Vigilando
Un joven alto de cabello oscuro descansaba recargado en una silla que chirriaba. Tenía los pies sobre un viejo escritorio de metal, junto a un teléfono, un interfono y un libro de visitas. La pieza parecía más féretro que mueble de oficina y tenía toda la pinta de haber permanecido en ese lugar desde los años cincuenta. Todo el edificio, ubicado en una calle bonita y tranquila de la colonia Juárez, tenía ese toque que le hacía evocar mujeres con vestidos largos y melenas cortas de rizos esculpidos. Seguramente se paseaban por el piso de madera en forma de espiga, para abordar algún vehículo e ir al teatro o a cenar.
Los vecinos de esos días no se parecían a los del pasado. El edificio era habitado principalmente por familias pequeñas, muchos ancianos y una que otra pareja. Para ese momento, casi todos habían tenido algún contacto con el joven Erick, chico trabajador y honrado. Sus mejillas llenas y su cuerpo fuerte daban fe de una infancia cuidada. Sin embargo, nadie cuestionó la historia que él contó, sobre una madre enferma y bajos recursos para mantener su hogar.
Dijo tener veintitrés años. Y su agilidad y el garbo con el que caminaba, parecía dar fe de ello. Aunque, si levantaba la mirada, la oscuridad en sus ojos no correspondía a alguien de esa edad sino a un hombre mucho mayor.
Pero nadie hizo comentario alguno al respecto; Erick sabía bien cuándo mantener la vista baja.
Todo comenzó unas cuantas semanas antes. En su camino se cruzó algo, que le resultó fascinante a simple vista. Con la emoción del acecho encendida en el corazón por primera vez en mucho tiempo, lo siguió. No solía capturar presas de esa forma; sus métodos le proveían de clientes en todo el país y el extranjero, desde que podía recordarlo.
Los juguetes llegaban con frecuencia porque alguien quería algo de ellos; generalmente información. Él también quería algo de ellos. A sus clientes les importaba el resultado pero para Erick, el proceso era lo fundamental.
La estela invisible de puro encanto que dejaba a su paso el objeto de su atracción lo interesó lo suficiente como para seguirlo, por varias calles. No se precipitó; solo quería saber a dónde iba. Se aseguró de que el espacio entre ellos fuera tal, que no causara sospecha o inquietud en nadie. Su objetivo entró al edificio alto a la mitad de la calle. Al acercarse encontró un letrero que solicitaba personal. Fue muy fácil quedarse con el puesto para averiguar más cosas sobre ese delicioso bocado.
Pensó que el interés se le pasaría pronto pero, un mes después, seguía haciendo jornada tras jornada en ese lugar miserable, descuidando sus propios negocios y haciendo sentir bien atendidos a un variopinto grupo de gente de la que, en otro contexto, podría pasar por encima de su cadáver sin remordimientos. Estaba más fascinado que antes. Lo que había sido un destello de atracción, por esos días era una determinación total; iba a tenerlo, costara lo que costara.
Lo llevaría a su casa, lo "invitaría" a su sótano, lo recostaría sobre la mesa y pasarían el resto de su vida disfrutando de sus placeres. Bueno, él disfrutaría. Y el resto de su vida, de la del chico, no sería demasiado larga.
Por el aburrido monitor vio llegar una patrulla y de un salto se levantó y salió despedido, escaleras abajo. En el nivel inferior al Lobby se encontraba una pequeña oficina en la que estaban ocho monitores más. Había cámaras en todos los pasillos y de esa forma, Erick pudo ver al dueño de la patrulla salir de ella, entrar al edificio con su propia llave y dirigirse en el ascensor hasta el piso ocho, en donde entró al departamento dos.
Ese policía era el único vecino al que no había conocido personalmente. Erick lo prefería así.
El hombretón tardó poco más de media hora en salir, cargando una maleta, ropa en las manos y algunas bolsas de asa. Como entró, salió y se alejó en su vehículo oficial sin intercambiar palabra con ninguna persona.
Estaba claro que ese policía era un obstáculo que se acababa de hacer a un lado. Sus planes iban viento en popa. Pronto se presentaría ante su objetivo, ahora que el camino estaba libre.
¡Por supuesto! También pudo haberlo tomado el mismo día que lo encontró o cualquier otro pero, ¿para qué apresurarse? El acecho lo hacía aún mejor. Su vida larga, tanto que parecía maldita, abundaba sobre todo en tiempo. Además, ¿no sería delicioso que ese chico fuera a sus manos por voluntad propia?
El monitor mostró al señor Gallardo a punto de entrar al edificio. Era el administrador del edificio y solía llegar a las seis de la tarde.
—Buenas noches, Erick.
El muchacho que había tomado la precaución de bajar los pies, se levantó muy solícito, para ayudar a su jefe con unos folders y con su viejo y desgastado portafolio atiborrado de papeles. Gracias a la ayuda, el señor Gallardo dejó de derramar café por todo el lobby.
—Buenas noches, señor Gallardo. ¿Cómo se encuentra?
—Bien, bien, muchacho. En cuanto dejes eso en mi oficina, te puedes ir.
—Gracias, señor Gallardo.
Diez minutos después estaba en la calle, silbando. La tarde era preciosa, el viento agitaba las ramas de los árboles. Levantó la mano cuando divisó un taxi. El anciano al volante sintió un escalofrió cuando Erick abrió la portezuela y le indicó la dirección a la que quería ir. Veinte kilómetros al sur; sería un viaje costoso. Pero el viejo casi deseó no hacer el viaje.
Aunque no tenía nada de qué preocuparse. A pesar de que el miedo que empezó a sentir el anciano era el perfume favorito de Erick, él no tenía ninguna intención de saciarse con ese pobre desgraciado. No estaba tan desesperado y se estaba guardando.
Para el chico de los ojos marrones.
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