Yao
Los asesinos terminaron sus tétricas labores y abandonaron el lugar. Los cuerpos quedaron entre las ramas más gruesas de los ahuehuetes colgados por el cuello, al lado del camino. No fueron los únicos esa noche.
¿Lo hubieran matado de haber sufrido su transformación mientras ellos estaban en el lugar?
¡Una vida de apenas un instante! ¿Y luego qué? Tantas preguntas pasaron por su mente, humana y desconocida; insólito vórtice de pensamientos.
Era un hombre. Y no entendía cómo pudo ocurrir tal desgracia.
Lo que sabía —con su cuerpo más que con su intelecto— era acerca de sus necesidades apremiantes; temblaba, su boca seca era un infierno y en el centro del abdomen halló una avidez innombrable. Su naturaleza Dénnari permanecería en parte latente. Precisaba alimento. También necesitaba nutrirse de emociones. ¿Su humana vida sería breve, como la de esos hombres colgados del árbol?
Su raza era inmortal, en cambio, un humano era en extremo vulnerable a la muerte.
¡Era horrible!
Por eso llamaban "caída" a eso que le estaba sucediendo. Era descender de toda forma posible.
¡Debieron advertirle! ¡No sabía vivir como humano!
Por supuesto, nadie esperaba que trasgrediera los mandatos de su naturaleza. Ni siquiera entendía qué clase de entidades se ocupaban de las metamorfosis. Tal vez solo eran cuentos de su raza.
La existencia humana era abrumadora. ¿Cómo lo sobrellevaban esos bárbaros? ¡Y la sobrecarga sensorial! ¡Sentirlo todo, a cada instante!
Apartado con crueldad de cuanto conocía, abandonado para siempre por su raza.
Al pensar en ello, tambaleó y cayó sobre la fría tierra, frágil como recién nacido. Calientes lágrimas ardieron en sus mejillas. A cada latir de su nuevo corazón había algo extraño y peor para sentir.
La madrugada, cerrada aún, saturaba sus oídos con la estridencia del despertar de las aves. La temperatura descendió; el frío era inconcebible.
Sacudido por la conmoción del cambio yacía arrodillado, con la cabeza cubierta por sus propias manos y balanceándose despacio. De esa manera permaneció incapaz de medir el tiempo o hacer algo para cambiar sus circunstancias, a merced del medio ambiente.
Levantó el rostro al darse cuenta de que no estaba solo. El escenario era el mismo y no había otro hombre vivo además de él en kilómetros a la redonda. Su naturaleza Dénnari subyacente podía asegurarlo.
Lo que estaba en ese lugar era otra cosa y bien sabía de qué se trataba.
Cinco o seis presencias oscuras que los humanos no serían capaces de ver. Sombras difusas que llenarían de miedo noches enteras con su lóbrega figura.
En el largo trascurrir de su existencia halló engendros así, atraídos, —de la misma forma que él lo fue, lo que precipitó su caída—, a los lugares de la tierra en dónde las peores cosas ocurrían.
Se aproximaban a él, espesos y tenebrosos como pesadillas. Por primera vez tuvo miedo. Al daño que esas cosas pudieran infligirle.
Y esa emoción inquietó a los espectros. Parecía que no tardarían en saltar sobre él para devorarlo. Pero ninguna se acercó ni mostró hostilidad. Esperaban.
Una silueta se aproximó por entre los árboles. Era tan densa, que se distinguía con claridad en los espacios en los que la luna no alumbraba. Mientras menor era la distancia que los separaba, más adquiría una configuración masculina alargada. Algo como ojos brotaron en la densidad que cobró forma de rostro, sin perder su cualidad de negrura concentrada. Esos puntos destellaron, no como ojos vivos y gozosos, sino cortando a modo de puñales de obsidiana.
Pronto dejó de ser un contorno para ser distinguible que iba vestido de acuerdo con los usos locales, con galanura.
Una camisa clara se ajustaba al torso.
La hebilla y botonadura eran de plata y las espuelas resonaban acompasadas. Llevaba chaparreras de cuero, de fino corte y un sombrero de charro redondo, de ala ancha, que mantenía la mayor parte de su rostro sumido en la penumbra.
Cuando llegó a su lado era un hombre completo, en todos sus detalles, que extendió la mano para ayudarlo a ponerse de pie. Con un suave toque de sus pulgares limpió sus mejillas húmedas; un gesto sencillo que le devolvió la nitidez de la vista. En la claridad, antes borrosa por el llanto, apreció las facciones del hombre.
De haber sido capaz de expresarlo en el lenguaje humano, lo hubiera llamado hermoso, pero oscuro. No solo el cabello y los ojos eran negros. Era más que eso. Supo, con certeza, que estaba frente a una entidad poderosa, cuya esencia u origen era del todo desconocido.
Su cercanía le calentó. Aunque siendo precisos, no era emanación de calor.
Era el frío, que le calaba hasta los huesos, el que desapareció absorbido por el aura del ente.
E igual con todo lo demás; la gran desolación que sentía, la pesada y amarga sensación de nauseabunda opresión en las entrañas, que le tenía casi paralizado poco antes y que no sabía nombrar.
¿Acaso esa entidad sería un Edénnari? ¿Un caído como él que venía a ayudarlo? De serlo, su poder era innegable.
Su alrededor se tornó rojizo y luminiscente, onduló brumoso, creando una distorsión en el entorno, un aura difusa y ligera, como esa humedad vibrante que el sol a plomo arranca de la tierra en el pleno cenit.
Sintió un anhelo de pertenencia, incapaz de comprender. Quería ser absorbido por la cálida irradiación luminosa y fragante, perceptible apenas a la vista, más sensación que imagen.
—Yo soy el poder —dijo la entidad, pero no solo habló a su parte humana, también se hizo entender por otra naturaleza. Las palabras resultaron ininteligibles para su recién nacida audición, él comprendió.
—Invítame —dijo con esa voz dual. No fue mandato ni petición.
Era lo que seguía en un orden antes establecido.
El caído no sabía cuando y tampoco era importante.
Solo era correcto. Lo supo con la certeza absoluta con la que se anticipa el destino.
Abrió los brazos, extendidos hacia abajo y mostró las palmas al enigmático emisor de la nube rubí y se rindió.
Que la entidad hiciera lo que quisiera con él. Confió a ciegas, sin nada que avalara tan aventurada disposición.
—Hazte uno conmigo.
El caído no pronunció las palabras. Tal vez lo pensó o fue un sentimiento. Pero lo expresó convencido, saboreando el significado.
Aceptó, de alguna rudimentaria manera, que ambos pactaban.
Lo que obtendría sería la simple experiencia. ¿Qué había más allá del peculiar aroma, de la cálida bruma, de la belleza dominante?
¿De qué estaba hecho ese ente lóbrego, que no podía ser más luminoso?
Esa invitación sellaba el curso futuro de su existencia.
El ser dio un paso y la niebla tenue avanzó con él. Sus pechos se tocaron, uno desnudo, otro vestido y se fundieron en uno solo, como si no fueran materia sino vapor.
El caído se sintió penetrado, absorbido y envuelto, todo a la vez. Fue sentir la más tierna calidez, la más fiel compañía, la más abrumadora convicción y el total e ilimitado alcance de la voluntad final.
Como si no existieran fronteras y él no tuviera bordes. Dejó de sentirse uno y fue todo. Supo que era una gran cantidad de energía viva expandiéndose en dirección a la eternidad, tan grande, que alcanzaba con sus nuevos sentidos al universo entero.
Abrió aún más los brazos como si con un gesto pudiera abarcar la totalidad.
Elevó el rostro, maravillado. Vio el horizonte clarear, con todos esos magníficos rosas, naranjas y azules, que cambiaban por segundos. El sonido de las aves, cada una con su muy peculiar nota era sobrecogedor. El calor que le envolvía, incluso en los labios, era picante y fresco a la vez; un gustillo a canela, más intenso cuando jadeaba.
¡Estaba vivo! ¡Cómo nadie en la tierra lo estuvo jamás!
Entonces todo terminó.
Mientras el poderoso ser, de elevada estatura y belleza terrible recuperó una forma humana, él recién nacido Edénnari fue consciente de su cuerpo, desnudo y masculino y del peso del escrutinio de la entidad.
Que le mirara, le era irrelevante.
Con cristalina comprensión, entendió la razón de la crueldad de los hombres, capaces de las brutalidades más sanguinarias, con tal de conseguir el poder. Asesinos sin alma que, en el fondo, no eran sino niños asustados, desesperados por arrancar los profundos terrores que los demás; sus padres o cualquiera más fuerte que ellos, marcaron a fuego en su alma. Y lo supo porque, por un breve espacio, también fue como un niño aterrado. Y se liberó del temor, igual que los hombres en el mundo que buscan y desesperan por hallar el poder.
En presencia de esa potestad, todo su miedo se desvaneció.
Apenas pensó en ello con un principio de conformidad, cuando el recuerdo reciente de un Dénnari, Luon como él, le arrancó el aliento.
El aire del amanecer entró de nuevo a su pecho de golpe y lastimó su garganta. Frío, húmedo. Su vista se nubló. Con cuidado, la mano tersa del ser se extendió a él, llevándose entre los dedos su llanto con un suave deslizamiento.
¡Qué sensación más desagradable! ¡Cuánto le dolió el corazón!
Todo lo anterior; el miedo olvidado y la euforia del poder perdieron importancia.
Nunca podría vincularse con el Dénnari más luminoso y hermoso de su raza. Aquel que pudo convertir en su Xosen, su elección, por el resto de su existencia.
La esperanza de un destino compartido estaba muerta, perdida para siempre en el remolino de las emociones prohibidas que lo arrastraron a su caída. A partir de ese día, no era nada más que un cadáver más, dejado atrás en esa senda sangrienta.
Y en su infierno, su propio demonio particular le rodeaba con un estrecho abrazo y le brindaba consuelo.
—No debes preocuparte. Todo estará bien a partir de ahora.
La voz del ente, o del hombre, que de día era mucho más bello y parecía un pulcro muchacho de no más de veinte años, calmaba sus angustias.
Cuando el sol tuvo tiempo de vestir al mundo de colores pastel y el escenario de muerte quedó en la falda opuesta de la loma, divisaron una carreta muy bien presentada. La custodiaba un hombre de mediana edad, cubierto con un sarape verdoso, con pinta de muy usado y sombrero de color pardusco. Acariciaba el lomo de un caballo zaino enganchado al tiro. Cuando los vio aproximarse, quitó el freno de la carreta y se subió al asiento delantero de un salto.
No pronunció palabra ni reaccionó a la llegada de los hombres que acompañaban a su patrón, los de siempre y uno nuevo que no llevaba ni una hoja de parra para cubrir sus partes, pero que el jefe conducía, cuidándolo en un estrecho abrazo.
El nuevo caminaba como si lo hiciera por primera vez; con mucha torpeza. Observaba a su alrededor con atónita expresión.
"El patrón siempre tan raro", pensó. Ya antes había ocurrido algo similar.
Se encontró a un encuerado y lo adoptó. Pasaron años desde la última vez que eso sucedió. Se acomodó y a la orden de su patrón, acicateó a la bestia y partieron, de vuelta a casa.
En el vehículo de madera en el que subieron, había un montón de cobijas desteñidas hechas un amasijo. Con una de ellas, el ser cubrió el cuerpo del desnudo. El tejido era áspero, pero cortó de tajo la sensación de frío después de lo que parecía una eternidad.
—Te llevará tiempo aprender lo que necesitas saber. Tardarás en entender el lenguaje, yo te ayudaré. Escucharás que me llaman jefe o patrón. Pero para ti soy Yao, cuando puedas hablar.
El Edénnari no dijo nada, ni emitió sonido alguno y tampoco asintió o negó. No podía responder, no sabía cómo, a pesar de que había interactuado entre humanos siempre. Pero nunca les prestó más atención que para los fines que le eran útiles. Aunque entendió, ya que se comunicaba con él también en su lenguaje, algo que los hombres jamás podrían comprender.
Sentía curiosidad. Quería saber el nombre de las cosas.
—Lo sé. Tómalo con calma. Pronto aprenderás todo —. Yao dejó una de sus manos cálidas encima de su rodilla sin cubrir; su atención fue disparada hacia ese punto. Era suave y reconfortante. Cada estímulo le atraía. Como cuando se sintió balanceado al primer paso del caballo o el rítmico clip—clap—clap de las patas del animal, que lo dejó atónito y encantado. El sonido lo conocía, pero los sentimientos que le producían y, sobre todo, experimentarlo con su oído era impresionante.
—Tu apostura hace justicia a la pureza de tu raza. Con ese cabello oscuro y ojos tan profundos, pondrás a tus pies a quien quieras —sonrió—, siempre y cuando te deshagas de ese aire de desamparo, que me está rompiendo el corazón. Necesitas un nombre fuerte. Duro, conciso. Algo que vaya contigo.
El caído ni siquiera cambió su expresión. Los Dénnari no usaban nombres individuales.
Yao bajó la mirada y sonrió.
—Sí, sé que ahora te da lo mismo. Pero te llamarás Érick. Te queda bien y con el tiempo te gustará.
La carreta se alejó a paso lento, perdiéndose muy pronto detrás de una polvareda.
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