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Seducción

Iván rodeó el escritorio para apoyarse en él, de frente al policía, con una pierna a cada lado de la silla en dónde Esteban  permanecía quieto, y tan sorprendido, que no atinó a huir a tiempo.

Apoyó su peso en las manos sobre la superficie del escritorio llena de documentos importantes y se inclinó hacia atrás, ofreciéndose a la contemplación del comandante, mientras lo miraba con una mezcla de superioridad, lujuria y diversión.

Esteban se llevó la mano al corazón. La belleza del chico, que resultaba tener cientos de años pero no más de veintidós en apariencia, era tanta que resultaba dolorosa de contemplar.

El anhelo en su interior aumentaba como el nivel de agua en el pozo en el que no se dio cuenta que cayó hasta que fue demasiado tarde. Nadie llegaría a sacarlo, él no podría escapar y muy pronto, se ahogaría en la lujuria que ese ángel, semi recostado sobre el montón de documentos que tenía que leer y firmar, le provocaba.

Iván se mostraba cómodo en su cuerpo.
Sensual, como algo nunca visto. ¿Podría poseerlo? Extendió una mano para tocar la bragueta ofrecida. Estaba duro y Esteban lo igualó pronto.

No tenía pensamientos. Nada a qué aferrarse,  el mundo más allá de la puerta perdió relevancia.

Zambuyó ambas manos en el área del miembro endurecido y apretujado en el ceñido pantalón al minuto siguente. Su memoria le atrajo el recuerdo de Gabriel eyaculando sobre una mesa del "Dimm" después de haber sido bien usado y trabajado por ese tipo. El mismo del que Ana se enamoró a primera vista.

¿Cómo sería ser tomado por él?

Esteban era el macho cogedor de machos. Jamás se había permitido sentir dentro a otro hombre.

Muy en el fondo, justo donde había dicho ese rubio que estaba lo inconfesable, despreciaba al varón que se inclinaba.

Jamás unía ese desprecio a Eduardo, como si él fuera salvo de todo juicio. Así, en el punto de contacto de ambos conceptos, había una amplia zona difusa y gris en donde se ocultaba todo aquello en lo que evitaba pensar.

El tamaño entre las manos de Esteban aumentaba. Al levantar la mirada de encontró el rostro serio de Iván, pero su expresión interesada del que está en el momento, presente y atento, le encantó.

Con un gesto, el ángel rubio otorgó permiso para que el simple mortal avanzará por aquello que moría por obtener.

Bajó el cierre del pantalón y liberó a una bestia de carne sonrosada.

—¡Hasta de aquí estás bonito, desgraciado!

Iván río. Se incorporó un poco y extendió la mano para acariciar la nuca del comandante e indicarle, con un gesto, cómo proceder. Ante la alarma en los ojos de Esteban, solo levantó los hombros.

Podía leer al hombre. Sentir su deseo, que libraba una dura batalla en contra, no solo de sus muchos años de represión, sino contra su machismo, contra todas esas voces de burla, de legiones de hombres condicionados a un único modelo de ser permitido.

Iván quería dejar claro un punto y esa parecía ser la ocasión perfecta.

—Abre la boca.

Esteban nunca se había arrodillado ante otro hombre.

Otros de arrodillaban ante él. En sus años con Eduardo sí habian probado varias cosas, pero jamás algo tan humillante como, justo, lo que estaba por hacer: bajar a sus rodillas.

¡Y era caliente por lo  mismo!

Al contacto con el piso pudo sentir que se consumía. Era excitante, como pocas cosas en la vida. Iván le ayudó a conectar el objeto de su deseo con su boca ávida y lascivamente abierta, para comenzar su primera verdadera felación.

—Eso es, comandante —. Susurró Iván, como un ronroneo. Su mano fue batuta de la profundidad y el ritmo. Esteban necesitaba esa guía, sin ella, frente a un hombre más débil, quizás se hubiera aterrorizado.

Pero lo estaba logrando. Humillado como nunca, con un tipo follándole la boca, extasiado por eso.

Tenia la cabeza embotada y el cuerpo ardiendo.

Los gemidos de Iván comenzaron casi de inmediato. Reprimidos y en voz baja, al principio. Eso le molestó un poco.
¡Quería oírlo gritar!

No importaba que, tras las delgadas paredes de material  prefabricado de su oficina, se encontraban algunos de sus hombres, incluyendo Roberto. Su secretaría, Bertha, que era una chismosa. Y Rosy la secretaria de Roberto, que era aún peor.

O su jefe, el Subdirector, en una oficina a no más de diez metros de ahí que siempre estaba llena de gente, con su escolta y sus propias secretarías.

Se sentía como en estado líquido, a punto de ebullición. Y supo porqué casi todos los hombres gays que conocía, no dejaban pasar la oportunidad de hacer lo mismo a otros hombres, casi con fervor.

Si hubiera sabido antes...
¡ Y quería probarlo! ¿A qué sabría?

Conocía la acritud de su placer en la boca de otros. Conforme gotitas brotaban podía degustar por primera vez. ¡Tenía el sabor de un ángel! Y su ambrosía le hacía perder más y más el control de sus gemidos y de sus deseos.

Iván lo separó de su erección con brusquedad. Y como un vendaval que azota la pared de la montaña aferró su cabello con violencia para besarlo en tanto le ayudaba a ponerse de pie.

Apenas recuperaba la vertical cuando Esteban fue estampado contra el librero de madera que estaba tras ellos. El golpe en la espalda le dolió, lo que le pareció alucinante. Iván era más fuerte que él. Esteban jamás había sido tratado asi.

Y aunque a él no le iban esas mierdas pervertidas, esa sensación de indefensión que el dolor le provocó, lo rindió un poco más al deseo negro de petróleo en el que se hallaba. Casi del todo sumergido.

Ese tipo que le metía mano por todo su cuerpo, era el mismo que azotó a Gabriel. Su propia erección se retorció en su pantalón al rememorar al otro, tiroteando de sus cadenas.

Con sus besos, con la lengua en su garganta, Iván no le dejaba pensar demasiado.

Otro empujón violento y un par de cosas; un jarrón y un aromatizante, acabaron en el suelo. El mueble protestó por el impacto, pero Esteban hubiera rogado por más de no ser porque esas manos blancas ya le estaban sacando el pantalón y bajándolo junto con su bóxer hasta los tobillos. Intentó sacar un pie, pero fue sacudido de nuevo contra el mueble y por eso, su ropa de quedó donde estaba.

Si en ese momento Iván se hubiera arrodillado, abierto la boca y permitido que el comandante se vaciara en su rostro, hubiera restaurado toda su hombría.

La mamada que acababa de hacer de rodillas hubiera sido relegada a la misma zona difusa y gris de lo inconfesable y como si nada hubiera sucedido seguiría adelante.

Iván no pensaba permitir que eso sucediera.

Sus sexos se tocaron y eso terminó por enloquecer a Esteban. A mordidas se adueñó de la boca de Iván y se aferró al cuerpo esbelto con toda su fuerza, que era mucha, como si su vida dependiera de ello, le mordió también el cuello, dejando marcas rojas, le apretó las nalgas, clavándole los dedos hasta que le arrancó un gemido de dolor.

Pero Iván tomó el control.

Los hizo girar. Esteban tropezó con su propia ropa y quedó derribado sobre la superficie del escritorio. Fue volteado boca abajo y sintió que sus nalgas expuestas eran separadas con rudeza.

Un ramalazo de miedo fue aplastado sin piedad por infinitos impactos de placer. No era conciente de que tenía la misma expresión de total éxtasis que había visto en Gabriel y que le generó sentimientos tan ambivalentes; envidia y desprecio, por lo puta que el chico se veía.

Iván no le dio cuartel. No lo tomó con calma. Usando todos sus recursos derribó las más rígidas resistencias mentales, morales y físicas del hombre. Pronto ya tenía un dedo en su interior y poco después, Esteban sintió resbalar otros, los que Iván quiso meter. Uno a uno, todos fueron a su interior.

Con sus jadeos profundos, con sus quejas de dolor que no eran de sufrimiento y todo bañado por una lluvia encendida de sensaciones desconocidas y alucinantes, Esteban fue hecho prisionero. Desmadejado en el mismo altar de su poder que era su escritorio fue inmolado y llevado a eyacular sobre su alfombra, los documentos y quién sabe sobre qué otra cosa  más.

Y luego estaba tan ido que no presentó defensa en contra del ariete que avasalló las puertas de su ciudad. Una que jamás había sido saqueada.

Su preciosa virginidad de macho se fue al garete en un polvo sucio, apresurado, con los pantalones enrollados en los tobillos. Centímetro a centímetro de ruda invasión la destruyó para siempre y con la casi ninguna cordura que le quedaba, evocó el rostro de Eduardo, para lamentar no habérsela entregado a él.

Más tarde podría darse cuenta de que su amado Eduardo no tenía la fuerza necesaria para doblegar  sus ideas, ni su crianza, ni ese mentado sistema de valores que...

Iván le empujó la cabeza contra el escritorio con fuerza, dándole un golpe de advertencia.

—Calla esta. Deja de pensar. ¿Sientes esto? ¡Cielos, eres tan estrecho! ¿Me sientes?

Había un aullido de fondo que Esteban no pudo identificar. El comenzó a gritar de tal manera que todo el piso lo escuchó.

Iván apretaba su carne y golpeaba sus nalgas. El ardor en su piel hacia eco con el ardor de su interior.

Esteban jamás se entregó a esa forma de placer, del tipo que se alza en llamaradas. Nunca sintió tanto como para ver reducidas a cenizas sus reticencias, sus viejos valores empolvados, cuestionados ese mismo día, puestos a prueba, arruinados.

Sentía la irrefrenable necesidad de gemir y quejarse y lo hizo, como en su día otros, a los que él folló igual, vigorosa, impersonal e intensamente, gimieron y se quejaron. Se descubrió a sí mismo rogando por más.

Iván no lo desatendió en lo más mínimo. No solo estaba moviéndose rápido y fuerte en su interior, como Esteban quería ser follado. Por momentos también sentía su aliento en los labios. ¡Y sus manos! ¡Esas manos blancas que parecían dueñas de una magia propia! En donde las pusiera provocaban estallidos.

¡Y el punto más alto, desde donde se precipitó en  caída libre, lo sorprendió con el rostro embarrado en un oficio que tenía que pasarle a su propio jefe para firma sin tardanza!

Ese ángel, que lo estaba sometiendo bien y muy bonito, justo como él había sometido a innumerables hombres cambió su velocidad.

Comenzó a moverse distinto, lento, desesperante rayando en la locura. Y luego lo sintió correrse tan enterrado en su cuerpo que lo aplastaba contra el escritorio. Pudo girar un poco para contemplar como era dos, tres veces más hermoso mientras se venía en él, con la cara al cielo y una sonrisa de brutal satisfacción.

Era la más celestial imagen que Esteban había visto. Nadie se negaría jamás que ser cogido por un ángel. Fue el momento más sublime que experimentó en la vida entera.

Ese ángel se desplomó sobre él, jadeando contra su cuello y susurrándole algo que no entendió, pero que le dulcificó el corazón, como si vertiera miel por el oído. Sintió besos suaves en el cuello y en el cabello. Y muy pronto lo sintió salir de él, suspirando.

Se alejó en dirección del baño y Esteban se quedó quieto en el mismo lugar de su holocausto, enfriandose, contemplando como las ascuas se volvían algo denso y turbio. El ave del arrepentimiento acaba de nacer  y ya extendía sus alas.

En su cuerpo vacío aún latía el gran miembro del rubio. Iba a sentirlo por días. Había dejado que otro lo poseyera, que lo usará. Había sido infiel a su pareja.

El shock lo dejó como catatónico.

Quien era, quien había sido, no era más que una sarta de tonterías.

Y acababa de caer en cuenta de eso.

Iván regresó con una toalla para manos y lo limpió. Lo dejó fresco, seco y aseado. Como no se movía, le puso la ropa y le ayudó a incorporarse.

Aún seguía pasmado sin procesar lo que acababa de ocurrir.

No había sido violado. ¿O sí? No, él lo deseaba. A lo más, seducido. O embaucado.

Tenía la mirada fija en el suelo y una expresión de profundo desconcierto en el rostro.

—Esteban, mírame. No paso nada que tú no desearas. Siempre te preguntaste cómo seria, pero nunca te atreviste a experimentarlo. No lo niegues, que estoy leyendo tus emociones.

Esteban encogió los hombros. Iván tomó su mentón entre los dedos para obligarlo a levantar la vista hacia él. Estando tan cerca, Iván era unos cuantos centímetros más alto.

—Mírame —ordenó. Esteban levantó el rostro e Iván no encontró nada en él.

—Y ahora conoces más sobre ti mismo pero sigues siendo tú. No te he quitado nada. Fue como tú eres, tan violento y brusco como entiendes el mundo. Por eso fue así. No te dejes arrastrar por los reproches de tu moral. Hazla callar ahora. Y siente tu cuerpo. ¿Aún se siente bien, verdad?

—Vete por favor. Al rato te llamo o vemos qué hacemos para encontrar a Gabriel, pero ahora, necesito estar solo.

Iván asintió y le dio un beso muy suave en los labios. Salió sin hacer ruido.

El comandante se hubiera desplomado sobre su asiento, si no temiera con verdadera angustia a lo que iba a sentir en el trasero.

Roberto abrió en ese momento la puerta, entró y la cerró.

—¿Estás bien, jefe?

"¡No! ¡Me duele el culo! ¡Me la metieron hasta las anginas!" gritó por dentro. Por fuera ni siquiera cambió la expresión de hastío que tenía.

—¿Por qué no lo estaría? —gruñó de mal talante.

—Le debo un favor a Toño, el de la Dirección Administrativa, Jefe. ¡Un súper paro! Ahora es dueño de mi vida. O de mi auto.

—¿Por qué?

—Le pedí que accionara la palanca de incendios. Los saqué a todos del edificio —. Se mantuvo serio unos segundos más, después le ganó la risa—. A ver si no lo corren. Ya le dije que si lo despiden, le daré mi auto y que tú le conseguirás otro empleo.

—¿Por qué? —Entonces comprendió que era ese sonido de aullido — ¡Ah!

—Yo cerré y me quedé aquí arriba por si... —. Revisó oficina y el baño, levantó el aromatizante y lo utilizó por toda la oficina, remplazando el aroma de sexo por el de lilas de verano—. Ya pueden regresar, ¿verdad?

—Sí, haz que regresen. Y comunícame con el Director Administrativo. Le diré que yo necesitaba... A ver qué se me ocurre.

—Nadie se dio cuenta de nada. Mandé antes a las chismosas a comprar tu almuerzo, y el de ellas, por supuesto.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó, distraído.

Roberto lo miró con tanta obviedad en el rostro como nunca antes, pero sin una gota de nada más.

Solo respeto. La misma admiración de siempre, la misma fe que le tenía su hombre más fiel, el más preparado, el más hijo de la chingada de todos los que tenía bajo su mando.

El que sería Jefe de Sección en cuanto se abrieran las convocatorias y el mismo que subiría con él, tanto como Esteban pudiera hacerlo.

Y si llegaba el momento en el que él no pudiera subir más, entonces era el mismo Roberto Aguirre al que empujaría tanto como fuera posible, hasta que llegara a ser el maldito Procurador, porque no había mejor elemento en toda la fuerza.

Esa mirada, más que ninguna otra cosa en la vida, fue el bálsamo que salvó la dignidad que pensó que Iván le había arrebatado, aunque tal vez sus ideas sobre ciertas posiciones sexuales tendrían que cambiar.

El tonto rubio tenía razón.

Lo que entrara o saliera de él no modificaba nada al respecto de quien era.

Seguía siendo el mismo.

Sonrió y asintió.

Roberto le devolvió la sonrisa.

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