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Des-Encuentro

¿Quién hubiera imaginado que esa mañana húmeda y nublada, en uno de esos pequeños pueblos de Argentina donde reinan la calma y la simpleza, sus caminos volverían a cruzarse luego de cinco años?

El suave viento hacía flamear su pelo castaño. Amelia seguía prácticamente igual, emanando ese aire jovial de siempre pero con la madurez propia de los treinta; conservaba su pícara sonrisa, de esas que atrapan y no sueltan, y sus pequeñas islas marrones seguían profiriendo más mensajes que su boca.

Con su habitual agudeza, y sin necesidad de usar el zoom de sus goggles, León ya había divisado su característico corsé rojo y su falda negra con volados. Su brazo bionico se movía con fluidez y encanto; al parecer, ya no sentía vergüenza por ese accidente ocurrido en el Colegio.

Se cruzarían en una solitaria vereda gris de baldosas rotas, ambientada con el cantar de los pájaros que posaban en los árboles desnudos de otoño. A pocos metros, sus miradas se encontraron; él sonrió torpemente, ella abrió unos ojos sorprendidos; se dieron un largo y fuerte abrazo, al tiempo que decían "Hola".

La última vez que habían hablado al mismo tiempo en medio de un abrazo, él había dicho "te amo"; ella, "te quiero".

Había sucedido en una helada noche de julio, en medio de una alborotada Buenos Aires cubierta por la neblina y el vapor. Debatida entre el amor idealizado que sentía hacia el novio de su infancia, y el extraño magnetismo que la arrastraba a ese joven idealista y simple, Amelia iba a despedirse para siempre de su amante. Apoyaría a su novio en su nuevo trabajo. 

León trataría de convencerla de que no abordara su barco con destino a Italia; debía hacer un último esfuerzo con el fin de retener a la chica de sus sueños. Dos años de fugaces encuentros, de cómplices miradas, de ardientes noches, no le habían bastado para romper el encantamiento que la ataba a su prometido.

El desencuentro de palabras al momento de despedirse había resumido una media hora de charla, serena por momentos, tensa por otros. Apesadumbrada, ella dejó caer sus ojos lamentando lo dicho; él, sintió un nudo en la garganta. Había tratado de contener la fuga que venían planeando sus lágrimas pero varias de ellas se le escurrieron; no hicieron falta palabras de despedida, sus ojos transmitieron el mensaje. 

Y así, Amelia huyó al exilio y León cayó a la lona como un peso muerto que se hunde en el fondo del mar; había sido knockeado en un campo de batalla diferente al que enfrentaba todos los días.

A pesar del tiempo pasado, sus ojos seguían conectados como imanes atrayéndose por una fuerza invisible.

-¿Qué hacés acá? –preguntó Amelia, intrigada, luego del protocolar intercambio de "¿cómo estás?".

-Buscando un poco de paz en mi último día... ¿Y vos?

-Igual –afirmó con una sonrisita nerviosa-, alejarme un poco de la rutina... De los días oscuros que estamos viviendo.

-¿Volviste a...? –preguntó extrañado, señalando el brazo bionico.

-Sí, volví al ruedo –interrumpió Amelia-. En Italia mejoraron mucho esta cosa y ahora puedo darle muchos usos.

-¿Eso significa que irás...? ¿Te llegó la carta del Colegio?

-Sí...

Los dos quedaron en silencio unos segundos; la alegría y la tristeza se amalgamaban en sus desconcertados rostros. A través de su levita de cuero, su chaleco negro y su camisa blanca, León sentía cómo su corazón bombeaba a toda velocidad. Sus ojos estaban hipnotizados como si hubieran reencontrando un tesoro perdido.

-Estaba... buscando un restaurante para comer... -profirió León algo tímido y cauteloso. Cabizbajo, fingió acomodar su reloj de tres esferas-. ¿Q-Querés... a-acompañarme?

La muchacha quedó un tanto desorientada ante la invitación pero la aceptó con entusiasmo. León sonrió aliviado. No entendía por qué aún, después de cinco años y habiendo encontrado un nuevo amor, Amelia lo hacía temblar como si de un terremoto se tratase.

Por las empedradas calles de ese poblado caminaron relajadamente. Se detuvieron a observar a unos niños que se divertían haciendo equilibrio sobre una tabla con diminutas pero resistentes patas de metal que la hacían moverse; en los porches de sus casas, hombres y mujeres leían periódicos sostenidos por unos brazos de cobre salidos de los costados de sus mecedoras; mientras tanto, los autómatas iban y venían realizando las tareas domésticas. A diferencia de las grandes ciudades, allí reinaba la paz y la comodidad.

Finalmente, llegaron al único restaurante del pueblo y se sentaron en una mesa junto a la ventana. Varios de los presentes se giraron para observarlos; en un pueblo donde todos se conocían, dos caras nuevas llamaban la atención.

Un autómata llegó rápidamente para tomarles el pedido. Anotaron la comida que querían en un pequeño papel y se la dieron al metálico hombre, quien salió disparado y le entregó el papel al cocinero.

-¿Y cuándo regresaste de Italia? –preguntó León tratando de no sonar tan interesado.

-Hace un año nos instalamos en Córdoba. Regresamos para que nuestros hijos recibieran la mejor educación...

-Con que tuvieron hijos... -deslizó el muchacho con falsa alegría.

-Sí –afirmó Amelia, algo ruborizada-, Hugo y Carmela.

-¡Me alegro! –mintió León con una mueca que intentaba formar una sonrisa.

-¿Y qué es de tu vida? ¿Estás casado? –inquirió Amelia, acomodándose en su silla.

-Sí, desde hace dos años -respondió de mala gana-. Y también tengo una hija...

Disimulaban el desencanto con forzadas sonrisas; desde caminos paralelos, sus fulgurantes ojos intercambiaban miradas de anhelo pero en el horizonte nada parecía indicar que los caminos volvieran a reunirse.

-Los niños son tan inocentes... -lanzó León después de unos segundos de silencio-. Ellos no entienden lo que está pasando ni se preocupan por el futuro; sólo juegan, sonríen, duermen y comen. ¡Qué simple es su vida!

-Sí... Nosotros estamos tan preocupados que ya no jugamos, ya no sonreímos, ya no comemos sin sentir angustia, ya no dormimos sino es con un ojo abierto... Estamos tan asustados que ya no vivimos –secundaron los finos labios de Amelia.

La tecnología de aquel bar nuevamente interrumpió su charla. Una melodía de violín anunció la llegada de una noticia de último momento. Un brazo de cobre surgió del interior de la mesa y, tras depositar un periódico en sus manos, volvió a su guarida. El mismo fenómeno había sucedido en las otras mesas.

Desde hacía tres meses, esos papeles no informaban otra cosa más que amenazas, complots y alianzas secretas; la primera plana de ese día rezaba: "Todo comenzará mañana". Partículas invisibles de pesadumbre y angustia contaminaron el aire. Ningún rincón del planeta, ni el poblado más pequeño, era ajeno a los sucesos.

León y Amelia no le dieron mucha importancia. Ya lo sabían desde el momento en que las cartas golpearon sus puertas. 

-Varias veces pensé en escribirte... Te extrañaba muchísimo –comentó Amelia algo nerviosa. Sus mejillas se ruborizaron y su mirada se clavó en el piso. 

León desvió rápidamente sus pupilas hacia la ventaba; temblorosos y conmovidos por el resquemor, sus ojos ya no podían mirarla.

-Esperé esa carta durante meses... –Hablaba tratando de controlar el rencor interior-. Tomaste tu decisión... Te odié, pero tuve que aceptarlo.

-La vida me puso ante una bifurcación para la que no estaba lista... -dijo Amelia con un tono que sonaba a disculpa.

-No estoy reclamando perdones... -se adelantó León con la cabeza gacha.

-Vivimos de manera tan monótona que, cuando la vida nos pone ante situaciones difíciles, no sabemos qué hacer... Y en la confusión, elegí lo más fácil: la comodidad.

-¿Te arrepentís? -inquirió dolido.

-No sé... Si no me hubiera ido, mi brazo sería una chatarra, mis hijos no existirían... Pero al mismo tiempo te extrañé tanto... Había noches en que lloraba arrepintiéndome de la decisión que había tomado -Un fino hilo de agua se deslizó suavemente desde su ojo izquierdo-. La vida es una gran contradicción, todo es blanco y negro al mismo tiempo, y las apuestas que hacemos no pueden volverse atrás.

Durante la tarde, contemplaron el caudaloso y ancho río que atravesaba y dividía en dos al pueblo. Mientras, una cortina de humo indicaba que un acorazado y armado tren, a lo lejos, cruzaba el único puente que comunicaba los dos lados.

El agua del río se deslizaba suavemente llevando en su mayor parte chatarra, piezas de hierro, cobre, y cuero. El remordimiento los inundó al ver aquel funesto cuadro creado por el artista más nefasto de la Tierra: el humano.

Se sentaron en la gramilla de aquel desolado páramo y por un rato solo se escuchó la melodía de la corriente acompañada por el silbido del hiriente viento.

De pronto, un potente ruido proveniente del aire los sacó de su ensimismamiento. Surcaban el opaco firmamento cuatro dirigibles con la insignia de los Aliados que, mediante unos gruesos cables de acero, sostenían una embarcación de madera reluciente cuya proa tenía la forma de un dragón. Diversos mástiles y hélices ayudaban a mover todo ese intrincado mecanismo. Además, estaba equipado con ametralladoras colocadas a babor y estribor, y dos cañones traseros y uno delantero que se asomaba por la boca del dragón; eran utilizados para transportar soldados autómatas, bombas, y demás artillería.

Ya sea por las noticias o por el desfile de naves en el cielo, la inminente Gran Guerra atormentaba sus pensamientos día y noche; ese domingo tan cotidiano era el último día de paz que disfrutaría la sociedad. A la mañana siguiente, Inglaterra atacaría Francia mientras que Estados Unidos haría lo propio en terreno ruso, y así los aliados de cada bando devolverían el golpe. Argentina, al ser el principal aliado y proveedor de materias primas de Estados Unidos, recibiría los primeros contragolpes.

-¿Alguna vez te detuviste a pensar que probablemente seamos dos de los últimos ejemplares de la especie humana? –lanzó León, de repente-. Todo podría terminar en cualquier momento con una de esas nuevas bombas...

Amelia lo miró confundida, incómoda, pero aguzó el oído.

-... Y nadie nos recordará, y nadie escribirá la historia de esta época, y nadie nos juzgará ni para bien ni para mal... Y nadie más existirá –finalizó en tono neutro.

La muchacha asintió con su cabeza pausadamente, como si le costara aceptarlo.

-Tenemos la horrible responsabilidad de escribir el triste desenlace o dar el giro de cientoochenta grados para que la historia continué –comentó Amelia, dando un suspiro final.

-Pero ya no podemos esquivar la tormenta... Ahora sólo nos queda rezar para que no acabe con nosotros...

Sus ojos buscaban una luz en el otro pero lo único que se devolvían era el vacío inherente al ideario de su generación.

Amelia se acercó un poco y apoyó su cabeza en el hombro de León. A través de su hombro, podía sentir el peso de sus abatidos pensamientos. El lúgubre viento y las plomizas nubes alimentaban esa angustiante sensación de estar al final del camino leyendo un letrero de "Sin salida".

Pasó un brazo sobre su cuello para acurrucarse mejor; sus miradas se cruzaron y los dos sonrieron, algo embarazados. Una paloma blanca sobrevoló el río, recordándoles que en la Tierra la esperanza era lo último que se perdía. 

Pasaron el resto de la tarde recorriendo ese pueblito tan peculiar que, al igual que el resto del mundo, comenzaba a prepararse para la guerra y así iba perdiendo su calma tan característica. El único mercado del pueblo estaba abarrotado de frenéticas personas corriendo por las góndolas en busca de provisiones. Apresurados autómatas blindaban las puertas y ventanas de las casas. Los niños correteaban por las calles, jugando despreocupadamente; aún no sabían que tal vez fuera la última vez que lo hicieran.

Por la noche, volvieron al restaurante y degustaron un delicioso asado con un vino de primera calidad. Ellos sí estaban seguros de que ese sería su último banquete.

En el frente de batalla, habría sopa, sándwiches y no mucho más. En el Colegio Militar sus superiores les habían advertido que el enemigo no debía ser su única preocupación. El hambre, el frío y la falta de sueño, podían ser más letales que las balas de una pistola. Sería la primera guerra para León y Amelia. 

-¿Tenés miedo? –Amelia finalmente sacaba a flote lo que durante todo el día había estado presente implícitamente.

-Sí, mucho... -contestó rápidamente León como si hubiera estado esperando esa pregunta, incapaz de decirlo por su propia cuenta-. Incluso pensé en escapar y renunciar al ejército... Venir a un pueblito como este donde nadie me conoce y así gambetear a la muerte. ¡Soy un cobarde!

Los párpados de León se bajaron vergonzosamente como un telón que indica el final de una obra, de una exposición al público. Un nudo atosigaba su garganta castigándolo por mostrar debilidad frente a una camarada.

-Sos el Capitán de una compañía, León... Entrenaste para esto, eras el mejor, serás el mejor...

-Entrenar en el Colegio es una cosa, ir a la guerra es algo totalmente diferente... -aclaró León. El miedo invadía su rostro-. No soy lo suficientemente bueno... No estoy preparado.

-Nadie lo está...

Se hicieron unos segundos de silencio y entonces León volvió a abrir sus párpados.

-Tampoco fui lo suficientemente bueno para vos... Si no, me hubieras elegido a mí.

Amelia quedó estupefacta ante el repentino cambio de tema.

-¿Otra vez con lo mismo? -Estaba dolida-. No se trata de ser mejor o peor, de compararte con Ricardo. No se trata de que te sacrifiques por mí, León.

-¿Y entonces qué soy para vos?

-No sé... No sé lo que me pasa con vos...

-¿Sólo me querés para sentirte una aventurera, no? Para sentir un poco de emoción entre tanta monotonía...

-¡Te estás pasando de la raya! –advirtió Amelia con rostro serio y perturbado.

La guerra se había desatado de repente.

-¿No te cansaste de amar siempre a la misma persona? ¿Todavía lo amás?

-¡Sí, todavía lo amo! –exclamó Amelia exasperada y con lágrimas en sus ojos-. ¡El amor se renueva constantemente de diferentes maneras, León! ¡Tenemos hijos, proyectos, sueños en común!

-La misma rutina que todos... Mientras, el mundo se cae a pedazos -escupió León, de brazos cruzados. La bronca nublaba su cerebro. 

Quedaron en silencio unos minutos; ella, tensa, miraba por la ventana. Él, rabioso, observaba con la mirada perdida al autómata, recorriendo siempre el mismo lugar, haciendo siempre lo mismo.

Pagaron la cuenta y emprendieron el camino de vuelta a sus Casas de Tránsito. Caminaron juntos y en silencio unas cinco cuadras hasta que llegaron al hogar de León. Se detuvieron y quedaron frente a frente. Lucía hermosa. Su verdadera belleza florecía por la noche.

Entonces, bruscamente, Amelia rompió el hielo.

-Si pudieras volver al pasado, ¿cambiarías algo? –preguntó mirándolo fijamente a los ojos.

-Cambiaría una sola cosa, pero no depende de mí... -respondió afligido-. ¿Vos?

-Sí... -clavó la vista en el piso por unos segundos, se ruborizó ligeramente y volvió a mirarlo-. Cambiaría lo mismo que vos, eso que sólo yo puedo modificar.

Y con un rápido movimiento, Amelia tomó su cara y con sus tiernos labios envolvió los suyos suavemente. Por unos momentos, sus apasionados labios se entretejieron y formaron el abrigo más eficaz contra el frío, la guerra, y la angustia. Se desvistieron mutuamente, tocaron sus pieles y por una noche hicieron lo que deseaban desde hacía cinco años.

Aquella mañana un delgado haz de luz los despertó. Amelia reposaba sobre el pecho de León; comenzaron a acariciarse, aún con los ojos cerrados, atravesando ese precioso limbo que separa el sueño de la vigilia. Por un largo rato, continuaron abrazados, besándose, tratando de ignorar ese angustiante silencio que señalaba la hora de separarse nuevamente, la hora de ir a la guerra. Ella sería un ladrillo más en la fortaleza de Córdoba; él, en el cielo de Buenos Aires, sería un pájaro más intentando frenar al enemigo.

Arribaron a la Estación de Transportación Subterránea diez minutos antes de partir; caminaron por la estación realizando comentarios banales con el único fin de evitar lo inevitable.

Entonces, cuando llegaron a sus respectivas cápsulas por las cuales se transportarían a sus ciudades, la impaciencia derrotó a León que, esperanzado, deslizó:

-Podríamos ir a cualquier lugar... Olvidarnos de la guerra... No quiero perderte otra vez. 

-No, León... Mis hijos, Ricardo... -Unas lágrimas cayeron por las rosadas mejillas de Amelia.

-¿Y qué fue eso de que si pudieras volver al pasado me elegirías? -preguntó León desconcertado. 

-Lo haría... Y probablemente en ese universo paralelo estaríamos juntos -dijo Amelia sollozando-. Pero en éste... Sólo somos amantes y yo estoy casada con un hombre al que amo y con el que tengo unos hijos hermosos.

Los ojos de León se inundaron de impotencia. 

-Me encanta estar con vos, aunque después me sienta culpable por engañar a mi esposo. Te amo pero no de la manera en que vos me amás a mí.

Amelia siempre se había movido en esa cornisa de incertidumbre amorosa, donde necesitaba de dos hombres para llevar su vida, un compañero de familia y otro de aventuras. Esa era su manera de vivir.

León, por su parte, proyectaba sobre Amelia un desafío que sólo existía en su mente; era la chica de sus sueños y por ella debía sacrificarse, ser mejor que su esposo para que un día Amelia lo abandonara y lo eligiera a él. Ese era el guión de su película.

Y así, cada uno vivía su vida como un autómata, sin saber exactamente por qué se veían arrastrados a reincidir en una extraña relación que sólo les traía dolor. Y así también, inconscientemente, la sociedad humana repitiendo una y otra vez la rutina desigualdad-poder-guerra, era empujada a su propia muerte.

El agudo sonido de una bocina anunció que sus cápsulas ya estaban listas para transportarlos.

-Cuando termine la guerra, te buscaré... -afirmó León con decisión. Sólo era cuestión de tiempo para que ella abandonara a su marido.

-Yo también -dijo Amelia, apesadumbrada. Se despediría de Ricardo con culpa pero, aún así, correría a los brazos de León si sobrevivía. 

Con lágrimas en los ojos, se abrazaron fuertemente, se besaron y pronunciaron al unísono:

-Te amo.

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