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Reserva

Todo resultaba distante y tan confuso para Gabriel que parecía no estar sucediendo en el mismo instante, sino en un sueño. O en el recuerdo de una pesadilla.

Escuchó voces y pasos correr a su alrededor, alguien pidió ayuda.

Se sintió de nuevo levantado. Lo venían haciendo desde que lo bajaron de esa maldita mesa. Otra camilla, esta era la tercera y lo llevaron a través de varías puertas abatibles.

Había mucha luz y personas freneticas gritándose unas a otras cosas que él no entendía pero que tenía algo que ver con él.

Gritó por el dolor cuando alguien puso una mano sobre su espalda, escuchó órdenes y exclamaciones a su alrededor:

—¡Cielo santo!

—¿Qué le hicieron a este pobre hombre?

—¿Cómo puede estar vivo?

—Dejará de estarlo si no se concentran. Equipo, atentos.

—Corte su ropa con cuidado. Es evidencia. Y  tome muestras.

—Sí, doctor.

—¿Llamó al cirujano plástico, doctor Chávez?

El sonido iba y venía y en la lejanía, los comentarios parecían preocupantes pero Gabriel estaba en un sitio al que no le correspondía.

—La documentación indica que se llama Gabriel Sousa Salcido. Es donador de órganos, tipo de sangre... tiene un teléfono de emergencia..."

Logró salir del estupor en el que estaba para pedir a una persona que estaba junto a él: "No llamen a Iván".

La enfermera a su lado asintió, como lo hace quien no tiene corazón para negarle a alguien una última petición. Con esa sonrisa, Gabriel sintió la confianza necesaria para dejar de  luchar ante la noche de la inconsciencia total, después de tantas horas tan terribles como esos médicos no podían imaginar.

***

La enfermera entregó los objetos personales de Gabriel a una asistente, que salió de la sala para entregarlos a Julia, la trabajadora social de turno.  mientras la enteraba de las condiciones del paciente.

Por mucho, era el caso más grave e impactante que el hospital recibió ese día. La asistente se fue y, sin demora, marcó al teléfono de contacto en la tarjeta.


***

En su oficina, cuando por fin logró sacar la cabeza del torbellino en el que Iván le dejó más temprano, Esteban se concentró en la lectura de una carpeta de investigación. Estaba inmerso cuando sonó su teléfono celular. El nuevo. Aún no se acostumbraba al timbre de fábrica. Tendría que cambiarlo pronto.

—Robledo —. Respondió molesto por la Fanta de atención a ese detalle. Del otro lado de la linea, s cortante respuesta de trueno descolocó a la persona que llamaba. Hubo silencio y después una mujer se aclaró la voz.

—Comandante, buenas tardes —dijo, con el tono agudo y suave de alguien muy joven—. Soy Julia Pérez, le llamo del Hospital de General de Balbuena, porque aparece como contacto de emergencia. Es usted Esteban Robledo?

—Así es. De la Policía Investigadora. ¿En qué le puedo servir, trabajadora social? —preguntó Esteban, apartando a un lado los folios de la carpeta y tallándose los ojos con hastío. "Más trabajo jodido", fue lo que pensó de la llamada.

—Le informo que es usted contacto de emergencia del señor Gabriel Sousa...

—Hospital Balbuena dijo, ¿verdad? ¿Él está bien?

—Es necesario que un familiar acuda al área de urgencias. El personal médico aún lo está evaluando.

Esteban comenzó a tomar notas despatarradas que después solo el entendería

—¿Cómo se encuentra?

—Me temo que no puedo proporcionarle esa información. ¿Puede venir ahora?

—Sí, estaré ahí pronto.

Se levantó abandonando su lectura. Tomó su chamarra del perchero, checó su arma, tomó el sempiterno racimo de llaves de encima del escritorio que de usual colgaba de su bolsillo derecho, su radio y abrió la puerta de su oficina.

—Me requieren para una identificación en Balbuena. Estaré pendiente del radio y el celular —avisó a su secretaria. Ella, que cuando se abrió la puerta se había puesto de pie,  respondió: "sí, señor".

Lo mismo otro de sus elementos que estaba de guardia. Al verlo, se levantó de la silla y dejó a un lado el periódico que estaba leyendo, justo a tiempo para atrapar las llaves que Esteban le lanzó y salió aprisa con dirección al estacionamiento.

Antes de apagar la luz de su  oficina, dudó, mirando hacia atrás, hacia el teléfono.

¿Debería avisar a Ana?
"Mejor no".
"Que el idiota esté en Urgencias no suena alentador", pensó.

Debería saber antes qué diablos esperaba en ese Hospital antes de hacer cualquier otra cosa.

Se percató de que uno de sus hombres, que se suponía también estaba de guardia aquella noche, permanecía  cómodamente sentado en el sofá frente al escritorio de la secretaria de Roberto, contándoles chistes y quitándole el tiempo, ajeno a la aparición de su jefe.

Esteban cerró su oficina y al  pasar frente al escritorio, aferró el cuello del joven agente y lo sacó a rastras, en medio de la risa de las secretarias. En el pasillo dejó que de recompusiera, sin dedicar una sola palabra más al asunto.

El agente se acomodó la ropa y, un poco mosqueado, siguió a su jefe que ya bajaba las escaleras al trote. El auto de Esteban ya estaba esperándolo y el agente reprendido corrió hasta una hilera de motocicletas y alcanzó a su jefe unas cuadras más adelante.

Estaba casi del todo oscuro, el tránsito era lento por la hora punta, pero en veinte minutos el agente acompañante le esperaba para recibir su auto y buscar estacionamiento mientras Esteban entraba a Urgencias.

Colocó su placa en el mostrador.

—Me llamaron.

—¿Nombre del paciente?

La mujer tras el cristal parecía desinteresada. Con movimientos mecánicos tecleó el nombre que leyó la placa de Esteban, le entregó un gafete y le pidió que se anotará su nombre en un cuaderno. Todo sin dirigirle ni la menor sonrisa o acaso una mirada.

Esteban tampoco se interesaba por la mujer. Arrastró su gafete de visitante y placa por el mostrador para llevárselos y se dirigió al área médica de inmediato.

La siguiente persona a la que pidió indicaciones le señaló el área de espera. El médico responsable saldría a rendir informes en treinta minutos.

Considerando adelantar trabajo y  enviar a su agente de respaldo por la carpeta que dejó sobre su  escritorio, se dispuso a esperar.

Pero no podía estar sentado.

Desde la tarde, una energía casi maníaca lo tenía zumbando. Y para empeorarlo, su agente de respaldo entró sosteniendo dos vasos grandes de café.

Era José, uno de los dos chicos nuevos que usaba como escolta, si bien por su rango no debería tenerla.

Era un buen chico. Muy pronto aprendió de qué tamaño debía ser el café, a tener el auto listo en la puerta cuando el saliera y qué marca de pastillas para el dolor de cabeza tenía que tener siempre a la mano.

El joven agente entregó uno de los vasos al comandante y tomó asiento en una de las sillas, la que mejor orientada estaba a la puerta. Dispuesto a esperar todo el tiempo que su jefe quisiera. Aspiraba el vapor que brotaba de su café, como si no tuviera nada mejor que hacer en la vida, pero también observaba el entorno. La vida del comandante era su responsabilidad.

Esteban daba vueltas por la sala,  no estaba especialmente desesperado, pero necesitaba el movimiento. Era la velocidad a la que acostumbraba funcionar.

Un médico de aspecto cansado apareció, usando una bata verde que parecía de papel, un gorro que impedía saber el color de su cabello y dos profundas arrugas en el ceño, detrás de un par de gafas amplias.

Esteban pensó que podía tener entre cuarenta y cuarenta y cinco años.

El médico leyó en voz alta:  "Familiares de Gabriel Sousa" y levantó la mirada buscando entre los que esperaban.

Esteban se acercó.

—¿Es usted familiar del señor Gabriel Sousa? —preguntó el doctor.

—No. Esteban Robles, Comandante de la Policía Investigadora —le mostró su placa —. Dirección de Secuestros. Me llamaron hace una hora para informarme que el señor Sousa estaba aquí. Ha estado desaparecido algo más de veinticuatro horas.

—Tengo que informar al familiar más cercano.

—El señor Sousa no tiene familiares vivos. Soy su contacto de emergencia.

—Bien, supongo que no hay problema. El paciente fue ingresado a la sala de urgencias en medio de un shock hipovolémico que le causó la  pérdida de la conciencia, falla cardíaca y comprometiendo  hígado, riñones, pulmones y otros órganos con menor grado de importancia en cuanto a su daño. Se practicó RCP—. El medico miró a Esteban y habló en una voz seria y más baja, pesarosa —. El daño causado es cuantioso. Hay evidencia de abuso sexual y tortura.

—Entiendo — susurró Esteban. Tenía la mano sobre la boca y la mirada sorprendida. Esperaba algo terrible, pero no a ese grado.

—La piel estaba lacerada en casi la totalidad de su cuerpo en la parte posterior. No presentaba heridas en el torso frontal, pero si en las piernas. Presenta quemaduras de primer grado por electricidad. Algunos daños en genitales.

—¿Está grave?

El médico se quitó las gafas y se acarició el puente de la nariz.

—Debido a la falla de sus órganos, se mantiene un pronóstico reservado las próximas cuarenta y ocho horas. Es importante mencionarle que sus heridas presentan un grado de curación. Eso nos permite determinar que se vio sometido a una situación de daño que duró horas y parece ser que la muerte no era el objetivo, ya que el paciente llegó al hospital con un previo procedimiento de soporte vital. Hicieron un precario intento de suministrar líquidos, desinfectar heridas y eso, posiblemente, le dio la oportunidad de llegar con vida al hospital.

—¡Cristo!

—Ingresó a quirófano para una laparotomía exploratoria. Se cerraron y corrigieron desgarros... en el recto. El cirujano plástico cerró las heridas más profundas. Para intentar que su cuerpo quede lo menos marcado posible. Hace unos minutos lo llevaron a Terapia Intensiva. 

—¿Qué procede ahora?

—Tal vez no debería decirle esto, pero con el estado tan crítico del paciente, es probable que no sobreviva. Por cierto, algo que puede ser o no de utilidad, lo anotó una de las enfermeras que recibieron al paciente. Fue lo último que se le entendió: "a Iván no" —. Lo miró interrogante—. ¿Sabe algo al respecto?

—Son amigos. Supongo que no quería preocuparlo y por eso me llamó a mí. Esto se va a convertir en una investigación, doctor. ¿Cuándo podré hablar con él? Necesito su declaración.

—Sí. Estoy conciente de eso. Por ello se recopilaron las muestras como lo marca la norma. Y podrá verlo tan pronto como recupere la conciencia y se encuentre más estable, puede estar seguro de que no será en las siguientes horas.

—Enterado, doctor —. Esteban hizo una pequeña reverencia y un ademán de alejarse cuando el doctor agregó algo más.

—Comandante, a título personal, permítame decirle que es posible que el paciente no sobreviva. Podría ser conveniente, aún en contra de los deseos del paciente, avisar a esta persona—. Le entregó el papel en donde la frase: "a Iván no", estaba escrita con letra clara. Lo tomó del hombro, en un gesto mitad solidario, mitad comprensivo y lo acompañó unos pasos a la sala de espera.

—Alguien tiene que permanecer aquí. Se darán reportes en dos horas o antes, si algo ocurre.

—Yo no puedo permanecer pero el agente se quedará de guardia, vigilando al paciente. Por favor, permita que pase a la puerta del lugar en donde Gabriel se recupera. Él me localizará para cualquier cosa que se requiera—. Le señaló a un joven moreno vestido de jeans y chamarra negra que soplaba sobre un humeante vaso tamaño jumbo de café que originalmente iba a ser suyo y del que el agente iba a dar pronta cuenta. El médico memorizo su aspecto y asintió. Esteban le dio la mano y le entregó su tarjeta —. No dude en llamarme si algo sucede o el paciente está en condiciones de declarar.

—Dejaré instrucciones en el expediente.

El doctor se retiró sin decir nada más. Esteban, abrumado, se quedó de pie donde el doctor lo había dejado.

"El animal que dañó de ese modo a Gabriel es el que tenía a Eduardo".

Un estremecimiento de puro y vil miedo lo recorrió.

Al contrastar lo que Eduardo le contó, la conversación sin sentido entre el tal Erick y Gabriel, con el parte médico, al imaginar a Eduardo en manos de alguien capaz de hacer eso y al pensar que Gabriel parecía saber a lo que se iba a enfrentar...

Recordó sus palabras: "corre peligro".

"Prefirió sacrificarse con tal de salvar a Eduardo".

Ese par resultó ser de una madera muy distinta a la que él había pensado.

Sintió respeto y, sobre todo, gratitud.

"Vamos a encontrar a esa bestia, Gabriel", dijo en voz baja."Te juro que lo haré pagar lo que te hizo".

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