12.
Cierro los ojos un instante, lo necesito para volver a sonreír. Haber mentido a Guille no me gusta nada, haberlo hecho con Raquel ahora mucho menos, pero en mi defensa diré que él por lo menos se lo merecía, no me iba permitir estudiar una última vez esta tarde. A mi amiga le he dicho que el salón estaba cerrado y a él, que tenía que trabajar, por lo que no me quedó más remedio que quedar aquí, en la peluquería, para mi clase particular.
Cuando Guille me dijo por enésima vez que mi esfuerzo es una pérdida de tiempo —en esta ocasión porque no entiende cómo no me avergüenza hacer el ridículo delante de mis hijos—, me acordé de Jesús la noche del restaurante y el domingo de café. De él, y de su esfuerzo por enseñarme con todos esos mensajes que me ha ido mandando estos días con tests resueltos de exámenes de convocatorias anteriores, esquemas para recordar respuestas o imágenes mnemotécnicas. Y eso mismo fue lo que me dio valor para dejar a Guille con los niños y pedir su ayuda.
—¿Qué te ocurre, Tamy? —Jesús se percata de mi nuevo estado de ánimo, muy diferente a las risas que hasta hace un segundo se oían entre nosotros.
Estamos sentados en el suelo a falta de mesa para mis apuntes.
—¿Por qué tiene que pasarme algo? —Sonrío, es imposible que sin conocerme lo haya descubierto.
—Al colgar el teléfono esta arruguita del ojo ya ni se te ve. —Y me toca con su dedo índice el rabillo del ojo—. En cambio te ha salido una muy bonita aquí —me dice tocando mi entrecejo.
Demasiado pendiente de mí ha estado. No sé si es consciente de que me ha gustado ese pequeño roce suyo, que ha habido electricidad en él. Lo miro fijamente y sonrío avergonzada.
—No deberías hablar de arrugas con una mujer mayor que tú.
—Mayor o no, me gusta poder hablar de cualquier cosa con una mujer, sobre todo si son tan inteligentes como…
—No te desvíes, hablábamos de las señales de circulación —le interrumpo a tiempo de oír que me llama inteligente.
No lo soy, nunca lo he sido, no necesita mentirme.
—¡Vaya! Nunca un STOP fue tan bien lanzado —añade poniéndose en pie, riendo, para recoger sus cosas.
—¿Ya son las siete y media? —Me levanto con él.
—Ya. El tiempo corre a mi lado, ¿a que sí, rubia? —me dice mientras me guiña su ojito azul. Me hace sonreír.
Me he acercado a Jesús para besarle la mejilla. Él no se ha movido ni un milímetro, ha cerrado incluso los ojos.
—Muchas gracias por todo.
Jesús me devuelve una tierna sonrisa, abre los ojos y me agarra por los hombros.
—Lo harás bien, confía en ti. No sé a qué se debe esa inseguridad que tienes, pero estás más que preparada, créeme.
Y él no tiene la inocencia que yo tuve con el anterior beso. Ha buscado mis labios y los ha encontrado, abiertos, esperando a los suyos. Me acerca a su cuerpo en el mismo movimiento y yo me aferro a su cintura temblando de miedo. Besa bien, o eso creo, es injusto por mi parte, pero no puedo evitar compararlo con Guille, han sido demasiados años besándolo solo a él.
Jesús lame despacio, juega con mis labios y me hace sonreír, cuando Guille solo querría tener un beso para él.
Jesús disfruta de las caricias de nuestras bocas, del sabor de nuestras lenguas, mientras Guille solo pensaría en acabar pronto.
Jesús imprime ritmo cuando advierte que necesito más, que me está gustando, y Guille habría terminado su maldito beso sin acordarse de mí.
Hoy por fin he sido yo quien ha tenido su beso.
Y como han sido veinte años de matrimonio donde no todo ha sido malo, no todo fue rencor y no todo fueron ganas de perder a Guille de vista, aparto a Jesús lenta, aunque dolorosamente.
—Muchas gracias. —Y él no se imagina que le doy las gracias por el primer beso bonito de mi vida.
—Estaré esperando mañana el mensaje con tu aprobado —me dice como despedida al darme, esta vez, un abrazo.
Veo cómo se dirige a la puerta y no quiero que se vaya, ¡me gustaría decirle tantas cosas! Entre las que destacaría que tengo tres hijos y que mi marido… bueno, que también tengo marido.
—No sé informática —le confieso cuando ya atraviesa el umbral de la puerta.
Jesús se gira sonriendo.
—Necesito clases de iniciación.
Me sigue mirando cuando lo oye, no deja de sonreír.
—¿Y quieres que te ayude también con eso?
Digo que sí en silencio, con la cabeza.
—Podríamos empezar mañana —le propongo sonriendo.
—Hasta mañana, Tamy. Buena suerte con el examen.
Jesús se marcha sonriendo, yo lo hago también hasta que recuerdo que son las siete y media, que tengo que llegar a casa donde me esperan el baño de la pequeña, la cena por hacer, poner la última lavadora del día y la maleta de Guille para sus próximas tres semanas.
La cafetera ya está lista, el pan casi se ha quemado y a mi hijo se le antoja ahora zumo de naranja. No es que me considere un pulpo mutante con sus ocho brazos, así que algo he de sacrificar. El café se derrama, perfecto, además tendré que limpiar el desastre.
Son las ocho y cuarto de la mañana y ya llegamos tarde a la guarde y al colegio, todavía no salimos por la puerta porque no terminamos de desayunar.
—Guille, podrías ayudarme, ¿no? —le digo a mi marido que observa la escena de mis andanzas tras la pantalla de su móvil.
—¿Para qué?, lo estás haciendo muy bien. Lento, pero bien.
—Todavía tengo que llevar a los niños, comprar el pan, recoger tus chaquetas del tinte y llegar a tiempo al examen.
Él se digna a levantar la mirada de su teléfono.
—¿Todavía sigues con esa estupidez?, mira que no me quiero enfadar, Tamara. No seas más tonta, por favor.
Levanto a Alicia de su sillita y le pido a su hermano que se la lleve al salón. Silvia es mayor y entiende que debe irse con ellos. En su mirada he visto su preocupación.
—No me importa que te enfades conmigo, Guille. Iré a ese examen así no tengas chaquetas que llevarte el domingo o pan que comer hoy.
El golpe sobre la mesa me asusta, no esperaba que diese un manotazo sobre ella. Del susto aún permanezco con los hombros encogidos.
—Vuelve a desafiarme y me encontrarás, inútil —me amenaza cuando se ha levantado de un salto y tirado la silla al suelo.
—Voy a ir —digo con la voz algo más moderada, pero con el mensaje igual de contundente.
Todo pasa en un segundo, sin verlo venir. Guille ha atravesado la cocina hasta arrinconarme en la encimera. Me sujeta del pelo, pero sabe hacerlo bien, de modo que no me duele demasiado el tirón. Luego se inclina para decirme al oído:
—Piensa si merece la pena hacer ese examen a cambio de perder a tus hijos. Porque te juro que yo mismo me encargaré de quitártelos.
Poco más dice, algún que otro insulto a gritos, maldiciones y blasfemias.
Guille se va de la cocina, y por el portazo que se oye parece que se va también de la casa.
El ruido ha alertado a Silvia que llega corriendo a verme. Yo le sonrío, como he he hecho durante toda su vida, durante toda la mía al lado de su padre.
—Papá tenía prisa, cariño.
—Tengo veintidós años, mamá, Ali puede que se lo crea y Guille tal vez no pregunte, como hacía yo a su edad. Pero ahora…
—¿Puedes llevar a tus hermanos al colegio? —No quiero reproches, no quiero preguntas. No quiero lástima.
Mi hija me da un beso antes de irse, creo que la estoy recuperando y que al menos la tengo de mi parte en este periodo tan difícil que atravieso ante la inminente separación con su padre.
Y hasta que no me veo sola en casa, diez minutos después, no reacciono.
A mis hijos no los toca nadie.
No sé qué energía extraña me posee que me hace tirarlo todo por los aires. Café, tostadas, vasos que se parten, platos que revientan en el suelo. Sillas y mesa que terminan vueltas. Arranco alguna que otra puerta de los muebles y golpeo a patadas la nevera varias veces.
Y tras el subidón de adrenalina, puedo pensar con claridad.
Guille no puede amenazarme con los niños, no puede. Siento náuseas, el estómago me da un vuelco.
Busco el teléfono entre el desastre que es ahora la cocina, me río al verlo todo hecho una mierda, para colmo tendré que limpiar y tirar de ahorros para arreglarlo. ¡Qué bien!
—Raquel, ¿me ayudas?
—Tamara, cielo, ¿qué ocurre, y tu examen?
—Voy de camino. Solo quería pedirte un favor. ¿Recoges a la peque y a Guille del cole y nos vemos cuando termine?
Lo ideal sería refugiarme con los niños en casa de Alicia, donde Fabio pueda protegernos, pero ellos ya tienen bastante con lo ocurrido la otra noche. Mi amiga todavía se recupera de la metedura de pata que tuvo con él, ahora más que nunca necesitan esa intimidad que perdieron hace meses y yo no soy nadie para interrumpirlos.
Por ahora bastará con que mis hijos no estén cerca de sus padres cuando vuelvan a discutir.
—Claro que sí. Los recojo yo, no te preocupes. ¿Y Guille?
Raquel puede oírme diferente y detectar mis nervios por teléfono si hablo de él, por lo que trato de hablar lo menos posible.
—Llego tarde, te busco cuando acabe.
No me he dado cuenta, pero durante mi arrebato destroyer me he cortado la mano. Ya no solo tengo la quemadura en una, sino que de la otra mano me chorrea sangre, que habré de vendar también para no manchar el impreso del test. Porque aunque tenga que coger el bolígrafo en la boca yo no dejo de responder las preguntas de ese examen.
No quiero pensar todavía en el aprobado. Salgo corriendo una vez que entrego la prueba y subo a un taxi para que me lleve a reunirme con Raquel.
Cuando la llamo me dice que están en el restaurante, que allí nos vemos, que los niños están bien y que están a punto de comer. Con eso consigue tranquilizarme, algo, porque todavía debo llegar a casa y enfrentar a Guille por haberle desobedecido. El dolor de estómago que he tenido durante la mañana se intensifica ahora.
Llego al restaurante cuando están sirviendo las mesas para los almuerzos. Pregunto por Raquel y me dicen que está en su despacho, que puedo pasar, que me espera.
Lo hago, entro sin llamar a la puerta, y mis hijos corren a abrazarme sin que pueda avanzar más.
—Vamos, chicos, dejad que mamá entre, y empezad con las hamburguesas, que se enfrían
Raquel conduce a los niños al sofá de reuniones, donde tienen sus almuerzos sobre la mesita de café. Luego me abraza cuando se da cuenta de que no me he movido de la entrada.
—¿Todo bien? Te ves cansada —me pregunta sin demasiada voz para que los niños no se den cuenta. Me sigue abrazando, seguro que ha debido de notar que estoy temblando.
—¿Soy una mala madre, Raquel? —contesto yo sin venir a cuento.
Mi amiga se aparta hasta poder mirarme a la cara.
—No, cariño, ¿por qué piensas así?
Bajo un instante la mirada, me avergüenzo.
—Porque quiero separar a mis hijos de su padre.
—Ey, no, no digas eso. La que necesita esa separación eres tú, tus hijos seguirán siendo siempre los suyos. Por desgracia —finaliza con un susurro que cree que no he oído, y que me hace sonreír sin ganas.
—No tengo fuerzas, Raquel, no sé si llegaré hasta el final.
Siento un nuevo abrazo de mi amiga.
—Claro que sí las tienes, yo te daré la que te haga falta, y seguro que Alicia, sin ganitas que estará ella, te dará también su apoyo —me dice como ánimo.
Me hace reír. De nuevo me sostienen en esa base de equilibrio de nuestro triángulo.
—Ven a sentarte, vamos a ponernos como dos cerdas. —Sin dejarme opinar me lleva de la mano hasta el sofá donde están mis hijos, y como si tuviera la misma edad que ellos, me explica la de porquerías que vamos a comer.
—Pero ¿y tu gimnasio? —recapacito por ella.
—Ay, mujer, ya habrá tiempo para eso. Esta noche me voy de fin de semana con Diego —dice levantando las cejas—, ¿crees de verdad que no quemaré todas estas calorías sudando, botando y jod… ?
Le doy un codazo y señalo a Guille que nos mira atento, a sus doce años ya tiene las hormonas despiertas.
—“Jogando” a la play.
Las dos nos reímos a carcajadas cuando mi hijo pone sus ojitos en blanco y niega con la cabeza.
Esta historia no me la pierdo, y Raquel se ve interesada en contármela.
Para evitar dobles lecturas de palabras infantiles, mandamos a los niños a la cocina para que le den un postre de chocolate.
Ya a solas y cuando más divertidas estamos, Raquel hablando enfadada de la cena de anoche en casa de su suegra, en la que Diego evitó que hablase demasiado, y yo escuchando muerta de risa cómo fue que surgió el plan de pasar el finde con su ex, la puerta se abre y aparece Jesús.
Es la primera vez que coincidimos los tres. Tensión máxima.
La sensación es extraña y me golpea en la cara con una dosis de realidad. Él es la pareja todavía de mi amiga, ¿por qué pensaría yo entonces que nosotros podríamos ser algo más que amigos?, ¿por un beso bonito que me hizo creer de nuevo en el amor? ¿Quizás porque Raquel, como ella misma contó sin secretos, ama a Diego con locura?
A lo mejor y es verdad que me aferré a una posibilidad con Jesús que no existe.
—Pasa, Jesús, no te cortes —le dice Raquel al ver su cara, que si no me equivoco se parecerá mucho a la mía de sonrojo. Y eso que no hemos sido pillados en nada vergonzoso—, ¿recuerdas a Tamara? Hoy ha hecho su examen de conducir, todavía no sé si ha aprobado.
Por un momento pierdo el contacto visual con Jesús para mirar a Raquel.
—¿Hablas con tus empleados de mis intimidades? —No sé de qué me extraño si además entre ellos habrá complicidad de novios o algo así.
—Tamy, cariño, Jesús te ayudó con él porque yo se lo pedí la otra noche.
Ahora le devuelvo la mirada al hombre que hasta ayer mismo creí interesado en mí, mis intereses y mis metas y que hoy descubro que solo era por complacer a su novia.
—¿Qué?
—Tamara, déjame que te explique —me pide Jesús dando un paso en nuestra dirección, en el sofá.
—No hace falta, tu interés no fue real. —No quiero hablar de esto delante de Raquel, la que ya nos mira distinto, y es que la hija de puta es muy lista para estas cosas del felling sexual.
Me levanto del sofá, estoy enfadada, nada de lo que ha compartido Jesús conmigo ha sido real, ni sus risas, ni sus halagos, ni sus confidencias. No he sido más que el favor que le hacía a Raquel, ¿ella se lo tiraba luego para compensarle su perdida de tiempo con su amiga la malfollada?
—Mamá, Guille, me quiere quitar el chocolate.
—Dile que soy mayor, mamá, y que yo necesito comer más que ella.
Jesús ha mirado a mis hijos mientras entraban corriendo al despacho y se abalanzaban sobre mí, Alicia para protegerse de su hermano, él para quitarle la chocolatina.
Cierto, todo lo que yo le conté tampoco fue real entre nosotros, quizás se sienta igual de enfadado.
—Raquel, nos vamos, no te molestamos más, mira qué pesados están. Gracias por todo.
Mis hijos le dan un beso a su tía y yo espero impaciente a que ella se los coma a besos. Mientras, Jesús no deja de mirarme, confuso, atento a cada detalle que ellos y yo protagonizamos al pasar por su lado para salir por la puerta, como el abrazo que le doy a Alicia para cogerla en brazos, o cómo Guille me lleva el bolso junto a su mochila y la de su hermana.
—¿Dónde estábais? —la voz de Guille asusta a sus hijos, ese tono brusco ha hecho que ambos se escondan detrás de mí tal como he abierto la puerta.
Lo que me faltaba ya, tener que aguantarlo ahora.
Vengo pensando en Jesús durante todo el camino, oyendo una y otra vez las llamadas que me ha estado haciendo desde que abandoné el despacho de Raquel, mientras me debatía si contestarle o acabar de una vez con la fantasía que se daban en mi cabeza. Y lo que menos me apetece ahora es discutir con el grosero de mi marido.
—Hemos estado en el restaurante de Raquel —le digo tratando de pasar y atravesar el pasillo.
—¿Es eso verdad, campeón?
Guille se agacha a la altura de mi hijo para preguntarle, con eso pretende averiguar si miento o no.
Este se cree que nací el día que me dejó preñada. Pues no es así, que para algo he montado todo este pollo con Raquel, ¿qué se piensa, que me hizo inútil del todo? He estado ciega mientras yo he querido, que no se le olvide.
—Sí, papá, mira lo que nos ha regalado la tía Raquel. —Y le enseña el envoltorio de sus chocolates.
—Muy, bien, cariño. Ahora id a vuestro dormitorio mientras me despido de mamá.
Y es cuando reparo en las maletas que tiene ya preparadas en el salón.
Mis hijos besan a su padre y le obedecen. Yo no puedo estar más contenta de que se vaya de una puta vez.
—¿Qué ha ocurrido en la cocina? —pregunta con esa cara de listillo.
—Las consecuencias de tu amenaza, imbécil —le digo yo marchándome hacia mi dormitorio.
El tirón de pelos me retiene, ya no quiere disimular el daño que me hace. Me aprieta la cara contra la pared.
—Vas a pagar cada destrozo con tus propinas del salón, ¿me oyes? —me dice enfadado, le falta escupirme a la cara.
No me puedo contener. Pasan por mi memoria cada insulto, cada mal gesto, cada desplante suyo. Cada “mamá no sabe hacerlo” “mamá no lo entiende” o “mamá es la culpable”.
Conmigo lo que quiera, con ellos nunca más.
Así que me giro, a riesgo de quedarme calva del mechón que me sujeta, y soy yo la que le escupo a la cara.
—Si lo quieres arreglar, tendrás que pagarlo tú.
Y claro, después de ese nanosegundo de satisfacción, en el que soy por primera vez feliz en veinte años, viene un minuto de auténtico infierno.
Guille me abofetea, es la primera vez también en su vida que lo hace.
—Nos vas a hacer que mis hijos se rían de mí.
Y es por eso, al acariciarme la cara mientras trato de aliviarla, que me acuerdo de mis amigas y su entrega para darme fuerzas, el recuerdo de sus sonrisas me hace sonreír a mí una vez más antes de dejarme vencer.
—Entonces será un largo proceso de divorcio hasta que demuestres que son tuyos.
—¡Papá! —oigo a mi hija Silvia en la puerta de entrada, su grito ha detenido la nueva bofetada de su padre.
Mi hija corre a protegerme con su abrazo. Mi pequeña. Después de todo he sabido hacerlo bien con ella, como mujer y como hija.
—¿Qué hacías, papá? —le pregunta ahora a él.
—¡No te metas en esto, Silvia!
—¡Sí, sí que lo haré!
Guille nos observa callado, adivino que molesto por nuestra nueva complicidad. ¡Qué hijo de puta! No va a hacer que mi hija se aparte de mí ahora que la puedo recuperar.
—Le he dicho que he aprobado el examen teórico y se ha enfadado conmigo.
No seré inteligente, pero si me lo propongo puedo ser tan cabrona como él, fue un gran maestro.
—Yo ya me voy. Haz el favor de no hacer más el ridículo y engañar de esa manera a tu hija.
—¿Vas a irte y a dejar esto así? —le pregunta ella.
—Tú madre estará bien, ¿no es así, cariño?
—Y cuando salgas por la puerta lo estaré más.
Él coge sus maletas y sin esperar a que me retire del pasillo, ha pasado por encima de nosotras.
—Guille. —Al menos lo he detenido cuando ya salía—. No tengas prisas por volver, en tres semanas me examino del práctico.
Ya no es novedad que dé un portazo.
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