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1.

Odio que la canguro de Mateo me llame al teléfono móvil, pero entiendo, muy a mi pesar, que desde que él nació es el único modo de localizarme, y que esa intimidad que busco al otro lado de la línea telefónica me la arrebató ya con su nacimiento. 

     El caso es que hoy no comprendo la llamada en cuestión de Luna si nada le ocurre al niño. 

     —No me queda clara tu llamada, ¿no está Fabio ahí para ayudarte? —pregunto por mi marido sin haberlo hecho antes por Mateo y su bienestar. 

     Entraba al restaurante cuando me he detenido a atender la llamada, no quiero que mis amigas me vean neurótica por estar hablando de Fabio en nuestra noche de "cena de chicas", la única regla entre nosotras es bien clara: no hablamos de tíos a menos que sea para reírnos de ellos. Lo que me resulta muy conveniente hoy, no quiero darles explicaciones del bache que atravesamos mi marido y yo en nuestra relación de pareja, no me reiría demasiado. 

     —Vino hace una hora, bañó a Mateo y después se bañó él… 

     Me retiro el audífono de la oreja. Es increíble que esta chica con veinte años sea incapaz de responder con un sí o un no a una pregunta tan sencilla, tendrá serios problemas en sus exámenes universitarios tipo test. 

     Me muerdo los nudillos con evidente signo de hastío. 

     No contenta con celebrar hoy los cuarenta años de Tamara —cifra que odio alcanzar yo misma de aquí a dos meses—, Luna me cuenta algo que no sabía de Fabio, cosa que no ha de extrañarme cuando la comunicación entre ambos ya no es la misma. Hoy ha salido también,        

     —¡Luna! —grito mientras me pongo de nuevo el auricular inalámbrico— ¿Está Fabio ahí, o no? 

     —¡Noooo! Por eso te llamo, salió. Iba con traje y apestando a perfume y tuvo una despedida de lo más extraña porque tú no me dijiste nada de quedarme de madrugada para cuidar a Mateo. Me dijo: Adiós, Lunita, acuesta a mi hijo, que yo llegaré tarde. Y si Alicia llama, dile que estoy en la estación. 

     Será hija de puta la niña. 

     Me bastaba con un no, y punto, porque no necesitaba saber que mi marido se va de casa cuando yo no estoy, y encima con una coartada ridícula sobre su trabajo al que dice ir arreglado, a las nueve de la noche que son, ¡es bombero, joder, para que necesita un traje a estas horas! 

     —Está bien. —Procuro mantener la calma—. Te ayudaría, pero sabes que yo y Mateo no congeniamos a solas. 

     —Lo sé, Alicia. 

     —¿Entonces para qué me llamas? También sabes que no iré. 

     —Porque me ha cogido desprevenida, sabes que no me importa dormir aquí si me avisáis antes… 

     —Vale, me alegro de que lo tengas todo controlado. 

     Cuelgo la llamada a Luna, no me gusta recordar que la necesito para atender a Mateo. 

     Miro mi reloj de muñeca, otra cosa que odio es llegar tarde a los sitios, no me he convertido en la mujer práctica y organizada que soy por no saber llegar a mi hora a las citas de importancia. 

    El encargado de las reservas toma mi nombre y me conduce a la mesa de mis amigas. Ya puedo ver a Raquel, que además es la dueña del restaurante, saludándome con la mano en alto antes de llegar a ellas. 

     Se levantan ambas de su silla para darme dos besos. Están preciosas, una rubia y una pelirroja que desde hace cuatro meses opacan mi belleza morena. Sencillamente, resplandecen, se nota que hoy es día de celebración, que estamos solas sin maridos, sin niños, sin novios o responsabilidades, y que no queremos que se nos noten los cuarenta. 

     ¡Me entran ganas de llorar!, ¡si es que por más que quiero no puedo olvidar nuestra edad y para lo que estamos aquí! 

     —Le decía a Raquel que tiene que probar la lasaña, que no sé cómo siendo la jefa no lo hace todavía —me dice Tamara en cuanto cojo la carta para echarle un vistazo. 

     Ellas ya toman una cerveza y un vino blanco. Llamo al camarero para unirme al vino de Raquel.

     —Y yo le he dicho que llevo las finanzas y no la cocina. Además, coño,  que no quiero hacer sesión extra en el gimnasio esta semana. Con una ensalada me conformo.

     Raquel hace que cambie de opinión cuando se acerca el camarero a tomar mi nota. Me pido una cerveza con Tamara. Paso de la dieta esta noche, creo que yo sí probaré la lasaña, porque si no me he quitado en cuatro meses, que tiene Mateo, un puñetero kilo de encima, no lo voy a hacer hoy con un pescadito a la plancha. Mi cuerpo aún no recupera su peso, lo sé, pero siempre podré empezar el lunes. 

    —Has llegado tarde, Alicia, debes empezar a tomarte en serio nuestra edad porque estamos a punto de morir y no podemos perder el tiempo como hacíamos a los veinte —me dice Raquel, justo cuando Tamara se ríe de mí y no por lo bajo precisamente. 

     Mis amigas conocen mi temor a la vejez y se ríen por eso. Saben de sobra que otra cosa que odio en esta vida es cumplir años, y aunque hoy los cumpla Tamara mi pánico estará ahí. Podría mandarlas a la mierda, solo que las quiero demasiado y hago como que no las he oído. 

     —Me encanta tu blusa, Tamy —le digo a Tamara para desviarnos del tema de edad no deseada. Intuyo que es un regalo de su cumpleaños. No se la había visto antes.

     —Es de mi hermana, me la ha prestado. No he tenido tiempo de comprarme nada para esta noche, ¿te lo puedes creer? Ando súper liada con el curro, el carnet de conducir y los niños con sus clases extraescolares.

     Eso dice ella, pero Raquel y yo sabemos que su marido es un rata y que Tamara tiene el chip ahorro súper arraigado en el cerebro desde que se casó con él. 

     —¿Y Guille qué coño hace? —pregunta Raquel. 

     ¿Qué han pasado?, ¿dos minutos desde que estamos reunidas?, pues sí que ha tardado mucho esta en sacar el tema para reírnos de los tíos. No querrá lasaña, pero se acaba de trincar una aceituna del aperitivo. 

     Una vez leí que una aceituna tiene cinco calorías. Me callo como una cabrona y no se lo digo a Raquel, no quiero condenarla a doble sesión de spinning esta semana, o yo, que la acompaño al gimnasio con Tamara, me la tragaré con ella. ¿Soy mala amiga por eso? Aun así no creo que le importe que se le pegue un pelín de grasa a la cadera cuando seguirá siendo la más delgada de las tres. 

     En cuanto a lo de Guille, Raquel tiene razón, podría echarle una mano a su mujer al menos con los niños, aunque solo fuera para que ella se comprase algo que estrenar el día de su cumpleaños, es de esos tíos que solo juegan con ellos cuando les conviene porque les observan. 

     —Guille está de viaje —resopla en su conformismo Tamara.

     —¿Otra vez este mes? —pregunta ahora. 

    Que no nos veamos tan a menudo como quisiéramos no es impedimento para estar al corriente de nuestras historias, ahora existe el teléfono móvil. Y para mantener viva  nuestra amistad cada semana nos reunimos un rato, cita que a día de hoy desde hace veinte años que se casó Tamara, mantenemos semanalmente aunque sea tras una videollamada por falta de tiempo. 

     La mirada que le echa Tamara a nuestra amiga es de asombro, la mía casi que pueden gritarle; estúpida, cállate. 

     —No he querido que sonase a reproche, Tamy. 

     —¡Qué boquita tienes, hija! —le digo yo, y ella como que pasa de mí y se zampa otra aceituna. 

     Tamara bebe de su cerveza mientras se encoge de hombros. 

     Su marido se ausenta por motivos de trabajo varias semanas al mes, y oyendo a Raquel parece que lo hiciera por gusto. Hubo una crisis entre ellos como consecuencia de estos viajes hace tres años, en la que Tamara tuvo que convivir además con los celos. Mala combinación esa de la distancia y la desconfianza, sobre todo cuando tu marido no está para discutirlo contigo cara a cara y te reprocha tu “locura”, tu “paranoia”. Pero luego todo se arregló y se quedó embarazada de mi ahijada. Y los celos que le tenía a Guille dieron paso al cansancio y al mal humor, convirtiéndola en la mujer llorona que echaba de menos a su marido veinte días al mes.

     —No hay más remedio, las ventas están por los suelos y necesitamos las dietas de los viajes porque mi salón de belleza es una ruina. 

     —Ey, no, no pienses que tú tienes la culpa, quizás sea él, que es muy malo en su trabajo de comercial —interviene Raquel cogiendo su mano a través de todos los platos y copas de la mesa

     —Si la cosa sigue así, tendré que cerrar el salón. 

     —Eso nunca —le digo yo sabiendo que es su vida, su ratito de libertad —si tengo que ir todos los días, iré por ti. 

     —Menos mal, Ali, que tú no me fallas nunca y vienes todas las semanas a por tus cremas —contesta provocando la risa de Raquel. 

     Porque estoy frente a ella, que si no, le daba un pisotón como he hecho con Raquel. 

     No es agradable que me ande recordando por qué voy a su salón de belleza, eso desemboca en el número de nuestra edad. El puto cuarenta. Tamara mejor que nadie sabe que me cuido demasiado precisamente por eso, por el pavor que le tengo a la vejez. 

     —Lamento que Guille no esté hoy contigo —le dice Raquel sin morderse la lengua. Madre mía, ella y su incontinencia verbal. 

     Desde que convive con ese pensamiento Zen, de “todo me la suda”, no hace más que vomitar lo que piensa, luego ya si eso, pedirá perdón. Pero hasta entonces nos riega a todos de mierda. 

     Raquel es todo lo contrario a mí. La responsabilidad, el que dirán, ese arraigo a lo tradicional y mi sentido del respeto para con los demás me impiden decir nada inapropiado. 

     La miro con los ojos abiertos, lo está de estropeando más. Si ya ha estado desafortunada con su anterior comentario, ahora lo engrandece. ¡Que son sus cuarenta tacos y le falta su marido, ¿es que quiere abrirle el grifo lacrimógeno?! 

     Y es entonces, cuando Tamara se pone a llorar a moco tendido. 

     Justo como hizo el día que nos dijo que estaba embarazada de la pequeña Alicia. La tercera, la que no esperaba, la que fue un fallo de cálculo, la que hizo que aumentase su pequeña familia de cuatro miembros y la tasa de natalidad en España. Y Tamara nunca llora, ella es de las que da a luz sin epidural. 

     No hay duda, está embarazada. 

     Raquel, que lo entiende al igual que yo, de inmediato pide a su empleado que nos traiga un nuevo vino para ella y mi cerveza. Yo, automáticamente le quito la suya a Tamara. La noche será larga. Habíamos prometido emborracharnos y una ya nos abandona. 

     —No tiene alcohol —me dice en un hipido del llanto.

     —Y yo que pensé que era por la dieta. 

     Pero ¿es que Raquel pretende seguir con sus meteduras de pata? 

     Cierto es que habíamos hablado las dos sobre el aumento de peso tan notable de Tamara, pero de ahí a insinuarle que está más gorda y que necesita dieta, va un abismo. Todavía, y le suelto que la aceituna tiene cinco calorías. O mejor, sigo callada y espero a que se coma otra para que sea ella la que llore. Además, ¡que solo está embarazada, coño, eso se quita tras el parto! 

     O no, porque mírame a mí, que otra cosa que odio es no haber podido quitarme de encima los seis kilos que puse en mi embarazo, esos que, intuyo, gustan a Fabio tan poco como a mí porque poco me ha  tocado desde que nació Mateo. Nada, para ser más específicos. 

     Fabio y yo no mantenemos relaciones desde mi último mes de embarazo 

     Tamara sigue llorando, Raquel se come otra aceituna y yo me bebo, de un solo trago, la segunda cerveza. 

     La noche va a ser muy, pero que muy larga. 


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