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Sobreprotección

Cuando los amigos llegaron horas antes al Dimm, Esteban estacionó su vehículo oficial frente a la puerta principal y a nadie le pareció necesario moverlo del sitio.

Al salir, el auto estaba en el mismo lugar, excepto que la calle estaba oscura y solitaria.

Esteban subió, encendió el auto y pisó el acelerador con impaciencia para apresurar a Ana. Para que subiera de una vez por todas. Todo tipo de gestos iracundos de un hombre acostumbrado a expresar su hostilidad sin consecuencias.

Eduardo fue el primero que entró, eligiendo el asiento de atrás para alejarse lo más posible del epicentro de la ira. Por una semana, más o menos, Eduardo trataría de mantenerse alejado de Esteban, hasta que se le olvidara esa noche.

Ana, que tenía un carácter que a primera vista no parecía violento, no tuvo problemas en abordar como copiloto. Estaba tan enojada como Eduardo no la había visto nunca. Aun no cerraba la puerta cuando Esteban arrancó con un rechinido de neumáticos.

—¡Estúpido, cuidado!

Ella no iba de indefensa por la vida. Y era la única que se atrevía a pelear a gritos con el policía, inmune a lo peor de Esteban gracias a su muy larga amistad.

Eduardo estaba seguro de que si algo de gasolina caía entre ellos, el auto explotaría. Podía ver desde el asiento trasero la mandíbula tensa de su pareja, tan enojado que ni siquiera podía hablar. La miró con rabia, como un perro listo para morder y despedazar lo que se le ponga enfrente. Al llegar al primer semáforo, golpeó el techo de su auto para descargar parte de la rabia que sentía.

—¿Pero qué diablos te está pasando? —preguntó Ana. Alcanzó y sostuvo la mano herida de Esteban; el golpe le había enrojecido los nudillos y uno empezó a sangrar. Le soltó la mano con desprecio, como si no mereciera de ella ni la menor atención—. ¡Eres el más idiota que conozco!

—¡Y tú, una loca cualquiera! —gruñó con voz grave.

Ana no respondió. Apretó los labios, respiró profundo y se obligó a calmarse. Sentía que su cabeza estallaría como una palomita de maíz. Empezó de nuevo, despacio, hablando con una voz bien modulada.

—Te estás comportando muy fuera de lugar, ¡me tratas como si fuera tu hija y menor de edad! ¡Pero no lo soy!

—Si no quieres que te trate así, no te comportes de esa manera. ¿Tienes idea de lo que esos tipos que no conoces, te pueden hacer? ¿No te diste cuenta de la clase de gente que es? ¡Pervertidos!

—¡Sí, lo sé, estoy consciente de los riesgos, pero...!

—¡Pero nada! ¿Por qué lo hiciste?

Ana giró el rostro a la ventanilla. No tenía por qué dar explicaciones, ya que su punto seguía siendo el mismo; era su vida, como mujer adulta podía hacer lo que le diera en gana y su estúpido amigote sobreprotector tenía dos trabajos; enojarse y desenojarse.

—¡Y le diste tus datos personales! ¿Cómo puedes ser tan...?

Ella hubiera estado de acuerdo en todo, si no fuera su caso. Pero ellos eran buenos chicos. Pudo sentirlo. No eran asesinos ni violadores, solo, pues, eran libres y juguetones.

Esa fue la impresión que tuvo la mayor parte del tiempo. Si Esteban se hubiera tranquilizado e intentado ser menos animal, ella le hubiera explicado; solo quería dejar claro quién mandaba en su vida. No tenía intenciones de hacerlo en verdad. ¡Vamos! Esteban la conocía de toda la vida.
¿Cómo pudo creer que ella se iría así, con dos completos desconocidos y enfrente de sus amigos? Estaba chiflado.

—¿Qué piensas hacer ahora?

Pero ella no pensaba responder. Lo miraba desde la cima del enorme desprecio que sentía por su actitud machista y sobreprotectora. Mientras se comportara así, no merecía sus explicaciones. Ana, decidida, cruzó los brazos, levantó el mentón y miró por la ventana.

Esteban frenó de golpe y se detuvo en la acera tan repentinamente, que si ella no hubiera tenido bien colocado el cinturón de seguridad, se hubiera golpeado con el parabrisas.

—Te pregunté —dijo Esteban, muy despacio, con voz helada. Era increíble cómo podía enojarse cada vez más—, qué piensas hacer ahora.

Ana miró a Esteban y luego al exterior. Estaban a dos calles de su casa y en sentido contrario. Con mucha calma, se desabrochó el cinturón de seguridad, para no alertar a Esteban con sus planes. Lo más rápido que pudo, abrió la portezuela y salió de un salto, para echar a correr a toda velocidad, cruzando, —con cierta imprudencia—, Avenida Paseo de la Reforma. Por fortuna, tenía el semáforo en verde para ella y casi no había autos. Escuchó el grito de rabia, una pausa y la portezuela cerrándose, porque Ana la dejó abierta para retrasar lo más posible al mastodonte furioso en el que se había convertido su amigo. Corrió mientras escuchaba el rugido del motor y un rechinido en los neumáticos. Sin dejar de correr, sacó la llave de su bolsa, llegó a la esquina y ya vislumbraba su casa cuando escuchó el motor del auto de Esteban entrando en su calle.

Se apresuró para abrir su puerta y entró a su casa. Esteban, mientras tanto, aún no salía de su auto. Escuchó la portezuela del auto abrirse y azotarse, después la otra, lo que quería decir que Eduardo había salido del auto para tratar de calmar a la fiera.

Eso no era su asunto; echó el cerrojo y sintió cierto alivio.

"Grandísimo tonto", masculló. "¿Qué se habrá creído?

Un poco más tranquila, encendió la luz y el calentador de la sala, porque su casa era un frigorífico durante todo el año. Se tiró en el sofá más cercano para descansar.

No había pasado mucho tiempo cuando sonó su celular.

—Diga.

—¿Ana?

Era la hermosa voz de Iván. Ana, sin poder evitarlo, sonrió. Sentía un tipo de entusiasmo que no recordaba haber experimentado en, por lo menos, unos diez años.

—Sí, soy yo —. Iván emitió una risita, a coro con otra en el fondo—. ¿Qué?

—Nada, solo cabía la posibilidad que me hubieras dado un número falso.

Ana apretó los labios. No se le había ocurrido mentir en sus datos. Pero le molestó que Iván creyera que era una persona poco seria.

A pesar de que llevaba rato pensando cual sería la mejor manera de dejarlos plantados.

—¿Por qué haría eso?

—Tal vez solo querías impresionar a tu amigo. Gracias por darme tu número real.

—Pues sí, lo hice —. Y se sintió valiente.

—¿Y qué pasó con tu amigo? Parecía huracán. ¿No atropelló a alguien en el camino?

—Está en la calle, gruñendo. Ni siquiera entiendo lo que dice. Quiere que le abra, pero no le voy a hacer caso. No me gusta tratar con estúpidos, aunque es una característica muy extendida entre hombres.

Auch —dijo Iván y ambos rieron.

—Bueno, algún tipo se salvará, creo.

—¿Y quieres vernos aún?

Hmm, yo pensé que tal vez tú te salvarías. Veo que no.

Iván volvió a reír. Y su risa era agradable. Limpió su malestar como quien abre una ventana para refrescar una habitación llena de humo. El alivio fue inmediato.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? —susurró ella. Y fue dulce, como cuando hablaba por teléfono con su novio de la secundaria, escondida debajo de su cama, porque su madre la regañaba si la veía hablando.

Una conversación excesiva en palabras y rebosante del placer de la mutua presencia.

—Entonces, ¿sí quieres vernos?

Ella suspiró, dudando. Rato antes pensó que no porque era peligroso, raro, muy atrevido y ella no era "ese" tipo de chicas. Pero no tenía el valor de negarse a todo lo que ese hombre la hacía sentir.

—Ya te dije que sí. Puedes venir, ambos pueden venir.

—¿No es muy tarde para ti? Llegaríamos como en una hora.

—No, está bien. Esteban sigue maldiciendo allá afuera. Espero que en ese tiempo se canse y se vaya.

—Bien, de todas maneras vamos a tratar de obtener una garantía verbal. No quiero que me disparen mientras buscamos diversión.

—Esteban no haría eso.

Pero ambos lo dudaban. Sus silencios se unieron.

—Te veremos en un rato, bonita.

Ana vio la llamada terminarse y lanzó el teléfono. Se giró para enterrar el rostro en los cojines, y poder gritar de emoción a todo pulmón.

Se levantó de un salto. ¿Qué se iba a poner? ¿Lencería? Le pareció absurdo. Además, tenía años que no compraba prendas así.

¿Su piyama de ositos? Era muy cómoda. Mientras subía las escaleras, escuchó el sonido de su puerta al abrirse. Solo le quedó hacer un mohín; o Eduardo había ido a su departamento por la llave de repuesto que Ana le dio, o Esteban hizo gala de sus habilidades especiales para abrir.

—¡Ana! —gritó Esteban cuando la descubrió en las escaleras y corrió a ella. Ana, sin creérselo del todo, apresuró el paso, entró a su recamara y se encerró, corriendo el pasador, para evitar que también fuera por ella.

—Ana, abre.

—No, ¿qué te pasa? ¿Qué no sabes respetar?

—Necesito que hablemos.

—No, necesitas irte a tu casa y calmarte. Y yo necesito cambiarme de ropa, tengo visitas en una hora.

—¿Qué? ¿Sí van a venir?

—¡Sí!

—¡Sobre mi maldito cadáver, Ana! ¡Diles que si vienen, los muelo a golpes! ¡No me provoques!

"¿Cómo fue que me metí en esto?" se preguntó, con una risita de nervios. De todos modos, era mejor ponerse algo más cómodo, mientras llegaban para tener una velada rara. O para morir asesinados por el toro loco de Esteban.

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