dicho eso, tiene la mano en la nariz con un pañuelo de papel que me impide oírlo bien. Seguro y fue “Me gusta hacerte sufrir”
Mi ex suegra duerme en el sillón en el que está convaleciente, ya anoche no se movió de ahí durante la cena. Diego se acerca a ella y con cariño la despierta.
—¡Habéis venido! —dice ella mientras se levanta y se deja llevar por su hijo. Yo, al otro lado, la ayudo también.
Juntos, caminamos hacia la cama que sus hijas le han puesto en el salón para que no tenga que subir a la planta de arriba.
—Pues claro, mamá, te dije que vendríamos.
—Y yo te dije que no hacía falta llegar hoy con prisas, que Bea se podía quedar conmigo después de la cena hasta mañana —dice mientras se sienta en la cama y se echa hacia atrás.
Diego me mira sorprendido, cazado en su engaño.
—¿Tenías quien se quedase contigo, Mariana?
—Claro, hija, la vecina, que es un encanto. Yo sé bien que el fin de semana tienes mucho trabajo en el restaurante, le dije a Diego que no pasaba nada por que llegaseis mañana.
—Vamos, mamá, es hora de dormir, mañana podrás decirle a Raquel lo que quieras.
Diego termina de acostar a su madre mientras yo me he despedido de ella y subo mi pequeña maleta a la planta de arriba. Estoy muy enfadada y ahora mismo puedo ponerme a gritar, por eso me quito de en medio.
Decido utilizar el dormitorio que fue de Carmen y Mariani, tiene dos camas y me facilita tener la maleta a mano para salir corriendo en cualquier momento, además si Mariana no va a subir, no sabrá que Diego y yo dormimos separados.
Y ya estoy sacando las cosas cuando él llama a la puerta.
No sé a qué espera para hablar, está abierta y no parece que eso le sea impedimento alguno ya que en casa de Tamara entró, sin ser invitado, y me pilló abrazada a Jesús.
Se echa en el marco, de brazos cruzados, y me mira a la espera de que le diga algo. Está tan guapo el cabrón, y yo tan enamorada de él, que por un instante olvido mi enfado. Pero es un instante que pasa volando.
—Has abusado de mi debilidad con Mariana para alejarme de Tamara esta noche que me necesita tanto, ¿por qué? Podíamos haber llegado mañana perfectamente.
Diego me mira sin atreverse a decirme nada.
—Tiene a Alicia.
—Es mejor que no sigas hablando —le pido antes de que me enfade más.
—Puedo llevarte de regreso si es lo que quieres —dice al fin de manera sensata—. Pero me gustaría que te quedases.
—¿Lo dices en serio? —Ay, no, que ya me noto flaquear, a la mierda mi enfado.
Diego asiente con la cabeza.
—Mi madre te ha echado mucho de menos estos años.
Y para no golpearle en la nariz, me encierro en el baño de la habitación, a ver si entiende que debe irse.
Mariana comprende mi excusa de que hayan surgido problemas en el restaurante, pero me pide que desayune antes de volver a casa. Tras la mierda de noche que he pasado me merezco por lo menos un trozo de tarta de la que Diego nos ha hecho a su madre y a mí esta mañana, puedo empezar a ignorarlo luego. ATodavía recuerdo lo exquisita que están, ¡coño, hasta mi culo lo sigue recordando tres años después!
No saqué todo de la maleta, así que no tardo en tenerla lista de nuevo para bajar a desayunar.
Cuando estoy llegando al salón oigo unas risas, me sorprende que Diego sea el de siempre. Es un sonido maravilloso que creí haber olvidado.
Atravieso la puerta deseando ver su expresión de felicidad, pero me llevo una desagradable sorpresa. Siento rabia, envidia… ¡y una mierda!
Tengo celos de la tía que está observando su nariz, a escasos veinte centímetros de su cara. Una mujer rubia a la que no me importaría tirar de las mechas.
—Raquel, hija, pasa. Ven, que te presento a Bea.
Mariana, que ya está sentada en su sofá, sonríe al verme. Yo evito mirar a Diego y entro a besarla. ¡Vaya con la vecinita! Yo me esperaba a una señora de setenta años que le hiciera compañía, no a una modelo de Cibeles que ejerce de enfermera en sus ratos libres. Esta no vivía aquí cuando nosotros veníamos de visita.
—Hola, Raquel,
Y encima es educada la chiquilla.
—¿Ya estás lista para irte, hija?
Lo estaba hasta que he visto a esta otra mujer cerca de Diego.
—Lo he pensado mejor, Mariana, y quiero recuperar los últimos tres años contigo, el trabajo puede esperar.
—Fantástico, ¿verdad, Diego? —dice a su hijo.
Él sonríe, no adivino si es por gusto o por molestarme.
—Claro, mamá, Raquel es experta en cambiar de opinión. Lo mismo da besos y abrazos, que hostias sin manos.
La cara de Diego, nariz morada aparte, me indica un desafio. Como piense siquiera que estoy celosa, me lo cargo.
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