Capítulo 2
—¡Halim! ¡Jalila! —llamó Aladín a dos niños que se acercaron a él presurosos y en cuclillas como solían hacer para planear su próximo movimiento.
—El mercado de Agrahba está muy vacío estos días. Es demasiado peligroso disponernos a robar.
—Debe ser por los rumores —contestó Halim, que era tan bueno y paciente robando en el mercado que hasta disponía de tiempo para escuchar las conversaciones que tenían los comerciantes para pasar el rato—. Han visto movimiento en el palacio y aseguran que el sultán se dispone a emprender una batalla contra los asentamientos vecinos porque se rehúsan a intercambiar telas de seda. La gente permanece en sus casas y están muy asustadas como para ir todos los días al mercado en medio de una batalla.
—Solo son rumores —espetó bruscamente Jalila, tratando de ocultar el miedo que le provocaba pensar en un posible enfrentamiento y el saqueo de su ciudad.
Abu, el pequeño mono capuchino que los acompañaba en sus robos, saltó hacia los hombros de Jalila para que se animará un poco.
—Rumores o no, la verdad es que ya no podemos seguir robando en el mercado —aclaró Aladino y después suspiró—. De todas formas, debemos movernos de zona, nuestras caras comienzan a ser conocidas y es cuestión de tiempo para que nos atrapen.
Dijo esto señalando especialmente al mono, que en los últimos días se reconocía a esos animales como mascotas de estafadores y ladrones.
El muchacho se dio la vuelta y se dejó caer en la esquina derruida de la ventana de la torre más alta de su hogar. Hacía años que había encontrado esas ruinas pertenecientes a un templo del antiguo pueblo que vivía ahí antes de que el sultán lo invadiera y lo destruyera parcialmente para crear el suyo mucho más grande y ostentoso en la otra esquina de la ciudad.
Nadie se acercaba ahí a excepción de él y sus dos compañeros huérfanos.
Desde ahí nadie en Agrahba podía verlo, pero él sí a ellos desde la cima.
Abu saltó a su hombro e imitó a su amo, olfateando el aire y buscando en la ciudad que se encontraba a sus pies, como si así pudiera encontrar un nuevo lugar donde robar. Esto hizo sonreír a Aladín y se desembarazó de la preocupación que lo asaltaba hace días para dirigirse a sus compañeros.
—Por hoy volvamos a robar en el mercado, pero solo para comer hoy. Nada de robar monedas. Ningún comerciante nos creería que las hemos "encontrado en el suelo".
—¿Quién dice? —se encogió de hombros Halim—. Hay muchos compradores distraídos que dejan caer su dinero hoy en día.
—Y ha habido muchas tormentas de arena últimamente —complementó Jalila—. Tengo arena hasta en los ojos.
Entonces los tres bandidos rieron porque la niña tenía los ojos del color de la dorada tierra.
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